Tuesday April 16,2024
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La Apologética Hoy
  



I- La Apologética

Necesidad de una apologética

La apologética, una tarea ingrata

¿Apologética después del Vaticano II?

La apologética no está
de moda


II- El Papa Francisco

Catequesis sobre la comunión de los santos

Fe es preparación para la belleza del Cielo

En el Juicio Final seremos juzgados por Dios en la caridad

Es una dicotomía absurda querer vivir con Jesús sin la Iglesia

"Nuestra fe tiene como centro a Jesucristo"

Cruzar el umbral de la Fe


III- Verdades de la Fe Católica

Tema 1»
La religión en el hombre

Tema 2»
Vida de Jesús

Tema 3»
Las dos naturalezas de Jesús

Tema 4»
La virginidad de María a la luz
de la verdad bíblica

Tema 5»
El santo sudario:
retrato de la pasión de Cristo

Tema 6»
La Eucaristía:
presencia real de Cristo

Tema 7»
Las raíces bíblicas del Cristianismo y Fundamento bíblico e histórico
de la Iglesia Católica

Tema 8»
El credo Bíblico

Tema 9»
El Apóstol Pedro

Tema 10»
Pedro y Pablo en Roma

Tema 11»
Ídolos e imágenes Sagradas

Tema 12»
La Virgen María en la Biblia

Tema 13»
Las apariciones de la
Virgen María

Tema 14»
Los ángeles: Mensajeros de Dios

Tema 15»
El diablo y los demonios

Tema 16»
Los Santos y las reliquias
en las sagradas escrituras

Tema 17»
Las reliquias de Cristo


IV- El demonio de la acedía

La civilización depresiva

¿Qué es la acedia?

La acedia en las escrituras

El pecado original

El demonio del mediodía

La acedia Eclesial

La acedia contra
el matrimonio y la familia

La acedia en la sociedad

¿Por qué le llamamos “demonio” a la acedia?

10» La acedia y el martirio

11» Causas y remedios al mal
de la Acedia

12» Lucha y victoria sobre
la acedia

13» La civilización del amor


V- Diversos Temas

¿Qué es el Adviento?

La Navidad, su verdadero significado

¿Es malo el proselitismo?

Las grandes herejías

El paraíso prometido es la paz de conciencia

¿Cómo y cuándo empieza a vivirse el Triduo Pascual?

Quien reza se salva

¿PARA QUÉ ORO?
¡Dios nunca me hace caso
cuando rezo!

¿De verdad creemos
sin vacilar que Dios nos dará lo que pedimos?

10» Si Dios siempre escucha, ¿por qué tarda tanto en responder?

11» Yo pedí sólo cosas buenas,
y definitivamente Dios no me
las concedió

12» Si Dios ya sabe lo que necesitamos, ¿por qué
se lo tenemos que decir?

13» Orar no es lo mismo que repetir frases mecánicamente

14» Calculando la Navidad: la auténtica historia del 25 de diciembre

15» ¿Reevangelización?
Ni complejas doctrinas ni reformas sólo el escandaloso anuncio de Cristo

16» Cambiar o Morir.
La Iglesia ante el futuro

17» Del Triunfalismo al Complejo de Culpa y Derrotismo

18» El pensamiento de Joseph Card. Ratzinger acerca de las sectas

19» David contra Goliath

20» Homilía en la misa de clausura del Congreso Nacional de Doctrina Social de la Iglesia




IV- El demonio de la acedia:
9. ¿Por qué le llamamos "demonio" a la acedia?

Autor: P. Horacio Bojorge 

La Acedia es una tristeza por el bien, por los bienes últimos, es tristeza por el bien de Dios. Es una incapacidad de alegrarse con Dios y en Dios. Nuestra cultura está impregnada de Acedia.


Ha llegado el momento de explicar por qué a esta serie no la hemos llamado: “El pecado de acedia” o: “El hecho psicológico de la acedia”; sino que le hemos llamado “El demonio de la acedia”.

Porque su verdadera naturaleza es demoníaca. Aunque se manifieste como un pecado del orden moral o religioso. O como un estado de ánimo, de orden más bien psicológico.

