Friday March 29,2024
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Aspectos Más Atacados
de la Fe Católica



01. Conversando con mis
amigos evangélicos:
sobre el Desarrollo
de la Doctrina Cristiana.

02. Conversando con mis
amigos evangélicos:
sobre la Tradición.

03. Conversando con mis
amigos evangélicos:
sobre el Canon Biblico, Parte 1.

04. Conversando con mis
amigos evangélicos:
sobre el Canon Bíblico, Parte 2.

05. Conversando con mis
amigos evangélicos:
sobre la Oración por los Difuntos.

06. Conversando con mis
amigos evangélicos:
sobre el Purgatorio.

07. Conversando con mis
amigos evangélicos:
sobre el Pecado.

08. Conversando con mis
amigos evangélicos:
sobre el Tema de la Salvación.

09. Conversando con mis
amigos evangélicos:
sobre las Imágenes Sagradas.

10. Conversando con mis
amigos evangélicos:
sobre el Tema de los Santos.

11. Creo en Dios Padre.

12. El Cristianismo antes de Nicea: persecuciones y herejía.

13. Una amiga atace mi fe,
¿me podría ayudar a defenderla?.

14. El Purgatorio, la Iglesia Primitiva y los Padres
de la Iglesia.

15. La Tradición en la Iglesia.

16. La experiencia del Mal
y la Idea de Dios.

 

 

 

12. El cristianismo antes de Nicea:
Persecuciones y Herejía

Autor: Christian | Fuente: apologia21.com 

Hay quienes aseguran que Constantino contaminó el cristianismo, afirmar esto es desconocer las virtudes de los cristianos de aquellos tiempos, todos fieles a una doctrina: la católica.

Primeros Martines en RomaQuienes dicen que la Iglesia Católica fue paganizada por Constantino argumentan que en ese concilio los obispos cristianos aceptaron los cambios doctrinales propuestos por Constantino hasta el punto de que el resultado fue una religión pagana con solo ropajes externos cristianos.

Antes de ver qué pasó realmente en Nicea tenemos que comprender cómo era la Iglesia que asistió a ese concilio, solo así podremos entender sus reacciones y diferenciar lo probable de lo difícil y de lo imposible.

Esta Iglesia que acude a Nicea era la Iglesia de las catacumbas, la que tan solo 12 años antes estaba tiñendo de sangre la arena de los circos.

Muchos de los propios obispos asistentes (los llamados confesores) mostraban en su cuerpo las marcas de la tortura, pero ahora acudían a un concilio con libertad.

Es probable que el emperador quisiera aprovechar el concilio para ejercer su influencia pero ¿se dejó la Iglesia cristiana influir? ¿es creíble que aceptasen cambios doctrinales en su fe? Para los obispos y para el pueblo cristiano en general el Concilio de Nicea fue un éxito, de haberse producido cambios doctrinales estos cambios habrían sido aceptados no solo por los obispos asistentes sino por todos los no asistentes y por la comunidad de fieles entera.

Habrá que ver si eso fue posible, pero veamos primero cómo se habían forjado estos cristianos de principios del siglo IV.

LAS PERSECUCIONES

Desde el principio de la Iglesia hasta el edicto de Milán firmado por Constantino en el 313, los cristianos vivieron en un continuo ambiente de persecución. Las persecuciones se alternaban con épocas de paz, pero sabían que en cualquier momento podían volver los ataques, así que la Iglesia se desarrolló principalmente en la clandestinidad y conviviendo siempre con el peligro o la amenaza.

Al principio fueron perseguidos por los judíos y luego serían las autoridades romanas las que irían contra ellos.

El primero en sufrir persecución fue el propio Jesús, que además anunció las futuras persecuciones. Los cristianos, pues, estaban ya psicológicamente preparados para lo que les esperaba y eso influyó en su reacción general: en lugar de derrumbarse y apostatar o huir, consideraron las dificultades como una bendición del cielo y el martirio como una puerta de acceso al Paraíso garantizada*.

