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AQUEL
PABLO DE TARSO


San Pablo

Autor: P. Pedro García
Fuente: Evangelicemos.net

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36. ¡Pero Cristo resucitó!
El fundamento de nuestra fea

37. Carta segunda a los Corintios.
Seguían las inquietudes

38. Reconciliados.
De enemigos,
amiguísimos de Dios

39. Hacia la Ciudad futura.
La ilusión más grande

40. Urgidos por el amor. Amor DE Cristo, amor A Cristo

41. Servidor y apóstol.
La conciencia misionera
de Pablo

42. Pablo, ¡qué apóstol!
Cómo se retrata a sí mismo

43. En la Trinidad Santísima. Cómo nos habla Pablo

44. Seguimos en Éfeso.
Aquella puerta tan ancha

45. La carta a los Gálatas.
Tan queridos y tan volubles

46. En Cristo Jesús.
Esta insondable expresión paulina

47. Con las Llagas de Cristo.
Y con Pablo, otros y otros

48. ¿Está María en San Pablo?... ¿Probamos a ver?

49. Con las obras del Espíritu.
El vencedor de todo mal

50. En la Cruz de Cristo.
Sin altas teologías

51. La carta magna a los Romanos.
Lo mejor de lo mejor

52. ¡Fe! Vivir de la fe.
El tema de toda la carta

53. ¿Arrancar del pecado? Extraño, pero es así

54. ¿Qué es eso de Justicia?
En Pablo, continuamente

55. ¡Gracias a Dios!
Por la gracia precisamente…

56. La Esperanza que no falla. Optimismo total

57. El Amor en nuestros corazones.
Derramado a torrentes

58. Hijos y herederos. ¿Valoramos lo que somos?

59. ¡Ese octavo de los Romanos! La página cumbre de Pablo

60. Los Judíos.
Gloria, caída y esperanza
del gran pueblo

61. Una hostia con Cristo.
Esto es la vida del cristiano

62. Los apóstoles laicos.
Pablo, animador y maestro

63. De Tróade y Mileto
a Jerusalén.
El viaje tan problemático

64. Entre la segunda
y tercera misión.

Dejando por ahora

65. En la temida Jerusalén.
Lo que tenía que suceder…

66. El preso de Cesarea.
Dos años interminables

67. “¡Irás al César!”.
Pablo se decide, y apela

68. La tempestad espantosa.
Las aventuras de aquel viaje

69. ¡Por fin, en Roma!
El sueño más acariciado

70. Procesado y absuelto. Apóstol entre las cadenas

 

¡Ese octavo de los Romanos!
La página cumbre de Pablo


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¡Cuántas veces en nuestras charlas hemos traído citas y más citas del capítulo octavo de la Carta a los Romanos! Es inagotable su riqueza.

Hoy nos vamos a entretener sólo con esa página que constituye la cumbre de los escritos de Pablo.

Empezó Pablo la carta exponiendo la tragedia del pecado.
Pero viene ahora la respuesta de Dios, y Pablo le asegura al cristiano:

“El que no tiene el Espíritu de Cristo, no le pertenece.

Pero si Cristo está en ustedes, aunque el cuerpo haya muerto a causa del pecado, su alma está viva a causa de la santidad. Y si el Espíritu Santo que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en ustedes, ese mismo Espíritu resucitará un día sus cuerpos mortales”.

¡Qué ánimo infunden estas palabras! ¿Hay que morir? Pues, ¡a morir!...

Porque si resucitó Cristo, Cabeza nuestra, resucitaremos también nosotros.

Y resucitaremos para no morir más, como Jesús, que, como ha dicho antes Pablo, “resucitando de entre los muertos, Cristo ya no muere más; con su cuerpo resucitado vive para Dios, eternamente como Dios” (Ro 6,9-10)
Pasa pablo después a decirnos algo grande, bello, consolador:

-No han recibido un espíritu de esclavos, para vivir con temor, sino que han recibido el espíritu de hijos, unos hijos adoptivos, pero verdaderos, espíritu que nos hace exclamar: ¡Abbá! ¡Padre! ¡Papá!...

Esto es sublime. ¿Podía cabernos en la cabeza el llamar así a Dios, Padre, Papá?... Pablo ha conservado aquí la palabra aramea “Abbá”, equivalente a nuestro cariñoso “Papá”.

Así llamaba Jesús a Dios su Padre. Así nos enseñó a llamarlo nosotros con la primera palabra del Padrenuestro: ¡Papá! ¡Papá!...