Quisiera hoy ilustrar este aspecto demoníaco de la acedia (para mostrar que no es un invento nuestro, sino que ésa es la doctrina cristiana, de Nuestro Señor Jesucristo) a la luz de un pasaje evangélico tomado del Evangelio según San Marcos capítulo primero [1, 21-28]. 

Les aconsejo que tengan a la vista este texto.

Antes de dar lectura a este pasaje voy a ubicarlo primero en el contexto de lo que sucede: 

Ha llegado Nuestro Señor Jesucristo, cumpliendo las Escrituras. Se ha manifestado en el bautismo el Espíritu Santo sobre él, en esa escena trinitaria en que aparece Jesús como el Hijo y el Padre da testimonio de él: «Este es mi Hijo muy amado, en quien me complazco». 

Desciende el Espíritu sobre él. Es bautizado. Y después Nuestro Señor Jesucristo es echado al desierto. Como empujado al desierto por el Espíritu Santo: como el chivo emisario cargado con los pecados del pueblo. Así como antes ha bajado al fondo del Jordán, como el hombre cargado con los pecados de la humanidad. Hasta ahora se ha contemplado la obra del Espíritu Santo en Él.

Y nos dice el evangelista que después de que Juan Bautista fue preso comenzó el ministerio de Nuestro Señor Jesucristo. Y empieza en la orilla del lago de Genesaret llamando a los primeros discípulos. A los cuales los llama y le siguen inmediatamente. El efecto del Espíritu Santo que está actuando en Jesús hace que los apóstoles llamados lo sigan. El Espíritu Santo se muestra –por lo tanto– como un espíritu de purificación; que permite que los hombres se acerquen a Dios cuando Dios pasa y los llama.

Pero inmediatamente después va a venir la revelación de un espíritu antagónico, que fue el que estuvo tentándolo en el desierto. 

Y ése es el espíritu al que se llama espíritu impuro. ¿Impuro por qué? Porque el Espíritu Santo es puro porque acerca a Dios; hace puro para acercarse a Dios. Nos hace puros como Dios y dignos de acercarnos. 

Mientras que el espíritu impuro separa a los hombres de Dios. No permite que se acerquen y no permite tampoco que reconozcan la autoridad de aquel Dios que - hecho hombre - aparece entre los hombres.

Y esta escena es en la sinagoga de Cafarnaúm. Las vocaciones de los primeros discípulos –de los pescadores– ha sido un viernes por la mañana mientras todavía ellos estaban trabajando. Como sabemos el viernes por la tarde comienza el sábado. Y al llegar la tarde de ese mismo viernes en que ha llamado a los discípulos, Él con Pedro, Juan, Santiago y Andrés, llegan y entran a la sinagoga de Cafarnaúm. 

Y allí es donde se va a manifestar por primera vez este espíritu impuro que actúa oponiéndose a que los hombres reciban el mensaje de Nuestro Señor Jesucristo. Es un espíritu que se presenta aparentemente como de indiferencia, pero que se revela como un espíritu de miedo. Y después se manifiesta como un espíritu que conociendo a Dios, no lo ama, un espíritu de desamor, de oposición a Dios.

Es importante por lo tanto que nos detengamos a leer en el texto evangélico este retrato revelado del espíritu impuro.

Corren muchas imágenes acerca del demonio. Por eso, cuando hablamos del demonio, –a veces– hay personas que se asustan o dicen: “bueno, pero están hablando siempre del mal, esta no es la visión, Dios es un Dios de amor, no tenemos que hablar de esos temas negativos, del infierno de la condenación”. 

Como me decía un joven “con eso, ustedes los sacerdotes, apartan a la gente del mensaje divino”. Y no es así. Si no reconocemos el mal tampoco reconocemos el bien. Y Nuestro Señor Jesucristo nos ha revelado el bien pero al mismo tiempo –contemporáneamente– nos ha dejado de manifiesto que las tinieblas no reciben a la luz. Él es la luz, pero las tinieblas no lo reciben. Las tinieblas demoníacas; las tinieblas en el corazón de los hombres. 