[*Hoy en día, a causa de los mártires islamistas, se considera esta idea peligrosa, pero no está de más aclarar a quienes eso dicen que el cristianismo no premia con el cielo a quienes mueren matando infieles, sino a quienes prefieren dejarse matar en lugar de contraatacar o renegar de Jesús. El martirio cristiano es el pacifismo supremo.]
Veamos algunos de los textos en los que Jesús anuncia las persecuciones e indica cuál debe ser la reacción del cristiano ante ellas (incluidas las persecuciones de nuestra época y las que están por venir):

Bienaventurados vosotros cuando seáis insultados y perseguidos, y cuando se os calumnie en toda forma a causa de mí. Alegraos y regocijaos entonces, porque os espera una gran recompensa en el cielo; de la misma manera persiguieron a los profetas que os precedieron. (Mateo 5:11-12)

Pero, antes de todo esto, os echarán mano y os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y cárceles y llevándoos ante reyes y gobernadores por mi nombre; esto os sucederá para que deis testimonio. Proponed, pues, en vuestro corazón no preparar la defensa, porque yo os daré una elocuencia y una sabiduría a la que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros adversarios.

Seréis entregados por padres, hermanos, parientes y amigos, y matarán a algunos de vosotros, y seréis odiados de todos por causa de mi nombre. Pero no perecerá ni un cabello de vuestra cabeza. Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas. (Lucas 21:12-19)

Lo que yo os mando es que os améis los unos a los otros. Si el mundo os odia, sabed que antes me ha odiado a mí. Si fueseis del mundo, el mundo os amaría como cosa suya. Pero como no sois del mundo, sino que yo os elegí y os saqué de él, él mundo os odia. (Juan 15:17-19)

Además de estos anuncios, ya en plena época de persecuciones (finales del siglo primero) San Juan escribió el Apocalipsis. En este libro, mediante imágenes simbólicas, se describe la lucha entre las fuerzas del mal, que ostentan el poder, y la Iglesia de Dios.

El libro es una llamada a la perseverancia y a la esperanza en medio de la persecución: si los santos se mantienen firmes en su fe, su recompensa será eterna; aunque las fuerzas del mal parezcan estar venciendo, la victoria final será de Cristo y de su Iglesia, como así fue. Para los cristianos de esa época, el Apocalipsis les recordaba que, tal como había prometido Jesús, esas persecuciones serían para ellos ocasión de gloria y salvación.

[los reyes] lucharán contra el Cordero, pero el Cordero los vencerá, porque es Señor de los señores y Rey de los reyes. Con él triunfarán también los suyos, los que han sido llamados, los elegidos, los fieles. (Apocalipsis 17:14)

Pero eso no quiere decir que las cosas les resultasen fáciles o agradables. Desde la muerte de Jesús hasta Constantino, además de las persecuciones judías, tenemos 10 oleadas imperiales contra los cristianos, empezando por la crueldad de Nerón y terminando por la más sangrienta de todas, la de Diocleciano (del 303 al 312), que terminó solo unos años antes del Concilio de Nicea.

EL IMPERIO CONTRA CRISTO

La famosa tolerancia religiosa romana era solo una fachada. Roma toleraba todo tipo de cultos pero a condición de que sus fieles participaran también en el culto romano y, sobre todo, en el culto al emperador. Judíos y cristianos se negaban a ello y no reconocían a más dios que Dios.

Los judíos eran una religión tradicional tolerada por Roma y por tanto estaban exentos de esa obligación, pero cuando el cristianismo se separó del judaísmo, quedó despojado de la protección que antes tenían como secta judía, y pasaron de ser perseguidos por los judíos a una situación mucho peor, ser perseguidos por los romanos.

Eran mal comprendidos, frecuentemente calumniados, tachados de ateos y acusados de toda clase de inmoralidades surgidas a partir de malinterpretaciones de su doctrina: incesto (porque se consideraban hermanos), canibalismo (porque comían el cuerpo de Cristo y bebían su sangre), superstición, traición, etc.

El rechazo social les convertía en fácil presa de abusos y desprecios de todo tipo, y el muy legalista sistema romano pronto encontró maneras de poder atacar a los cristianos e incluso asesinarlos con la ley en la mano; en nombre de la Justicia Romana.

Jesús había insistido en que si se mantenían firmes en su fe hallarían la salvación, y eso es lo que la mayoría hizo, aunque lógicamente también hubo muchos que sin contar con el valor suficiente cedieron y sacrificaron a los ídolos o que huyeron fuera del imperio. En algunas épocas les hubiera bastado con renegar de Jesús y quemar incienso en un altar pagano; a veces era incluso suficiente con que echasen un puñado de incienso sobre el fuego del altar del emperador, solo eso y les dejaban marcharse libres.

