Friday April 19,2024
Iniciar pagina principal Quienes somos y que hacemos Mision principal del sitio en internet Como rezar el santo rosario, oraciones, etc. Base de datos de documentos recopilados Servicio de asesoria via e-mail. Calendario de eventos en el bimestre Personas para establecer contacto
 


INDICE REFLEXIONES

« PARTE 3 de 6 »

Partes[ 1 ] [ 2 ] [ 3 ] [ 4 ] [ 5 ] [ 6 ]


NAVIDAD EN EL ASILO

Esta historia sucedió en una capital centroamericana, donde mi esposo trabajaba como diplomático.

Faltaba una semana para la Navidad, y la Asociación de esposas de los diplomáticos había proyectado una fiesta de Navidad en el asilo de ancianos. En mi calidad de secretaria, tuve que telefonear a todas las asociadas para pedirles que prepararan algún plato y fueran a atender personalmente a los ancianos. La mayoría contestaba que encantada prepararía un pastel, pero que no tenían tiempo para asistir a la fiesta.

Me molestó constatar que tan sólo ocho de treinta y cinco asociadas dijeron que vendrían a ayudar ¡y tenemos que servir a casi doscientos ancianos!.

El día de la fiesta llegué al asilo a tiempo, y Gladys, la presidenta de la asociación, ya se encontraba tras la larga mesa, en la que cada una iba dejando su pastel. La esposa del embajador americano estaba preparando el ponche y cortando pasteles. Las pocas señoras que se habían comprometido a ayudar, colocaban los adornos de Navidad, organizaban las sillas y realizaban los diversos trabajitos necesarios para poner en marcha la fiesta. Qué lástima. Habría deseado que más señoras hubieran querido ayudar.

- ¿Por dónde quieres que empiece?

La cálida sonrisa de Gladys casi borró mi resentimiento. Me pidió que les llevara la merienda a los ancianos que no podían salir de su cuarto.

- Cómo no- dije, agarrando una bandeja. -¡Será mejor que comience pronto, pues voy a tardar un siglo en servirles a todos!-

Empezó la música, y no sé quién se puso a cantar villancicos con los ancianos, que estaban todos reunidos en el inmenso patio del establecimiento. Yo no tenía tiempo de escuchar, ni disfrutar las canciones.

Me pasé la tarde corriendo de un lado a otro, llevando pasteles y ponche, sin mirar ni de reojo a los pacientes que servía. A cada uno le daba, además, una bolsa de caramelos y un regalo. Recorrí todas las alas del edificio. Me dolían las piernas de subir las escaleras. Una de las tantas veces que subí, una viejita que llevaba un vestido estampado, rasgado y desteñido, me tocó el brazo, y me dijo tímidamente:

-Perdone, señorita. ¿Tendría la bondad de cambiarme el regalo? Me volví hacia ella irritada y repliqué: ¿Cambiarle el regalo? ¿Por qué? ¿Es que le tocó uno de hombre?

No, no...- dijo vacilante. – Es que me tocaron perlas. Las perlas representan lágrimas, y yo v;a no quiero más lágrimas.

Pensé: ¡Qué superstición más tonta! ¡Hay que ver cómo está el mundo! ¡Deberían agradecer cualquier cosa que les dieran!

- Lo siento. Ahora estoy muy atareada. A lo mejor después se lo puedo cambiar.

Me fui corriendo para llenar otra vez la bandeja y me olvidé al instante de la señora.

Con la bandeja llena de tortas, llegué corriendo a la sección de mujeres, en la planta baja. Abrí la puerta del cuarto A-14 apoyándome de espaldas, y una vez dentro, di la vuelta; cuando vi lo que había allí me estremecí, de tal modo que la bandeja me empezó a temblar en mis manos. ¡En aquel cuarto feo y deslucido, acostada en un camastro de sábanas grises y con un camisón raído, estaba mi madre! ¿Mamá? ¡No puede ser! ¡Mamá está muerta! y de estar viva, no se encontraría en un lugar así. Se trataba de un asilo para ancianos sin familia, gente pobre y enferma, que no tenía donde estar, ni quien la cuidara.

No podía ser;  los ojos me  estaban haciendo una jugarreta.

Cuando volví a abrirlos, pude ver mejor a la mujer demacrada que ocupaba el cuarto. No era mi madre, sino una viejita de cabello gris y ojos azules, que ni se parecía mucho a ella. ¿Qué me habría pasado, que pensé que esa pobre mujer era mi madre?

Sería la madre de otro, no la mía. Entonces, ¿por qué no me sentí aliviada? Todo lo contrario, me embargó un dolor inmenso, y se me hizo un nudo en la garganta.