Si no sabemos esto no sabemos tratar con el rechazo al Evangelio. 

Esto es muy importante para la evangelización a la que se nos envía. Si no conocemos los nombres de los demonios entonces no podemos exorcizarlos. 

Y Jesús nos envía a predicar con poder de expulsar demonios. Es un poder que Él le da a la Iglesia.

El principal de estos espíritus impuros es el espíritu de acedia. El espíritu que –en el relato que vamos a leer– se nos manifiesta oponiéndose a Jesús; aparentando una cierta extrañeza por este nuevo modo de enseñar que el Señor trae, que es distinto al de los maestros de Israel.

Leemos en el Evangelio según San Marcos, capitulo primero, versículo veintiuno y siguientes:

Entran en Cafarnaúm. Y enseguida que fue sábado –es decir en la tarde del viernes, con la primera estrella de la tarde del viernes– Jesús enseñaba en la Sinagoga.

Y ellos se extrañaban de su enseñanza porque les estaba enseñando como quien tiene autoridad (Mc. 1, 21-22) –autoridad propia, porque aquello que tiene para enseñar no lo puede enseñar nadie más. Sólo él. Nos enseña a ser hijos porque Él es el Hijo–.

Había en su sinagoga un hombre en espíritu impuro (Mc. 1, 23) -- muchas traducciones traducen mal, diciendo: “un hombre poseído por espíritu impuro”. Quizá usted está leyendo una traducción donde se habla de posesión. No hay tal posesión en el texto griego. Se dice simplemente que el hombre “está en” espíritu impuro. Como quien está en una atmósfera espiritual. Como quien está en un ámbito, bajo el dominio de un espíritu opuesto al Espíritu Santo. Que le impide abrirse al mensaje de Jesús. 

Es un hombre en la sinagoga. Pero de alguna manera representa el sentir de la sinagoga y el sentido de esa extrañeza de la sinagoga. Que no es una maravilla positiva que abra los corazones para recibir el mensaje del Señor. Sino que –ese espíritu de acedia– cierra los corazones para recibir el mensaje en forma de extrañeza. Esa extrañeza, ese juzgar el mensaje de Jesús de acuerdo a las pautas culturales a la que uno pertenece, eso también puede ser un obstáculo para recibir el Espíritu de Dios y eso es acedia.

Muchas veces las persuasiones que uno hereda de una cultura adversa al Evangelio –ajena al Evangelio– le impiden abrirse a las pautas del Evangelio. Se lo considera fuera de moda. Se lo considera cosa de otro tiempo. Se considera que eso es contrario a las convicciones culturales reinantes en las que uno fue criado. Y eso impide –entonces– recibir el mensaje del Señor y abrirse a la figura de Jesús, y al vínculo y a la comunión con él. Y así también al vínculo y la comunión con el Padre y el Espíritu Santo.

Y este hombre que está en la sinagoga, que está en espíritu impuro, se puso a gritar. ¿Y qué es lo que grita? Atendamos bien a estos tres gritos del espíritu en el hombre – porque no es el hombre el que grita sino el espíritu en él– porque son como un identikit espiritual que nos describe lo que es espiritualmente este espíritu impuro. 

¿Qué es el demonio? El demonio no es un ser visible; una especie de macho cabrío con cuernos o con patas de chivo; o un ser horrendo que se puede encontrar en la habitación, o que tenemos que buscar bajo la cama o en el ropero. ¡No! Es un pensamiento. Son convicciones en este hombre. Este hombre está en espíritu impuro porque está dominado por unas convicciones que hablan a través de él.

Y ¿cuál es la primera convicción? La primera es de indiferencia. La segunda es de miedo. Y la tercera es de conocimiento sin amor. Escuchémoslo:

¿Qué tenemos nosotros que ver contigo, Jesús de Nazareno? (Mc. 1, 25) ¿Qué tenemos que ver contigo? ¿Qué tienes tú que ver con nosotros? No hay nada entre nosotros. 

