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Las Horas de la Pasion de Nuestro Señor Jesucristo

LAS HORAS DE LA PASION DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO

Las 24 Horas de la Pasion  Sobre Las Horas de la Pasion

 

»  Introducción

»  Carta de S. Anibal a Luisa Piccarretta

»  Sobre las Horas de la Pasión

»  Del Valor y Provecho del Ejercicio de Estas Horas de la Pasión

»  Horario

 

»  Lo que ha Dicho Jesús Sobre Las Horas de la Pasión:

»  9 de noviembre de 1906

»  10 de Abril de 1913

»  6 de septiembre de 1913

»  Octubre de 1914

 

»  4 de Noviembre de 1914

»  6 de noviembre de 1914

»  23 de abril de 1916

»  13 de octubre de 1916

»  9 de diciembre de 1916

 

»  2 de febrero de 1917

»  16 de mayo de 1917

»  12 de julio de 1918

»  21 de octubre de 1921

 

»  Exhortación

»  Algunas Consideraciones Acerca del Modo de Hacer Estas Horas de la Pasión

 

»  Epílogo

»  Notas Finales

»  Una comparación

»  Las Horas de la Pasión Escritas por el Alma Solitaria

 

Las Horas de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo

» Notas Finales


Por esto leemos en las revelaciones de Santa Gertrudis, de Santa Matilde, de la Venerable Le Royer, del Beato Enrique Susson, y de muchos otros santos contemplativos, que Jesucristo mismo les ha revelado que Él acepta la piadosa contemplación de sus divinos padecimientos como si en el tiempo de su Pasión el alma que hoy lo compadece lo hubiera ayudado y socorrido, le hubiera dado alivio y descanso en sus mismos brazos y en su mismo corazón.

Y cuán grande sea el bien espiritual que obtiene un alma de la asidua y cotidiana meditación de los padecimientos de nuestro amorosísimo Bien Jesús, no hay lengua humana que lo pueda dignamente expresar.

Ante todo es imposible que el alma no se sienta inflamar de día en día de amor hacia el Divino Redentor Jesús. Aquí se realiza lo dicho por el Profeta:

“In meditatione meaexardescit ignis”(En la meditación el fuego se enciende).

¿Y cómo podrá quedar indiferente un alma considerando diariamente los excesos, o mejor los extremos de la Pasión de Nuestro Señor?.

¿Y cuáles son estos extremos? En primer lugar: quién es Aquel que se somete a padecer y a las humillaciones? ¡Es el Hijo eterno del Eterno Padre; Dios igual al Padre; Creador, con el Padre, del Cielo y de la Tierra, de los ángeles y de los hombres! Aquel que si mira indignado la Tierra, la Tierra tiembla y los montes eructan.

Aquel bajo cuyos pies se inclinan los más sublimes coros de los ángeles. Aquel de quien nadie puede hablar dignamente, y cuyas grandezas son tan infinitas que ni siquiera María

Santísima puede llegar a comprenderlas enteramente. Ese es Jesucristo, Hombre y Dios, el Santísimo, de belleza inenarrable; la dulzura, la Bondad y Caridad infinitas.

Y este Hombre Dios, digno de todas las adoraciones y de los homenajes de los ángeles y de los hombres es Aquel que por nuestro amor se hizo como un leproso, escarnecido y humillado, colmado de oprobios y pisoteado como un vil gusano de la tierra... En segundo lugar:

¿Cuáles son las penas que sufrió? Estas son de tres clases: Sufrimientos corporales, ignomias y sufrimientos interiores.

Cada una de estas tres categorías es un abismo inconmensurable...

Si contemplamos los padecimientos que sufrió Jesucristo Nuestro Señor en su cuerpo adorable, nos sentimos estremecer ante el Varón de Dolores, como lo llamó Isaías, y en el Cual no había parte sana, porque se hizo una sola llaga, desde las plantas de los pies hasta el extremo de la cabeza..., hasta el punto de quedar irreconocible:”

Et vidimus eum et non erat aspectus”. (Y lo vimos y no era de mirarse. Is.53, 2). Meditando en los padecimientos de la humanidad Santísima de Jesucristo, nuestro Sumo Bien, los Santos se deshacían en lágrimas, se desvanecían de amor y no cesaban de flagelarse y mortificarse de todas maneras a sí mismos.

Otra categoría de inauditos padecimientos son las ignominias sufridas por el Verbo Divino hecho Hombre.

Aquí el alma contemplativa se siente desmayar viendo la Santísima puede llegar a comprenderlas enteramente.

Ese es Jesucristo, Hombre y Dios, el Santísimo, de belleza inenarrable; la dulzura, la Bondad y Caridad infinitas. Y este Hombre Dios, digno de todas las adoraciones y de los homenajes de los ángeles y de los hombres es Aquel que por nuestro amor se hizo como un leproso, escarnecido y humillado, colmado de oprobios y pisoteado como un vil gusano de la tierra...

En segundo lugar: ¿Cuáles son las penas que sufrió? Estas son de tres clases: Sufrimientos corporales, ignomias y sufrimientos interiores. Cada una de estas tres categorías es un abismo inconmensurable...