Sin pronunciar palabra, volví a salir justo a tiempo para que no me viera llorar. Por el oscuro pasillo retorné a la mesa en la que se encontraba Gladys trabajando, muy animada. Se me debía de notar lo mal que me sentía, porque su expresión cambió en cuanto me vio, y me dijo:

¿Qué te pasa, Betty?- me preguntó, rodeándome con el brazo. Es que vi a mi madre...- dije sollozando. -¡Acabo de ver a mi madre allí, en un cuarto! No puedo seguir.

Lo que te pasa es que estás agotada. Tómate un descanso.

Varias personas que se encontraban por allí cerca, empezaron a mirarme. Agarré una servilleta y me fui corriendo para que no me vieran llorar.

Me dirigí a un descansillo de la escalera del ala masculina, donde no había luz, y me senté en el rincón, sollozando.   Señor, recé, ¿qué me pasa?, ¿me estoy volviendo loca?, y casi al instante oí su respuesta que no me llegó con palabras audibles, sino en mis pensamientos: «Y si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres..., y no tengo amor, de nada me Sirve.» (Cor.l3:3)

Caí en la cuenta de que esas palabras iban sin duda alguna dirigidas a mí. Ese día, yo había preparado tortas, caminado kilómetros, llevado comida a muchas personas pero, ¿para qué? ¿A quién había estado sirviendo? ¿A quién había tratado con cariño? ¡Ni siquiera me había molestado en mirar a nadie! Los ancianos no significaban nada para mí, ni veía sus rostros..., hasta que vi en alguien que sufría, el rostro amado de mi madre. Entonces, los ancianos cobraron vida para mí.

Perdóname, Señor, dije en voz baja. Lo he hecho todo al revés. Tengo que volver a empezar. Respiré profundamente, me  enjugué las lágrimas y volví a la mesa de los pasteles. Gladys me miró desde donde estaba ocupada y me dijo: - Ya has hecho bastante por hoy, Betty. ¿Por qué no te vas a   casa a descansar? A partir de ahora nos las podemos arreglar con las que estamos.

- No me pidas que me vaya - le respondí. - En realidad, recién voy a empezar como debe ser. Cuando estaba a punto de irme cargando otra bandeja, de pronto me acordé:

- Gladys, ¿tienes otro regalo para señoras? Tengo que cambiar uno.

Ella me pasó una cajita que contenía un broche de piedras rojas, con forma de corazón.

- Gracias, es ideal -le dije tomándola, y alejándome de prisa hacia el patio.

Haz que encuentre a esa mujer, oré para mis adentros. Ni me había molestado en mirarle la cara. Había estado demasiado ocupada para prestarle alguna atención, y pasé de largo como hicieron el levita y el sacerdote en la historia del buen samaritano. Busqué entre todos los ancianos, de fila en fila. A todos se les veía contentos, cantando villancicos, mientras resonaba la música. Por primera vez en todo el día me empecé a sentir feliz.

Entonces vi el andrajoso vestido estampado. La señora estaba sentada contra la pared, sola, teniendo en su regazo los caramelos sin desenvolver y las perlas. Se veía muy triste y desdichada. Me acerqué  corriendo.

-¡La busqué por todas partes!-Tome, le traje un regalo diferente. Alzó la vista sorprendida, y luego, casi como quien pide perdón, tomó la caja y la abrió. Los ojos se le iluminaron como un árbol de Navidad y sonrió de oreja a oreja, encantada.

- ¡Muchas gracias, señorita! - exclamó - es muy bonito.

De nuevo se me hizo un nudo en la garganta, pero esta vez no me importó.

- Deje que se lo coloque – le dije. - Y déme esas perlas que ninguna falta nos hacen las
lágrimas en Navidad.

Cuando me fui, la dejé cantando en el patio con los demás y me dio la impresión de que se me quitaba un peso tremendo de encima.

Sólo me quedaba una cosa por hacer antes del fin de la fiesta: volver al cuarto A-14. De alguna forma, tenía que darle las   gracias a aquella paciente pero no sabía cómo. Cuando empujé la puerta, me encontré a la señora sentada en la cama comiéndose un pedazo de pastel, y cuando entré, sonrió. ¡Feliz Navidad, mamita! – le dije.

Qué bueno que haya vuelto - me contestó. - Quería darles las gracias a todas las señoras por venir y hacernos la fiesta. Me gustaría hacerle un regalo pero no tengo nada que le pueda dar. ¿Le puedo cantar una canción?

Ya no me podía contener más y asentí con la cabeza. Me senté en la cama mientras ella me interpretó, con voz chillona, tres estrofas de una canción de lo más triste y de lo menos navideña que he oído en la vida. Pero el resplandor de sus ojos pudo más que la letra y dejó bien claro el mensaje de la Navidad: ¡dichosa tierra!