Pero la mayoría de los cristianos consideraba que eso era pedirles mucho más de lo que podían hacer. Eran amenazados, apaleados, torturados y asesinados por millares, a menudo en circunstancias atroces.

Nerón los ató a estacas untándolos de sebo y los prendía como antorchas humanas parailuminar sus depravadas fiestas; para disgusto de sus invitados, que se quejaban del desagradable olor a cuerpo quemado. Algunos eran utilizados como actores en el teatro para que las escenas de muertes resultasen más auténticas, con sangre real. Cientos de ellos, incluidos sus hijos, eran arrojados a las fieras del circo para diversión de la gente. Muchos salvaron la vida pero perdieron todas sus posesiones o recibieron mutilaciones y torturas. Siempre vivían con el miedo a la delación y a un futuro incierto, a menudo reuniéndose en secreto, llenándose mutuamente de valor para cuando llegara el nuevo golpe.

Fueron también utilizados como chivos expiatorios y culpados de todos los males de la sociedad, desde Nerón, que les acusó del incendio de Roma, hasta los terremotos del siglo II, que los paganos achacaron al enfado de los dioses porque los cristianos los habían abandonado y la gente se echó a las calles gritando “¡los cristianos a los leones!”. Ese grito lo podemos ver también hoy en día en más de una pintada o página web, pero por entonces no era un insulto, era una amenaza real.

Finalmente, su integridad, su amor, su pacifismo y su increíble valor ante la muerte calaron en las gentes y buena parte del pueblo empezó a verlos con admiración y simpatía. Muchos se unieron a ellos conquistados por su ejemplo, y muchísimos más lo hicieron, ya sin miedo, en cuanto las persecuciones finalizaron. Fue ciertamente una etapa heroica donde la sangre de los mártires realmente fue semilla de nuevas conversiones. En lugar de ceder y retirarse, las comunidades cristianas crecieron y se extendieron mucho más… Pero a nivel personal la situación era tremendamente angustiosa.

La última etapa, la de las persecuciones de Diocleciano, parecía que no iba a terminar hasta que el último cristiano hubiera vertido su sangre, y ese era en verdad el objetivo final. Fue llamada “la Gran Persecución”, la más sangrienta y sistemática. Ciudades enteras de mayoría cristiana fueron arrasadas, algunas fueron sitiadas y luego incendiadas con todos sus habitantes dentro. En África, grupos enteros eran apresados, arrojados a zanjas y cubiertos con cal viva. No sólo querían asesinarlos, querían además disuadir a otros de seguirlos, así que a menudo sus muertes eran ejemplares.

¿CUÁNTOS MÁRTIRES HUBO?

Sobre el número de mártires es imposible dar cifras. Pensemos que no podemos saber cuánta gente murió en la sangrienta represión que siguió a la Revolución Francesa, así que no es de extrañar que tampoco de los siglos primeros tengamos datos claros. Los romanos no se preocuparon de contarnos cuántos muertos hubo, solo de los procedimientos legales y las medidas tomadas.

Diocleciano en el siglo III ordenó destruir todos los documentos cristianos, especialmente los relacionados con losmartirios pues se dio cuenta de que servían de inspiración a los cristianos, y así destruyó todos los documentos oficiales y la mayoría de los que se conservaban en manos cristianas. Por eso los testimonios que conservamos sobre a cuánta gente afectaron esas medidas nos vienen mayoritariamente de fuentes cristianas, y estas fuentes nos hablan de millares o de multitudes.

También nos narran acontecimientos puntuales en esta o aquella ciudad y en muchos de ellos también se cuentan por centenares o miles los asesinados en uno o varios días. Tanto el historiador pagano Tácito como el papa Clemente (finales siglo I) nos hablan de “una gran muchedumbre” de asesinados solo durante la persecución de Nerón, pero las peores persecuciones fueron las del siglo III y IV.

Con el paso de los siglos la memoria de los mártires creció y en la florida imaginación medieval acabó hablándose de millones de muertos (más muertos que cristianos había). Como reacción contraria tenemos hoy en día a muchos historiadores que en nombre de la “objetividad” rechazan las fuentes cristianas originales, ignorando así en buena medida la principal fuente de información sobre las cantidades de mártires. De esta manera suelen hablar ahora de 3.500 mártires durante la persecución de Diocleciano y tal vez menos de 3000 en todas las persecuciones anteriores.

