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22» Las Cruzadas

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24» La Noche de San Bartolomé

25» ¿El Papa de Hitler?.

 

 

20. La lucha por las investiduras

Autor: Cristiandad.org 

La sorprendente epopeya papal de Matilde di Canossa, una mujer excepcional oculta en el tiempo.

Matilde di CanossaMatilde di Canossa nació en el seno de una poderosa familia católica.

Su padre, el marqués Bonifacio, era señor de un territorio de grandes dimensiones que se extendía en Italia desde la precordillera de los Alpes brescianos hasta el Lacio septentrional, por abajo.

Siendo ella una niña, en el año 1052, el marqués fue asesinado, cuando estaba cazando en una de sus tantas florestas próximas al Po.

Corrieron diferentes conjeturas sobre el motivo de su muerte, pero nunca se logró conocer la verdad.

El hecho es que dejó el gobierno de sus tierras en manos de las dos mujeres de su casa, Beatriz y Matilde.

Asesinado Bonifacio, las dos mujeres se sintieron muy solas, en apuros con su vasto dominio, que reunía gran diversidad de lenguas, costumbres, formas de gobierno y sociedades, que contribuían a formar un verdadero mosaico, que se había mantenido unido hasta entonces casi exclusivamente debido a la férrea voluntad del padre de Matilde.

La esposa del marqués era de sangre alemana, prima del rey emperador, y regresó con su hija a Lorena, su patria de origen, donde permanecieron un tiempo, mientras la pequeña crecía.

De vuelta en Italia, hubo muchos problemas que enfrentar.

En lo personal, Matilde deseaba convertirse en esposa de Cristo.

Muchos nobles y reyes medievales compartieron su mismo deseo de relación de la vida activa y la contemplativa, una anticipación del Paraíso en la tierra, un deseo de terminar la propia existencia en los claustros monacales iluminados desde lo alto, circundados de bellas columnas en su espacio cuadrangular, resonantes de cantos, atravesados por religiosos absortos en Dios.

Durante siglos este fue un gran deseo de los gobernantes piadosos. Muchos terminaron efectivamente así sus días.

Aunque el deseo de Matilde era este ante que ningún otro, las cosas se encaminaron de forma muy distinta: Gregorio VII la había disuadido de entrar en el convento, en los mismos años en los cuales reprochaba al abate de Cluny haber acogido como monje al rico duque Hugo de Borgoña.

"La caridad no va en busca de la satisfacción personal"; ésta fue la frase lapidaria que Gregorio opuso a quienes, entre los poderosos, daban la espalda al mundo en que tenían grandes deberes pendientes, para refugiarse en el sosiego monástico.

A cambio, pues, ella que se había convertido en una bella joven, debía contraer matrimonio con Godofredo el Jorobado, un hombre feo y deforme que la hizo sumamente infeliz.

Esta solución había sido inducida por razones políticas, como sucedió más tarde con el segundo marido, Güelfo de Baviera. También esta experiencia fue triste para Matilde, que se encontró desposada con un joven de 16 años cuando ella ya rondaba los 40. Ambos matrimonios fracasaron.


Tierras de Matilde di Canossa

Panorama general

Pero esta situación pareció ser nada en comparación de los problemas que surgían en sus territorios, fruto de la caída del sistema feudal, que generaría lo que hoy conocemos como el cambio de la baja hacia la alta edad media, y a la guerra de las investiduras que luego explicaremos.

Desde que Bonifacio se había convertido también en duque de Toscana, el territorio de los Canossa estaba apretado como en una gran prensa, entre el norte germánico y Roma, peligroso cojín que podía desempeñar funciones de intermediario, o bien ser empujado a pronunciarse por una de las partes, en caso de conflicto. Y este conflicto acababa de comenzar... Por lo que Matilde se puso de parte de Roma, convirtiéndose en la única noble de importancia que prestó apoyo al papado en la difícil situación que se iba a desarrollar.

Por otra parte, en el interior del estado, las ciudades eran focos permanentes de rebelión: en vías de obtener la autonomía de la organización comunal, no querían aceptar el orden feudal. Se estaban convirtiendo en comunas autónomas, como las comunidades rurales, también encaminadas al gobierno autónomo. La estructura feudal, apoyada sobre los dos pilares de fe y nobleza, estaba cayendo.

La querella de las investiduras

Para entender mejor el problema en que quedó inmiscuida, se hace importante explicar el motivo de la guerra que se desató entre el poder temporal y el espiritual.