Es la frase de la indiferencia. Lo que a veces nosotros nos decimos entre personas ¿qué tengo que ver contigo?, ¿qué tienes que ver tú conmigo?, ¿por qué te metes conmigo?, ¡no tenemos nada que ver!, no hay nada entre nosotros, no hay vínculo, no hay comunión. 

Eso es lo propio del espíritu impuro, negar la comunión o no poner comunión Mientras que el Espíritu Santo produce la comunión con Nuestro Señor Jesucristo. Si tenemos comunión con Él, comunión de amor, si nos sentimos vinculados a Él, eso es en nosotros la obra del Espíritu Santo.

Y ¿por qué tantos otros no se acercan al Señor? ¡Pues porque están en espíritu impuro!

A veces hay creyentes que se afligen porque sus familiares no participan –no comparten– su misma fe, su mismo amor a Jesús. Padres que se afligen por la indiferencia de sus hijos o parientes. ¿A qué se debe eso? El diagnóstico es que los otros están con un impedimento interior; con este espíritu impuro. 

No es que estén poseídos por el demonio. No. Simplemente hay en ellos estas convicciones, estas tentaciones, que les impiden abrir su corazón al mensaje del Evangelio, al mensaje de Nuestro Señor Jesucristo, y vincularse con Él por el amor.

Pero esta indiferencia –sin embargo– es aparente. ¿Por qué? Porque es una indiferencia que se grita. Nadie que es realmente indiferente grita. La indiferencia es como sentimentalmente neutra. “Me es indiferente, ni me detengo, ni lo miro”. ¿Por qué este grito? Este grito nos revela que –debajo de la indiferencia aparente de tantos en el orden religioso– se esconde, en realidad, miedo a Dios. Que se esconde en realidad una acusación a Dios: de que Dios es malo. Y es lo que se revela en la segunda frase que grita este hombre en espíritu impuro porque dice:

¿Has venido a destruirnos? (Mc. 1, 25) Has venido a destruirnos: tú eres malo. Tú nos destruyes. Eres un mal para nosotros. Este segundo grito nos revela lo que hay debajo de esa aparente indiferencia. Aparentemente estamos en una cultura indiferente –queridos hermanos–, pero esa cultura que aparece indiferente, en el fondo no lo es. 

Y por eso se opone tantas veces - cuando se le propone el Evangelio de manera explícita y un poco frontal -, de manera clara. Y sobre todo cuando se lo propone de manera que contradice sus convicciones habituales. Aquéllas en las cuales él se establece y juzga todas las cosas desde ellas. Sin dejar que Dios las juzgue desde sí mismo. No se abren a Dios. Y consideran por lo tanto que la irrupción de Dios en sus vidas, en su inteligencia y en su corazón, puede destruir esas convicciones habituales. Y por eso le temen, «has venido a destruirnos». 

Es el espíritu que teme que la venida de Nuestro Señor Jesucristo destruya el pueblo de Israel y la sinagoga. Cuando no es así. No tienen nada que temer. Y si se abriese a Nuestro Señor Jesucristo sería confirmado en su verdad más profunda. Sería llevado –precisamente– a la comunión con el Padre, con el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, que se revela en Jesucristo como el Padre, y que nos da, con su Hijo, al Espíritu Santo.

Y por fin llega un tercer grito: ¡Ya sabemos quién eres! 

Algunas veces se traduce en singular «ya sé quién eres». Pero muchos textos, los textos griegos más acreditados y más lógicos, formulan los tres gritos en forma plural.

¿Qué tenemos nosotros que ver contigo Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? Sabemos quién eres. (Mc 1, 25)

Y ahora nos sorprendemos. Porque este es un hombre que está hablando sin embargo en plural, no dice: “¿Qué tienes que ver conmigo? ¿Has venido a destruirme? Ya sé quién eres”. Sino que habla las tres veces en plural.

¿Qué tienes que ver nosotros? ¿Has venido a destruirnos? Sabemos quién eres.