Hablar de unos 6000 mártires heroicos ya es un número considerable y digno de admiración, pero la cuestión es que bajar las cifras de martirio a solo esa cantidad supone una grave manipulación histórica mucho más movida por el ateísmo de unos (y por el deseo de otros de parecer “también” objetivos) que por las evidencias históricas. Es como si a la hora de calcular los judíos muertos en el holocausto nazi rechazáramos las fuentes judías y las de los países aliados (por ser interesadas) y aceptamos solo las fuentes nazis; en tal caso hablaríamos no de 6 millones de muertos, sino de solo unos millares o incluso de la posibilidad “muy real” de que el holocausto ni siquiera tuvo lugar, sino que fue un montaje propagandístico.

Eso es verdaderamente lo que algunos círculos actuales opinan del holocausto, y esa misma lógica aplican hoy muchos historiadores a las persecuciones romanas, convirtiéndolas en una serie de conflictos anecdóticos y puntuales.

La crónica de los mártires Santiago y Mariano, en tiempo de Valeriano, afirma que en la primavera del 250 las ejecuciones duraron en Cirta varios días. Y como al último día aún quedaran muchos fieles por ejecutar, fueron arrodillados a la orilla de un río, por donde habría de correr la sangre, y el verdugo fue recorriendo la fila y cortando cabezas (Passio 12). También las cartas de San Cipriano atestiguan y describen los innumerables martirios producidos en el norte de África con Decio, Galo y Valeriano. Describe la situación de los cristianos “despojados de su patrimonio, cargados de cadenas, arrojados en prisión, muertos por la espada, por el fuego y por las bestias” (Ad Demetrianum 12).

Y en Roma, dice también, en el 258 los prefectos están ocupados “todos los días en condenar a fieles y en confiscar sus bienes” (Epist.80). Los mártires, afirma, se contaron por millares, y excede la posibilidad humana dar cuenta de su número inmenso. En el 303, en Nicomedia, se decapita o se quema a una “compacta muchedumbre“. A “otra muchedumbre” se le arroja al mar. “¿Quién podrá decir cuántos fueron entonces los mártires en todas las provincias, pero especialmente en Mauritania, en la Tebaida y en Egipto?”. En Egipto, concretamente, la persecución mató a “diez mil hombres”, sin contar mujeres y niños.

En la Tebaida él mismo presenció ejecuciones en masa: de veinte, treinta, “hasta ciento en un solo día, hombres, mujeres, niños… Yo mismo vi perecer a muchísimos en un día, los unos por hierro y los otros por fuego. Las espadas se embotaban, no cortaban, se quebraban, y los verdugos, cediendo a la fatiga, tenían que reemplazarse unos a otros” (Hist. eccl. VIII, 4-13).

Puede que estas cifras estén un poco infladas o puede que no, pero si un historiador quiere acercarse a la verdad ¿debería rechazar este tipo de testimonios para hacer caso solo de lo que dicen los verdugos o de sus propias suposiciones? ¿es su propio parecer más fiable que el de los testigos cristianos de la época? No parece una manera muy científica y objetiva de funcionar.

Aunque el número total de muertos en esta persecución sea imposible de determinar, podemos hablar como muy poco de 20.000 mártires, puede que muchos más, pero incluso esta cifra mínima es en realidad mucho mayor de lo que parece si tenemos en cuenta que el total de cristianos del imperio romano por entonces se calcula en unos 500.000, lo que equivale al asesinato del 5% de los cristianos, un terrible genocidio se mire por donde se mire.

Al menos uno de cada 20 murió asesinado, muchos más fueron torturados o azotados, aunque sobrevivieron (los confesores*), y todos sufrieron en mayor o menor grado la discriminación social y legal y una vida dura llena de trabas y problemas por su fe, a causa de Jesús.

[*Los cristianos que fueron torturados o mutilados pero sobrevivieron son llamados “confesores” porque tuvieron al valor de confesar (proclamar) su fe públicamente sin miedo a las consecuencias. Entre los obispos asistentes a Nicea había también un nutrido grupo de confesores.]
Judíos y paganos nos persiguen en todas partes, nos despojan de nuestros bienes y sólo nos dejan la vida cuando no pueden quitárnosla. Nos cortan la cabeza, nos fijan en cruces, nos exponen a las bestias, nos atormentan con cadenas, con fuego, con atrocísimos suplicios. Pero cuanto mayores males nos hacen padecer, tanto más aumenta el número de los fieles. (Tertuliano, Dialogo Tryphon. 110, siglo II).
EL EDICTO DE MILÁN

Y de repente, Constantino sube al trono imperial y meses después emite un edicto junto con Licinio, el famoso Edicto de Milán, en el que declara el cristianismo legal (que no oficial y menos aún obligatorio) en todo el Imperio y su culto tan libre como el de cualquier otra religión. Las persecuciones por fin habían llegado a su fin. Era el año 313.

