Capitulo III
III. Hay que orar con humildad
Escucha el Señor bondadosamente las oraciones de sus siervos, pero sólo de sus siervos sencillos y humildes, como dice el Salmista: Miró el Señor la oración de los humildes. Y añade el apóstol Santiago:
Dios resiste a los soberbios y da sus gracias a los humildes.
No escucha el Señor las oraciones de los soberbios que sólo confían en sus fuerzas, antes los deja en su propia miseria, y en ese mísero estado, privados de la ayuda de Dios, se pierden sin remedio. Así lo confesaba David con lágrimas amargas:
Antes que fuera humillado, caí. Pequé porque no era humilde. Lo mismo acaeció al apóstol Pedro el cual, cuando el Señor anunció que aquella misma noche todos sus discípulos le habían de abandonar, él, en vez de confesar su debilidad y pedir fuerzas al Maestro para no serie infiel, confió demasiado en sus propias fuerzas y replicó animoso que, aunque todos le abandonaran, él no le abandonaría.
Predícele de nuevo Jesús que aquella misma noche, antes que cantase el gallo, tres veces le había de negar; de nuevo, Pedro fiado en sus bríos naturales contestó orgullosamente: Aunque tenga que morir, yo no te negaré.
¿Qué pasó? Apenas el malhadado puso los pies en la casa del pontífice, le echaron en cara que era discípulo del Nazareno y él por tres veces le negó descaradamente y afirmó con juramento que no conocía a tal hombre. Si Pedro se hubiera humillado y con humildad hubiera pedido a su divino Maestro la gracia de la fortaleza, seguramente no le hubiera negado tan villanamente.
Convenzámonos de que estamos todos suspendidos sobre el profundo abismo de nuestros pecados ... por el hilo de la gracia de Dios. Si ese hilo se corta, caeremos ciertamente en ese abismo y cometeremos los más horrendos pecados. Si el Señor no me hubiera socorrido, seguramente sería el infierno mi morada.
Eso decía el Salmista y eso podemos repetir nosotros también. Esto mismo quería manifestar San Francisco de Asís cuando de sí mismo decía que era el mayor pecador del mundo. Contradíjole el fraile que le acompañaba:
Padre mío, le dijo, eso no es verdad, pues de seguro que hay en el mundo muchos pecadores que han cometido más graves pecados. A lo cual contestó el Santo: Muy verdadero es lo que decís; pues si Dios no me tuviera de su mano, hubiera hecho los más horribles pecados que se pueden cometer.
Es verdad de fe que sin la ayuda de la gracia de Dios no puede el hombre hacer obra alguna buena, ni siquiera tener un santo pensamiento. Así lo afirmaba también San Agustín: Sin la gracia de Dios no puede el hombre ni pensar ni hacer cosa buena. Y añadía el mismo Santo: Así como el ojo no puede ver sin luz, así el hombre no puede obrar bien sin la gracia. Y antes lo había escrito ya el Apóstol:
No somos capaces por nosotros mismos de concebir un buen pensamiento, como propio, sino que nuestra suficiencia y capacidad vienen de Dios. Lo mismo que siglos antes había confesado el rey David, cuando cantaba: Si el Señor no es el que edifica la casa en vano se fatigan los que la edifican.
Vanamente trabaja el hombre en hacerse santo, si Dios no le ayuda con su poderosamano. Si el Señor no guarda la ciudad, inútilmente se desvela el que la guarda.
Si Dios no defiende del pecado el alma, vano empeño sería quererlo hacer ella con sus solas fuerzas. Por eso decía el mismo real profeta: No confiaré en mi arco. No confío en la fuerza de mis armas, solamente Dios me puede salvar.
El que sinceramente tenga que reconocer que hizo algún bien y que no cayó en más graves pecados, diga con el apóstol San Pablo:
Por la gracia de Dios soy lo que soy. Y por esta misma razón debe vivir en santo temor, como quien sabe que a cada paso puede caer. Mire, pues, no caiga el que piense estar firme. Con estas palabras que son del mismo apóstol nos quiso decir que está en gran peligro de caer el que ningún miedo tiene a caer.
Y nos da la razón con estas palabras: Porque si alguno piensa ser algo, se engaña a sí mismo, pues verdaderamente de suyo nada es. Sabiamente nos recordaba lo mismo el gran San Agustín, el cual escribió:
Dejan muchos de ser firmes, porque presumen de su firmeza.. Nadie será más firme en Dios que aquel que de por sí se crea menos firme. Por tanto si alguno dijere que no tiene temor, señal será que confía en sus fuerzas y buenos propósitos; pero los que tal piensan, andan muy engañados con esta vana confianza de sí mismos, y fiados en sus solas fuerzas no temerán y no temiendo dejarán a Dios y por este camino su ruina es inevitable y segura.
Pongamos también mucho cuidado en no tener vanidad de nosotros mismos, cuando vemos los pecados en que por ventura vienen a caer los demás; por el contrario, tengámonos entonces por grandes pecadores y digamos así al Señor: Señor mío, peor hubiera obrado yo, si Vos no me hubierais sostenido con vuestra gracia. Porque si no nos humillamos, bien pudiera ser que Dios, en castigo de nuestra soberbia, nos dejara caer en más graves y asquerosas culpas.
Por esto el Apóstol nos manda que trabajemos en la obra de nuestra salvación. Pero ¿cómo? temiendo y temblando. Y es así, porque aquel que teme caer desconfía de sí mismo y de sus fuerzas y pone toda su confianza en Dios pues que en El confía, a El acude en todos los peligros, le ayuda el Señor y le sacará vencedor de todas las tentaciones.