Este “sabemos quién eres” es una expresión que implica el conocimiento pero que niega el amor. Sabemos quién eres pero no te amamos. Sabemos quién eres pero te tememos. Sabemos quién eres pero te acusamos de ser malo para nosotros. Y por lo tanto, no tenemos nada que ver contigo. Ni tú tienes nada que ver con nosotros, ni queremos tener nada que ver.

Noten ustedes cómo aquí está el retrato demoníaco. 

¿El espíritu impuro qué es? Es un espíritu que aparece como indiferencia. Que se manifiesta como odio a Dios. Y con un conocimiento que no se mueve al amor sino al odio, un temor y una acusación a Dios.

Recordemos los pecados contra el amor de Dios de los que nos habla el Catecismo de la Iglesia Católica: el primero de ellos es la indiferencia, el segundo es la ingratitud, el tercero la tibieza, el cuarto la acedia que es esto que estamos describiendo. 

Estamos describiendo un demonio. Por eso la acedia es un demonio. 

Es este el motivo por el cual esta serie se llama “El demonio de la acedia”. Porque acá tenemos su retrato espiritual. Su identikit espiritual. 

En estos tres gritos de una aparente indiferencia, que se traiciona por la alteración del ánimo –por que grita-, ¿por qué? Porque esconde un temor a Dios, un miedo a Dios y porque esconde esa acusación a Dios como malo.

Jesús, el Hijo, el enviado de Dios, es visto aquí como un mal. Un mal para ese hombre, pero también un mal para su pueblo.

Y hay una revelación siguiente. Cuando Nuestro Señor Jesucristo exorciza a este demonio, dice: ¡Cállate y sal de él! (Mc. 1, 26).

Y quiero detenerme con ustedes a leer y comprender lo que esto significa. Fíjense que el hombre ha venido hablando de “nosotros” –en plural– y Jesús lo increpa en singular. No admite que ese demonio tenga una representación colectiva y que pueda hablar en plural: “¿Qué tenemos que ver contigo? ¿Has venido a destruirnos? Sabemos quién eres”.

Sino que Jesús lo impreca y le dice “¡Cállate y sal de él!”. No enfrenta al hombre. Vemos que Jesús nos enseña aquí a distinguir entre el hombre y el espíritu que está en el hombre. Este hombre estaba en espíritu impuro, pero el espíritu impuro estaba también en este hombre.

Nosotros tenemos que reconocer y aprender a conocer lo que nos enseña aquí Nuestro Señor Jesucristo: que cuando vamos a predicar, que cuando presentamos el Evangelio y nos encontramos con el rechazo, tenemos que distinguir entre la persona y el espíritu que habla a través de la persona. 

Ésta es una enseñanza importantísima para la evangelización. Porque si somos enviados a evangelizar, nos encontraremos el rechazo de las personas. 

A mí me ha pasado en mi vida de sacerdote, que dando clase de catecismo o religión en un instituto de segunda enseñanza –ya en los últimos años preuniversitarios– me encontré estos mismos gritos en una sala de clases. 

Esta misma exasperación en un chico que decía “¡qué tiene que ver este Evangelio que nos enseña usted, esto no nos interesa, estas cosas no nos interesan!”.

Incluso el director del instituto me había dicho “Padre, háblele a los chicos de las cosas que les interesan”. Yo dije: “yo vengo a hablar de Nuestro Señor Jesucristo, vengo a hablar de la Iglesia”. 

“No. Hábleles de las relaciones prematrimoniales o de la amistad o de la injusticia en el mundo, de cosas que les interesen”. 

Yo insistía en que debía presentar a Nuestro Señor Jesucristo que es a lo que había ido a ese colegio. Y por supuesto que me encontré también con las mismas voces en un chico. Me parecía reconocer ese episodio [del evangelio]. Este episodio [de la clase] me ayudó a comprender el sentido y la verdad de esta enseñanza evangélica. Escuché allí las mismas voces de aquel espíritu impuro que hablaba a través de ese hombre en la sinagoga.

¿Qué tiene que ver la fe con la vida? ¡Esto no nos interesa! 