“Habiendo advertido hace ya mucho tiempo que no debe ser cohibida la libertad dereligión, sino que ha de permitirse al arbitrio y libertad de cada cual el ejercicio de las cosas divinas conforme al parecer de su alma, hemos sancionado que, tanto todos los demás cuanto los cristianos, conserven la fe y observancia de su secta y religión [...] que a los cristianos y a todos los demás se conceda libre facultad de seguir la religión que a bien tengan; a fin de que quienquiera que fuere el numen divino y celestial pueda ser propicio a nosotros y a todos los que viven bajo nuestro imperio.

Así, pues, hemos promulgado con saludable y rectísimo criterio esta nuestra voluntad, para que a ninguno se niegue en absoluto la licencia de seguir o elegir la observancia y religión cristiana. Antes bien sea lícito a cada uno dedicar su alma a aquella religión que estimare convenirle.[…] Las propiedades habrán de ser devueltas a los cristianos sin exigir pago o recompensa de ningún tipo, y sin admitir ningún tipo de fraude o engaño” (Edicto de Milán, 313)

Tan solo doce años más tarde, los obispos de todo el imperio son convocados a un concilio ecuménico que tendrá lugar en Nicea, en el año 325. Muchos de los asistentes aún mostraban en su cuerpo las secuelas de las torturas (los confesores). Otros muchos ya no estaban allí para asistir pero eran venerados como mártires en toda la cristiandad, y fue su sangre inocente la que triunfó sobre la barbarie.

LAS HEREJÍAS

Pero junto a este peligro externo -las persecuciones- la Iglesia se hallaba también amenazada por otro peligro interno: las herejías. Ya los mismos evangelios y epístolas de los apóstoles advierten a los cristianos de esos lobos que llegarán con piel de cordero y engañarán con sus falsas doctrinas. En diferentes momentos aparecieron grupos que defendían una visión del cristianismo diferente a la ortodoxa.

En algunos casos esas desviaciones eran sustanciales, como las diferentes corrientes gnósticas que surgieron a lo largo del siglo II y que solían negar la humanidad de Jesús, o la divinidad de Jesús, o que hablaban de un Dios bueno (el Padre) y un Dios malo (el Yahvé del A.T.).

Estas herejías fueron ruidosamente rechazadas por los cristianos ortodoxos, pero igualmente fueron rechazadas con fuerza otras herejías mucho más sutiles o aparentemente inofensivas como los judaizantes (que decían que los cristianos debían seguir la Torah judía), los que decían que las tres personas de Dios eran solo manifestaciones diferentes, no realidades distintas, los que decían que en Jesús había dos voluntades separadas (la humana y la divina) o que la divina anulaba la humana, quienes decían que la Iglesia estaba formada solo por santos y por tanto los pecadores quedaban fuera, etc.

Los cristianos del siglo XXI, especialmente los que viven en Occidente, están acostumbrados a vivir en sociedades plurales y convivir con todo tipo de ideas y creencias. La diversidad se considera fuente de riqueza y, al menos oficialmente, algo muy deseable. Nuestras sociedades suelen promover la tolerancia a todos los niveles como manera de facilitar la convivencia.

Pero el necesario respeto al diferente se ha acabado confundiendo con la respetabilidad de cualquier creencia; como todas las personas tienen el mismo valor se ha deducido que todas las ideas son igual de valiosas y de ahí se ha llegado a pensar que todas las ideas son igual de válidas. En este contexto el que un cristiano afirme que su fe es la verdad absoluta se considera el colmo de la arrogancia, pues tal como pensaba Pilatos, hoy no se cree en que exista una verdad absoluta (excepto la referida al mundo físico) y por tanto las verdades religiosas se toleran siempre que sean relativizadas y vistas como “mi verdad”, y no como “la verdad”*.

