II. Inspirada por Dios
No un libro cualquiera
Por eso, después de leer el evangelio, el sacerdote besa el libro; y antes de escucharlo, trazamos el signo de la cruz en la frente, los labios y sobre nuestros corazones, dándole gracias y gloria al Señor por estar con nosotros.
Estos no son gestos o ritos sin sentido. Hacemos estas cosas por una razón crucial: -porque estamos recibiendo la Escritura como los primeros cristianos la recibieron- ”no como palabra de hombre, sino cual es en verdad, como palabra de Dios” (1 Tes. 2:13).
Por lo mismo las Escrituras siempre tienen un lugar de honor en nuestras iglesias.
En muchas iglesias, el libro de los evangelios es decorado especialmente, se lleva en procesiones y se coloca en el centro del altar en la liturgia.
Es el objeto central de la Liturgia de la Palabra y lo tratamos con el respeto que se debe a la Palabra de Dios.
Nuestro respeto para las Escrituras no es nada nuevo.
Podemos ver el mismo respeto profundo en los autores del Nuevo Testamento Cuando vemos la palabra “Escrituras” en el Nuevo Testamento, por supuesto, casi siempre se refiere a lo que nosotros ahora llamamos el Antiguo Testamento (cfr. Jn. 5:39 y Rom. 1:2).
Los judíos del tiempo de Jesús frecuentemente se referían a las Escrituras como “la Ley y los profetas” (Mt. 5:17), lo que entendemos por Antiguo Testamento.
Jesús y sus discípulos, como todos los buenos israelitas de su tiempo, entendieron que estos libros o escritos eran muy especiales.
Las Escrituras eran “los oráculos de Dios” (Rom. 3:2) o “profecías” (2 Pe. 1:19-20), no en el sentido de predecir el futuro sino como mensajes de Dios.
“Toda Escritura es inspirada por Dios” escribe San Pablo (2 Tim. 3:16).
La palabra griega que traducimos “inspirada” literalmente quiere decir “insuflada de Dios.” Y esto nos ayuda pensar en lo que es la inspiración divina de la Escritura.
Como Dios moldeó a Adán del polvo del suelo e insufló el aliento de vida en él (cfr. Gen. 2:7), y como el Espíritu Santo cubrió a la Virgen María con su sombra (cfr. Lc. 1:35), así Dios insufla su Espíritu en las palabras de la Escritura, llenándolas con sentido divino y poder que da vida.