¿Ha sido esta una ocurrencia de Pablo? No. El mismo Pablo nos asegura que esa manera de orar nos la está dictando, sin nosotros darnos cuenta, el mismo Espíritu Santo:

-Nosotros no sabemos cómo rezar; pero viene entonces el Espíritu Santo en ayuda nuestra, y es Él quien ora en nosotros con suspiros inefables, que nosotros mismos somos incapaces de expresar…

Sigue Pablo con otra afirmación colosal:

-Si somos hijos, somos también herederos; herederos de Dios, y coherederos con Cristo. Hemos padecido con Él, pues con Él seremos también glorificados... Dios es muy rico; tiene una herencia inmensa, ¿y para quién va a ser la herencia, esa su Gloria, ese su Cielo? ¿A quién se la ha dejado Dios como en testamento? ¡Pues, a los hijos!
Y Pablo señala con precisión magnífica:

-¿Qué hijos? Ante todo, Jesucristo, el Hijo Unigénito de Dios, al que le dijo en la Ascensión: “¡Ven aquí, y siéntate a mi derecha! Te constituyo heredero universal” (Hb 1,2)

Jesucristo sabía que esto iba a ser así, y por eso le pidió al Padre antes de ir a la muerte:

-Quiero que donde yo esté estén también estos mis hermanos que tú me diste, para que contemplen y tengan mi misma gloria (Jn 17,24).

La herencia de Dios, que es su Gloria, es para nosotros, los hijos e hijas de Dios.

Pablo, sin embargo, sabe lo que nos espera mientras estamos en el mundo: trabajo, sufrimiento, deberes costosos, todo eso que constituye nuestra cruz.

Pero, ¿hay que temer la cruz? No, porque todo eso es la participación de los sufrimientos de Jesucristo Crucificado.

Llevados gozosamente en unión con Jesús, Pablo los ve como la aportación voluntaria que hacemos a la obra del Señor, y nos dice:

-¡Animo! Si padecemos con Jesús, con Él seremos también glorificados…

Por otra parte, Dios es tan sabio y tan providente, que esos sufrimientos, igual que los acontecimientos que no acabamos de entender, “Dios los orienta de manera que todos sirvan para el bien y la salvación de los elegidos”.
Pablo se está elevando cada vez más en esta página imponderable.

Y llega a meterse en la intimidad eterna de Dios, que dio un vistazo a la creación que iba a salir de sus manos.
Vio una multitud de hombres y mujeres, en medio de los cuales estaba su Hijo que se iba a encarnar y hacerse uno de ellos, y se dijo:

-A todos estos que contemplo, a todos los predestino;
todos quedan elegidos para ser como mi Hijo;
a todos los llamo; a todos los santifico; a todos los he de glorificar…

Éste fue el plan grandioso de Dios.

Sólo quedarían fuera de la salvación los que no quisieran ser de Dios ni aceptaran a Jesucristo, al que Dios iba a enviar para la salvación de todos.

Llegado a este punto Pablo, empiezan sus exclamaciones triunfales. Y la primera es ésta:

-Ante esto, ¿qué diremos? ¿Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?”… Si Dios, por salvarnos, no dudó en entregar su propio Hijo a la muerte, ¿qué le importa darnos todo lo demás, si todo junto no vale nada ante su Hijo Jesús?...

Y ante el miedo que pudiéramos sentir por nosotros mismos, Pablo sigue con energía:

-¿Piensan que va a acusarnos Dios por nuestros pecados anteriores, el Dios que mandó a su Hijo a la muerte por salvarnos?...

¿Creen que Jesucristo, el que murió por nosotros, nos va a juzgar para condenarnos?... ¡Imposible, imposible del todo!

Pablo acaba de la manera más grandiosa, más apasionante, más enardecedora, con una protesta de amor como no se encuentra una semejante en toda la Biblia:

-¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?...

En todas estas cosas salimos más que vencedores gracias a Aquel que nos amó. Pues estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni espíritus enemigos, ni criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios que está en Cristo Jesús Señor nuestro.

Pablo se nos ha revelado hoy en la cumbre de su pensamiento y de su amor.

Esta capítulo octavo a los Romanos no cansa el leerlo.

Nos asombra su profundidad.
Nos enciende el corazón.
Nos entusiasma hasta el delirio.
Nos apasiona por Jesús…

¿Qué nos queda a nosotros cuando lo leemos?...

Pensar también, y amar. Lo demás, importa poco…
   


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