[*Es fácil ver cómo la actitud de la sociedad moderna coincide con la de Roma en las persecuciones: tolero cualquier creencia siempre que acepten el supremo culto imperial; se permite cualquier creencia siempre que se acepte el principio supremo de que todas son igual de válidas (pues la Verdad no existe). Si no comulgas con esta doctrina relativista no eres enviado a las fieras, pero sufres el rechazo social y, en ciertos contextos, también el castigo legal.

Así por ejemplo en algunos países negarse a practicar un aborto o criticar el matrimonio homosexual puede resultar en multas, pérdidas de empleo o incluso cárcel; esto ocurre porque no se admite en estos casos una objeción de conciencia basada en tu religión, puesto que los valores de la sociedad están por encima de tus creencias particulares, que son de facto consideradas falsas por un poder básicamente ateo.]

Esto no afecta solo a las distintas religiones (ateísmo incluido), sino también a las diferentes corrientes dentro de cada religión. Un buen cristiano (según el relativismo modernista actual) debe ser tolerante no solo con los no cristianos sino también con cualquier cristiano que interprete las verdades de fe de forma diferente.

En cualquier grupo de católicos (o protestantes, u ortodoxos, etc.) los asistentes suelen exponer sus diferentes opiniones con total libertad y a menudo convencidos de que tienen el mismo derecho a pensar así que los demás, y si alguien intentara reprenderlo por su desviación de la ortodoxia probablemente la mayoría lo considerarían un intransigente y un soberbio por intentar imponer “sus verdades” a los demás.

Pero esta manera de pensar no tiene nada que ver con el cristianismo, que pide amor para el pecador pero rechazo total del pecado, respeto para el hereje pero rechazo total de la herejía. La estructura piramidal de la organización eclesiástica es la mejor garantía para mantener la pureza de la fe y evitar que las nuevas ideas erróneas que surgen se propaguen como si fueran igual de válidas que las tradicionales. No hace mucho participaba en una reunión católica donde un asistente intentaba explicar a los demás que puesto que Dios es amor lo importante era vivir con amor y que en el fondo daba igual creer en Dios o no, y menos aún creer en Jesús o no.

El resto de asistentes escuchaba sus razonamientos con atención, y aunque no lo compartían sí estuvieron dispuestos a hacer en sus postulados nuevos matices y, sobre todo, nadie se escandalizó por semejante planteamiento, simplemente no estaban de acuerdo pero respetaban esas ideas y aceptaban su lógica interna, y a nadie se le ocurrió reprenderlo ni mucho menos expulsarlo del grupo. Es la reacción esperable en gente educada en el modernismo actual: vive y deja vivir (algo que en mayor o menor grado todos hoy compartimos), lo cual implica tolerancia pero también desentenderte de la suerte de los demás.

Desde esta perspectiva moderna es imposible entender la mentalidad de la Iglesia primitiva ante las herejías. Los cristianos de entonces consideraban su nueva fe como un tesoro, pagada con precio de sangre: la sangre de Jesús, que nos la había traído, y la sangre de los mártires, que la habían defendido con su vida. Cambiar la doctrina no era visto como “una forma diferente de ser cristiano” o una pluralidad que enriquece la Iglesia (expresiones que hoy sí se pueden escuchar). No, cambiar la doctrina era atentar contra la misma esencia de la verdad y traicionar a Jesús y a los mártires.

Debemos tener claro que para los cristianos primitivos las creencias cristianas no eran un conjunto de opiniones o una manera de ver el mundo, era nada más y nada menos que la descripción de la realidad, la Verdad, y esa verdad era la que nos podía salvar, la que nos llevaba a Dios. Por tanto deformar esa verdad, aunque fuera un poco, aunque fuera solo con matices, suponía (en caso de extenderse) una manera de dificultar o incluso impedir la salvación; era como poner minas en el camino que conduce a Dios o incluso intentar desviarlo o cortarlo, de manera que el hombre no pudiera ya salvarse. Contra este peligro, la tolerancia cristiana era cero.

LA METÁFORA DEL BARCO

Esta visión de la doctrina la entenderemos mejor nosotros, hijos del materialismo moderno, comparándola con nuestra visión del mundo físico. Imaginemos que vivimos en una enorme isla que se está poco a poco hundiendo. Dentro de unos años estará todo bajo el agua así que la única manera de salvarnos es construyendo barcos que nos permitan navegar hasta el continente, allí nos acogerán las hospitalarias ciudades que fundaron nuestros antepasados emigrantes. Entonces se crean unos astilleros para construir esos barcos con capacidad para toda la población. Las instrucciones de cómo construir barcos nos las dejaron escritas esos primeros emigrantes y desde entonces, todos los que han emigrado al continente han construido sus barcos siguiendo esas instrucciones.