Si contemplamos los padecimientos que sufrió Jesucristo Nuestro Señor en su cuerpo adorable, nos sentimos estremecer ante el Varón de Dolores, como lo llamó Isaías, y en el Cual no había parte sana, porque se hizo una sola llaga, desde las plantas de los pies hasta el extremo de la cabeza..., hasta el punto de quedar irreconocible:” Et vidimus eum et non erat aspectus”.

(Y lo vimos y no era de mirarse. Is.53, 2). Meditando en los padecimientos de la humanidad Santísima de Jesucristo, nuestro Sumo Bien, los Santos se deshacían en lágrimas, se desvanecían de amor y no cesaban de flagelarse y mortificarse de todas maneras a sí mismos.

Otra categoría de inauditos padecimientos son las ignominias sufridas por el Verbo Divino hecho Hombre. Aquí el alma contemplativa se siente desmayar viendo la Tercera:

La vista amarguísima de todas las ingratitudes humanas, y el terrorífico espectáculo mismo de todas las almas que se habrían condenado, y para las cuales su Pasión no habría servido sino para hacerlas más infelices eternamente...

¡Oh, qué dolor para el Corazón Santísimo de Jesús que ama infinitamente a cada alma! Por esto, Él habla con el Profeta diciendo:

”Doloris inferni circumdederunt me” (Los dolores del Infierno me circundaron. Sal. 17, 6). Como si dijera: Siento en Mí los acerbísimos dolores en los que serán atormentados eternamente los pecadores que se condenarán.

Cuarta: La vista de todas las aflicciones que habría sufrido su Santa Iglesia. La vista de todas las penas corporales y espirituales a las que habrían sido sometidos inevitablemente todos los elegidos, tanto en esta vida como en el Purgatorio, y mucho más la pena del detrimento de los elegidos en las virtudes y en la adquisición de los bienes eternos, habiendo Él dicho que la adquisición de todo el Universo no es de compararse a un simple detrimento del espíritu...”

¿Quid enim proderit homini, si lucretur mundum totum, et detrimentum animae suae faciat? (¿De qué sirve al hombre ganr todo el mundo y perder su alma?) Mc.8, 36).

Uno de los extremos de estas interminables categorías de padecimientos del alma y del cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo que ha de considerarse también es su duración, la cual no es desde el Jueves Santo en la tarde hasta el Viernes Santo, sino desde el primer instante de su Encarnación en el Seno Purísimo de María Virgen hasta el último respiro dado en la Cruz.

Son treinta y cuatro años de continua agonía y de continuo inefable sufrir del alma y del cuerpo, en lo que se realiza de un modo misterioso la palabra del Profeta: “Abyssus abyssum invocat, in voce cataractarum tuarum”.

(Un abismo llama a otro abismo, al fragor de tus cataratas. Salmo 41, 8). El alma Santísima de Jesucristo bajo el ímpetu y la caída continua de las cataratas anegadoras de sus penas espirituales y de las agonías de su Corazón Divino pasaba de abismo en abismo, porque un abismo de penas llamaba a otro, y a otro...hasta lo infinito.

¡Ah, Él debía pagar en Sí mismo toda la deuda de culpa y de pena eterna de sus elegidos y sentir todas sus penas temporales!.

De aquí venía que Nuestro Señor amorosísimo moría a todo momento, en cuanto que el colmo de sus penas era tal que como puro Hombre Él habría muerto a cada instante, pero que, como Dios, sostenía con un milagro continuo su vida mortal para prolongar hasta el fin sus padecimientos y coronarlos con todos los dolores y los ultrajes de su Pasión y de su muerte de Cruz.

¡Cuán cierto es entonces que estamos obligados ante Nuestro Sumo Bien Jesús no por una muerte sola, sino por miles y cientos de miles de muertes por amor nuestro! Y sin embargo, Jesucristo Nuestro Señor, tratando con sus criaturas durante los treinta y tres años y tres meses de su vida terrena, aparecía calmado, dulce, sereno, tranquilo, manso, conservador...y hasta sonriente.

Él mantuvo perfectísimamente y comunicó este estado de paz y serena quietud en medio de abismos absolutamente inescrutables de penas interiores, diciendo por boca del Profeta, con una expresión que sólo el Espíritu Santo podía dictar: “Ecce in pace amaritudo mea amarissima”.

(He aquí en la paz mi amargura amarguísima. Is.38, 17).

Otro extremo, o mejor, exceso, que se debe meditar en la Pasión adorable de Jesucristo Nuestro Señor es que para salvar las almas nuestras, para redimir el mundo todo, no era en realidad necesario que Él sufriera las penas inefables del Alma y del Cuerpo a que se quiso sujetar, no todas las ignominias a que se quiso someter.