Caminaba por Roma un día San Felipe Neri y por el camino iba diciendo: Estoy desesperado. Le corrigió un religioso y el Santo le contestó: Padre mío, desesperado estoy de mí mismo ... pero confío en Dios. Eso mismo hemos de hacer nosotros, si de veras queremos salvarnos. Desconfiemos de nuestras humanas fuerzas. Imitemos a San Felipe, el cual apenas despertaba por la mañana decía al Señor: Señor, no dejéis hoy de la mano a Felipe, porque si no, este Felipe os va a hacer alguna trastada.
Concluyamos, pues, con San Agustín que toda la ciencia M cristiano consiste en conocer que el hombre nada es y nada puede. Con esta convicción no dejará de acudir continuamente a Dios con la oración para tener las fuerzas que no tiene y que necesita para vencer las tentaciones y practicar la virtud.
Y así obrará bien, con la ayuda de Dios, el cual nunca niega su gracia a aquel que se la pide con humildad. La oración del humilde atraviesa las nubes... y no se retira hasta que la mire benigno el Altísimo. Y aunque el alma sea culpable de los más grandes pecados, no la rechaza el Señor, porque, como dice David:
Dios no desprecia un corazón contrito y humillado. Por el contrario: Resiste Dios a los soberbios y a los humildes les da su gracia. Y así como el Señor es severo para los orgullosos y rechaza sus peticiones, así en la misma medida es bondadoso y espléndido con los humildes. El mismo Señor dijo un día a Santa Catalina de Sena: Aprende, hija mía, que el alma que persevera en la oración humilde, alcanza todas las virtudes.
A este propósito parécenos bien apuntar aquí un consejo que en una nota a la carta décimoctava de Santa Teresa trae el piadosísimo Obispo Palafox y que se dirige muy especialmente a las personas que tratan de cosas del espíritu y quieren hacerse santas.
Escribe la Santa a su confesor y le da cuenta de los grados de oración sobrenatural con que el Señor la había favorecido.
Sobre esto el citado Prelado nos enseña que esas gracias sobrenaturales que se dignó conceder Dios a Santa Teresa y a otros santos no son necesarias para llegar a la santidad, ya que muchas almas llegaron sin ellas a la más alta perfección y otras muchas por el contrario, aunque alguna vez las gozaron, al fin miserablemente se perdieron.
De aquí concluye que es tontería y presunción pedir esos dones sobrenaturales, ya que el verdadero camino para llegar a la santidad es ejercitarnos en la virtud y en el amor de Dios, y a esto se llega por medio de la oración y de la correspondencia a las luces y gracias de Dios, que sólo desea vernos santos, como dice el Apóstol: Ésta es la voluntad de Dios ... vuestra santificación.
Luego pasa a tratar el dicho piadoso escritor de los grados de oración extraordinaria de los cuales la Santa escribía, esto es, de la oración de quietud, del sueño y suspensión de las potencias, de la unión, del éxtasis, del vuelo y de la herida espiritual. Sobre estas cosas escribe discretamente el sabio autor.
En vez de oración de quietud debemos pedir y desear que Dios nos libre de todo afecto y deseo de bienes mundanos que, no tan sólo no dan la paz, sino que por el contrario traen consigo inquietud y aflicción de espíritu, como dijo Salomón:
Todo es vanidad y aflicción de espíritu. No hallará jamás verdadera paz el corazón del hombre si no arroja de sí todo aquello que no es del agrado de Dios, para dejar lugar totalmente al amor divino, el cual debe poseerlo por completo. Mas esto de por sí no puede tenerlo el alma y tendrá que alcanzarlo con continua oración.
En vez del sueño y suspensión de potencias, pidamos a Dios que tengamos el alma dormida y muerta para todas las cosas temporales y muy despierta para meditar la bondad divina y para suspirar por el amor santo y los bienes eternos.
En vez de la unión de las potencias pidamos a Dios la gracia de no pensar, buscar y desear sino lo que sea su divino querer, pues la santidad más alta y la perfección más sublime sólo consisten en la unión de nuestra voluntad con la voluntad divina.
En vez de éxtasis y raptos será mucho mejor que pidamos a Dios que nos arranque del alma el amor desordenado de nosotros mismos y de las criaturas y que nos arrastre detrás de sí y de su amor.
En vez del vuelo del espíritu pidamos al Señor la gracia de vivir enteramente despegados de este mundo, como las golondrinas, que no se posan sobre la tierra para comer, si no que volando comen. Con lo cual debe entenderse que sólo debemos tomar aquellas cosas materiales que son necesarias para sostenimiento de la vida, pero volando por los aires siempre, es decir, sin detenernos en la tierra para saborear los placeres de este mundo.
En vez del ímpetu del espíritu pidamos al Señor que nos dé aquella energía y aquella fortaleza que nos son necesarias para resistir a los ataques de nuestros enemigos y para vencer las pasiones y abrazarnos con la cruz, aun en medio de las desolaciones y tristezas espirituales.
Y en cuanto a la herida espiritual pensemos que, así como las heridas con sus dolores nos traen a cada paso a la memoria el recuerdo de nuestro mal, así hemos de pedir a Dios que de tal suerte nos hiera con la lanzada de su santo amor, que recordemos continuamente su bondad y el apodo que nos ha tenido, y de esta manera podamos vivir siempre amándolo y complaciéndolo con obras y deseos.
Pues todas estas gracias no se alcanzan sin oración, y con ella se alcanza todo, con tal que sea humilde, confiada y perseverante.