Y después, hablando con ese chico, me confesó que él estaba enojado con Dios porque él le había pedido la sanación de su papá que estaba con cáncer, y Él no lo había atendido. De modo que a Dios, él, lo consideraba malo y destructor: “has venido a destruirnos, eres malo”.
Y además me dijo que ya las hermanas le habían hablado mucho de todas estas cosas de la catequesis, que él sabía todas esas cosas. Y entonces yo reconocí esa voz del “sabemos quién eres”. Sabemos quién eres pero no te amamos.

Este trozo evangélico, en unión con ese episodio de mi vida sacerdotal, me ayudó a comprender algo que es muy iluminador para nuestra situación en la existencia: que hay como una dominación de este espíritu de acedia, que domina en esta cultura en que nos encontramos. Esta cultura está en espíritu impuro. Por eso aparece como una cultura indiferente. Por eso aparece como una cultura que tiene acusaciones contra Dios. Que no quiere que Dios intervenga en la vida política, ni que se configure la vida humana de acuerdo a la fe de los creyentes. 

Y por último que maneja incluso a la teología. Pero sin fe, sin amor. Y hay por lo tanto un conocimiento de Dios sin amor. 

Entre los libros que escribí hay uno que se titula “Teologías deicidas”. Y es ciertamente doloroso el hecho de que muchas teologías, muchos discursos acerca de Dios, en vez de llevarnos a la comunión con Dios, no nos llevan a la comunión, sino que, de alguna manera, hasta nos apartan de ella. Y nos llevan a un discurso que –hablando de Dios– nos aparta de Él. No nos lleva a la comunión.

Eso lo observaba ya el autor judío Martin Buber en uno de sus escritos, diciendo que “el pensamiento acerca de Dios, del tiempo de la Ilustración, es un pensamiento que, hablando de Dios, aparta de Él”.

Y que por lo tanto, hay que volver a un discurso más unido a la Sagrada Escritura. 

Y lo mismo ha encontrado o percibido el actual papa, Benedicto XVI, en su libro Jesús de Nazaret. En su prólogo él ha dicho que el discurso acerca de Nuestro Señor Jesucristo, - lo que se escribe y lo que se dice sobre Nuestro Señor Jesucristo en los últimos 40 o 50 años -, no es un discurso que lleve a la comunión con Jesucristo, sino que es un discurso que aparta de él. Aparta, por lo menos, de la comunión. Que hace de Jesucristo un objeto acerca del cual se habla pero sin llevarnos verdaderamente a la comunión con él. Y que fue eso, precisamente, lo que lo motivó –a Benedicto XVI– a hablar sobre Jesús de Nazaret en estas obras que nos está brindando. Lo motivaba el lograr una presentación de Jesucristo que nos lleve a esa comunión.

Para terminar este capítulo sobre el demonio de la acedia quiero señalar las enseñanzas importantes que nos dejan para conducirnos nosotros, en nuestra vida evangelizadora, y para reconocer el fenómeno de la acedia en nuestro alrededor. Y no sucumbir a él, porque si no, nos puede agarrar. 

Y es distinguir entre las personas y el espíritu en que están.

Y es pedirle a Nuestro Señor Jesucristo –cuando lo encontramos a ese espíritu– que él ordene a ese espíritu y le diga « ¡Sal de él!». 

Que, con su autoridad, exorcice ese espíritu impuro de la acedia: de las almas, de nuestra cultura, de nuestra familia, de nuestra sociedad. 

Porque estamos en una civilización dominada por el príncipe de este mundo, por el príncipe de la acedia.

Y por eso hay una total resistencia en tantos –incluso en gobernantes y gente que tiene el poder para hacer el bien o hacer el mal– esa resistencia para recibir el mensaje de Jesús.

Por lo tanto, uno de los remedios principales contra este demonio de la acedia es el exorcismo. Nosotros tenemos que rezar frecuentemente la oración de San Miguel Arcángel, que antes se rezaba siempre después de cada Misa. Y que ahora esta volviéndose a orar porque se reconoce que el poder de Nuestro Señor Jesucristo es el único que puede vencer a este obstáculo demoníaco de la acedia para que Él reine en nuestros corazones. 

   


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