Héchose Hombre en el Seno Inmaculado de su Santísima Madre, le bastaba elevar una sola oración a su Padre, hacer un solo acto de adoración a la Divinidad, derramar una sola gota de su Sangre Preciosísima, cuanta se puede derramar por una pequeña herida hecha con la punta de un alfiler, y con esto habría podido redimir no un mundo solo, sino millones y millones de mundos, pues cada acción, aún la más pequeña, del adorable Señor Nuestro Jesucristo era de valor infinito.

¿Pero por qué, entonces, quiso ser más que inundado, sumergido en tantos cruelísimos, acerbísimos y dolorosísimos tormentos, penas, ignominias y agonías...que lo hicieron decir con el Profeta: “Veni in altitudinem maris et tempestas demersit me”?

(Me he adentrado en altamar y la tempestad me ha anegado. Sal.68, 3). ¡Oh misterio de amor infinito del Corazón de Jesús! Lo que bastaba para redimir millones de mundos era nada para el amor suyo por nosotros.

Él quiso mostrarnos cuánto nos ama, hasta dónde se extiende su amor por nosotros, y quiso prepararnos una Redención copiosa de demostraciones, de expiaciones, de ejemplos admirables y de inobjetables argumentos y pruebas de su ternísimo y obligantísimo amor.

¡Ah, que bien dijo el Apóstol Pablo: “Si quis non amat Jesum Chirstum anathema sit” (Quien no ama a Jesucristo sea maldito). ¿Y qué corazón es el nuestro si somos insensibles a una amo que para convencernos y atraernos se quiso manifestar a nosotros con las pruebas de penas tan inauditas como continuas?

Ah, una de las causas de nuestra dureza e insensibilidad es precisamente el imperdonable descuido en meditar y considerar cotidianamente la Pasión adorable de Nuestro Sumo Bien.

Jesús no se cansó de sufrir y agonizar treinta y cuatro años, en su alma y en su cuerpo, por nosotros.

¿Y nosotros nos cansamos en dirigir, por lo menos media hora al día, la mirada del alma a meditar penas tan inefables y por amor a nosotros sufridas por el Hijo de Dios hecho Hombre, por el Santo de los Santos, por el Impecable, que por nosotros se hizo pecado, esto es, víctima de todos los pecados, como lo proclamó el enamorado Bautista? Por todo lo cual sabiamente San Buenaventura escribe:

“Non debet nos taedere meditari quod Christum ipsum non taesuit tolerari.”(No debemos nosotros cansarnos en meditar en lo que Jesucristo no se cansó en soportar en Él mismo).

Pero otro extremo de tan infinito amor debemos considerar en la dolorosa e ignominiosa Pasión de NuestroSeñor Jesucristo.

Un extremo que es como el golpe decisivo para destrozar la frialdad y dureza de nuestro corazón y encadenarlo todo al amor del Eterno Divino Amante de las almas, extremo que si no sirve para conmovernos, servirá para hacernos reos de la más culpable crueldad, y para precipitarnos por el camino de la perdición.

Este extremo, sí, es considerar que todo lo que Jesucristo Nuestro Señor sufrió por amor y salvación de todas las generaciones humanas, es decir, por un número interminable de almas, lo sufrió igualmente por cada alma en particular.

Es decir, que si en el mundo no hubiera existido sino una sola alma, por aquella alma sola Nuestro Señor Jesucristo habría hecho y sufrido cuanto hizo y sufrió por la redención de todo el género humano.

O sea, oh lector o lectora míos, que si en el mundo no hubiera existido sino sólo tu alma que salvar, por ti sola el Hijo de Dios habría bajado del Cielo a la tierra, se habría encarnado tomando un cuerpo pasible, habría sufrido treinta y cuatro años, sin un solo instante de tregua, en el alma y en el cuerpo; se habría entregado por ti sola en manos de los mismos sufrimientos, de los mismos ultrajes, de las agonías, de los flagelos, de las espinas, de la misma Cruz y de la misma muerte...

¡Sí, así es! Pues es verdad que Nuestro Señor Jesucristo ama tanto a un alma cuanto ama a todas las almas presentes, pasadas y futuras, juntamente tomadas.

¿Quién podrá permanecer indiferente ante esta Caridad Infinita?

El alma que contempla la dolorosa e ignominiosa Pasión del Redentor Divino, debe contemplarla con esta consideración; debe decir:

Por mí, Jesús sufrió treinta y cuatro años; por mí sudó Sangre en el Huerto, por mí se hizo capturar, por mí se hizo conducir a los injustos tribunales, por mí soportó ignominias, golpes, escupitinas, empellones; por mí se hizo flagelar, coronar de espinas, condenar a muerte; por mí subió al Calvario, se hizo crucificar, agonizó tres horas, sufrió la sed, la hiel, el vinagre, el abandono; por mí por amor a mí, murió sumergido en un abismo de sufrimientos...

¡Qué ingratitud...Olvidarse de Jesús sufriente; esto es, de cuanto sufrió por amor a nosotros, que no somos más que vilísimos gusanos!

¿Qué, acaso Él tenía necesidad de nosotros? ¡Ah, Él, que sin criatura alguna habría sido, por virtud de su misma Divinidad, eterna e infinitamente feliz, como lo es!

 

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