Sabemos que esos barcos funcionaron bien porque nuestros paisanos llegaron sanos y salvos a la costa y nos escribieron para contarlo. Pero mientras estamos construyendo los barcos de salvamento llega un ingeniero nuevo y dice que estudiando la forma de nadar de los pingüinos ha llegado a la conclusión de que la forma de los barcos es equivocada, que el casco debe ser redondo y mucho menos profundo. Pero ¿y los planos que tenemos? ¡Seguro que esos barcos redondos no funcionan, estaríamos mandando a la gente a la deriva, a una muerte segura!

Si pensamos en la situación que se generaría en los astilleros comprenderemos la importancia vital que para los primeros cristianos tenían los temas doctrinales. La doctrina era como el plano para construir el barco que nos llevaría a la salvación, cualquier modificación en el diseño podría resultar fatal. No se trataba de aceptar cambios aquí y allá para no discutir, o para no tener problemas, un barco defectuoso podría no llegar nunca o hundirse por el camino.

Para muchos de los cristianos actuales la fe es casi un mero conjunto de opiniones, de “creencias” (en el actual sentido devaluado de la palabra), y no un conjunto de convicciones sobre cómo funciona el plano espiritual, cómo se consigue la salvación eterna. Para los cristianos de entonces las reglas para la salvación (doctrina) eran tan sólidas y exactas como lo son las leyes de la física: Si lanzas una piedra al aire antes o después cae por la fuerza de la gravedad, y eso no es cuestión de opiniones, es lo que es; lo mismo ocurre con las leyes espirituales, no es cuestión de opinar si a mí me parece que esto debería ser así o asá, si mi idea de Dios no es compatible con esto o lo otro: es lo que es.

Nadie se atrevería a decir, “como yo creo en que la naturaleza es buena, rechazo totalmente esa absurda idea tuya de que los leones devoran gacelas, ¡y vivas! ¡Cómo puedes ser tan cruel! Tus estúpidas creencias revelan la dureza de tu corazón, yo jamás podría creer algo así”. Tampoco nadie diría, “¡cómo puedes pensar que si un niño en su inocencia salta por una ventana de un séptimo piso se va a matar! Estoy dispuesto a admitir que si un adulto, sabiendo lo que hace, se tira por la ventana pueda sufrir quizá ciertos daños, ¡pero un niño inocente! Dios no puede ser tan cruel, no puede haber creado un universo que mate a los inocentes”.

Bien, si nosotros comprendemos perfectamente que el mundo físico tiene unas leyes y que esas leyes se cumplen sí o sí, del mismo modo aquellos cristianos sabían que el mundo del espíritu tenía unas leyes y se cumplían sí o sí, y desconocer esas leyes era tan peligroso como si alguien pretendiese vivir ignorando totalmente la ley de la gravedad. Una herejía, por poco que cambiase, suponía poner en riesgo la salvación eterna de muchas almas, ante eso no podía haber negociación ni compromiso, solo el más firme rechazo (por desgracia siglos más tarde ese rechazo se transformó en persecución y muertes, pero en esta época todavía estamos lejos de eso).

En este marco de pensamiento hay que ver la manera que tenían entonces de entender la herejía. El asunto por tanto era de una extrema gravedad y comprensiblemente levantaba enormes pasiones. Pensemos por ejemplo en el donatismo, una herejía de principios del siglo IV que bajo la mentalidad actual sería casi un mero asunto interno pero que fue tema de gran gravedad en los años previos al concilio.

EL DONATISMO

En la ciudad africana de Numidia, un grupo de obispos se oponen al nombramiento de Ceciliano como obispo de Cartago. Ceciliano había sido consagrado por Félix de Aptonga, uno de los obispos considerados traidores porque durante la persecución abjuró públicamente de su fe por salvar la vida, aunque después volvió a confesarse cristiano. A pesar de que todos consideraban esto muy reprobable, la Iglesia piensa que la cobardía, igual que el pecado, no quita validez a los sacramentos administrados. Estos obispos de Numidia, sin embargo, consideraban que si un sacerdote pierde su santidad, pierde también su capacidad para administrar sacramentos. Según esta lógica Félix perdió su poder, así que Ceciliano no fue realmente consagrado y por tanto no podía acceder al obispado porque no era un verdadero sacerdote.

Hoy en día esto hubiera originado un simple revuelo, considerado principalmente como un tema jerárquico y organizativo, pero por entonces el llamado “donatismo” (por Donato, su líder) se consideró una herejía y también los propios donatistas consideraron herejes a todos los que no estuvieron de acuerdo con sus planteamientos, es decir, a toda la Iglesia universal excepto a ellos mismos. Este conflicto terminó generando en Cartago revueltas, enfrentamientos, quemas de iglesias e incluso hubo víctimas, hasta el punto de que Constantino lo consideró un peligro para la estabilidad de su provincia e intentó reprimir el conflicto imponiendo su fuerza y su autoridad. Es importante aquí recordar que NO LO LOGRÓ, ni tampoco lo logró el emperador Honorio un siglo más tarde, cuando les ilegalizó y persiguió con renovada energía.

Esta herejía no desapareció hasta que el Islam acabó con el cristianismo en la zona en el siglo VIII. Ningún emperador logró hacerles cambiar de doctrina a pesar de que el cambio era pequeño, pues el donatismo se diferenciaba de la ortodoxia solo en creer que los sacramentos eran válidos únicamente si procedían de sacerdotes de vida intachable, mientras que la ortodoxia dice que el poder de los sacramentos procede de Dios y por tanto no dependen de la calidad del intermediario. Ninguna presión imperial consiguió cambiar la posición doctrinal de unos ni de otros.

LA FALACIA DEL MIEDO

La hipótesis de que la Iglesia cedió ante la presión del todopoderoso emperador parece creíble para el hombre moderno. Sea cierta o no, nos parece una hipótesis creíble; al fin y al cabo un dictador puede fácilmente hacer temblar a cualquiera. Pero si comprendemos bien la mentalidad de los cristianos de aquella época vemos que aceptar cambios doctrinales –aunque vinieran del propio emperador– era algo absolutamente impensable a nivel general. Algunos obispos podrían haber cedido (igual que algunos habían cedido durante las persecuciones), pero la mayoría del pueblo y de los obispos habían resistido mucho más que presiones y no iban a ceder ahora en masa.

Los obispos que fueron a Nicea habían sufrido las duras persecuciones de Diocleciano tan solo doce años antes. Lo que los emperadores pedían durante las persecuciones no era que los cristianos abandonaran su fe, sino simplemente que aceptaran el culto imperial como todos los demás. Si un cristiano aceptaba el culto al emperador su vida se salvaba. Habitualmente bastaba quemar incienso ante una estatua del emperador para que el prisionero quedase libre.

En muchas ocasiones ni siquiera tenían que renunciar a su fe ni abjurar de Jesús, solo tenían que introducir un “pequeño” cambio en su religión y aceptar el culto imperial. Pero los mártires (muchos de ellos obispos) dan prueba de que no estaban dispuestos a hacer ni siquiera ese “pequeño” cambio que salvaría sus vidas. Volviendo a la metáfora de los barcos, es como si te permiten diseñar el barco como tú quieres pero te exigen un “pequeño” detalle, tan solo un agujero de 20cms de diámetro en el fondo del casco. Tú sabes que con ese pequeño agujero antes o después el barco se hunde.

Los obispos confesores que estaban en el concilio de Nicea tenían cicatrices y amputaciones sufridas por no haber querido ceder ni siquiera en eso, ni siquiera quemando el incienso como gesto externo, como mera pose, aunque en su corazón supieran que por hacerlo no aceptaban el culto imperial.

La teoría de que Constantino impuso cambios doctrinales a la Iglesia ejerciendo su poder yautoridad no se sostiene. Hemos visto que todo el poder y capacidad de represión de los emperadores no sirvieron para doblegar a un simple grupo de obispos donatistas.

También vimos cómo los anteriores emperadores no habían logrado doblegar a los cristianos ni siquiera con matanzas. Y ahora que había llegado la paz y sus vidas no estaban en peligro, ¿iba a conseguir Constantino alzando el puño lo que sus predecesores no consiguieron ni hundiendo la espada? La teoría de que la Iglesia cedió por miedo es claramente insostenible. Por eso mismo ha surgido otra explicación para justificar la supuesta apostasía generalizada de los obispos.

LA FALACIA DEL AGRADECIMIENTO

 

   


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