Cuando accedió al trono de San Pedro el Papa Gregorio VII, quiso ordenar dos graves problemas que estaban decayendo cada vez más y arrastrando a la Iglesia consigo: la inmoralidad, y la simonía (pecado mortal en que incurre quien compra o vende favores religiosos como sacramentos o cargos eclesiásticos).

En los años 1074 y 1075 San Gregorio renovó los edictos contra la incontinencia de los clérigos y la simonía que ya los papas anteriores habían establecido, y condenó también la investidura laica, deponiendo al clérigo que la recibía, y excomulgando al príncipe que la impartía.

La investidura laica deriva del régimen de la Iglesia privada. Por influjo del derecho germánico en la Europa medieval se hizo frecuente el concebir a las iglesias como un beneficium, que a semejanza de cualquier otro "beneficio" podía ser instituido por un laico y concedido como feudo.

Así, pues, era frecuente que un señor feudal concediese a un clérigo una parroquia, una colegiata, etc. como feudo, participando luego de los frutos económicos de las mismas.

Los reyes, por su parte, eran quienes normalmente otorgaban los obispados y las abadías más importantes. El rito de investidura constaba del juramento de fidelidad del vasallo que luego recibía de su señor el báculo pastoral y frecuentemente el anillo. Este gesto se prestaba a confusión pues era un laico quien concedía una jurisdicción eclesiástica, y una dignidad que corresponde a la Iglesia el otorgarla. Incluso había otro punto que corregir:

El emperador ha de ser coronado por el Papa, ya que es de Dios que recibimos el poder temporal. Pero el monarca se consideraba el legítimo sucesor de Pedro. Es lo que se conoce como cesaropapismo, y que había ser modificado a partir de esta guerra.

Pero por lo pronto, el emperador Enrique IV, no estaba dispuesto a renunciar a lo que consideraba un derecho de la corona, y desafiando el Papa, en 1075 confirió el arzobispado de Milán al clérigo Tedaldo.

Ante la amenaza de excomunión pontificia por esta desobediencia, Enrique convocó un sínodo en el cual algunos obispos antigregorianos "depusieron" al Papa.

La respuesta de Gregorio no se hizo esperar: excomulgó al monarca, lo depuso y desligó a sus súbditos del juramento de fidelidad por el que le debían obediencia.

Esta es la sentencia de excomunión que entonces redactó el Santo Padre:

"Bienaventurado Pedro, príncipe de los apóstoles, préstame, te lo pido, oído favorable; escúchame que soy tu servidor, a quien tú has alimentado desde la infancia y preservado hasta este día de la mano de los malvados, que me han odiado y me odian porque soy fiel. Tú eres mi testigo, lo mismo que mi soberana, la Madre de Dios, así como el bienaventurado Pablo, tu hermano entre todos los santos, tú eres mi testigo de que la santa Iglesia Romana me ha llevado a pesar mío a su gobierno y que no he mirado como una conquista el hecho de subir a tu sede.

Hubiera preferido terminar mi vida como humilde peregrino más que tomar tu lugar por un sentimiento de gloria mundana y con la preocupación de un seglar. Si te ha agradado y si te agrada todavía que el pueblo cristiano, especialmente confiado a tu cuidado me obedezca, es, yo creo, un efecto de tu gracia y de ninguna manera el resultado de mis obras. Es porque soy tu representante que tu gracia ha descendido sobre mi, y esta gracia es el poder dado por Dios de atar y desatar en el cielo y en la tierra.

Fuerte por esta confianza, por el honor y la defensa de tu Iglesia, en nombre de Dios todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, en virtud de tu poder y de tu autoridad, pongo en entredicho al hijo del emperador Enrique, que se ha levantado contra tu Iglesia con una insolencia inaudita en el gobierno de todo el reino de los teutones y de Italia; y desligo a todos los cristianos del juramento que le han prestado o que le prestan; prohíbo a toda persona que le obedezca como a rey.

Es justo, en efecto, que aquel que se esfuerza por aminorar el honor de tu Iglesia pierda él mismo el honor que parece tener.

Como él ha desdeñado de obedecer como cristiano y no se ha vuelto al Señor, a quien ha abandonado comunicándose con los excomulgados, volviéndose culpable de muchas iniquidades, despreciando los avisos que le he dado para su salvación, tú lo sabes, y separándose de tu Iglesia que ha querido desgarrar, yo lo ato, en tu nombre, con la atadura del anatema.

Yo lo ato sobre la fe de tu poder, para que las naciones sepan y constaten que tú eres Pedro y que sobre esta piedra el Hijo de Dios vivo ha levantado su Iglesia, contra la cual las puertas del infierno no prevalecerán jamás."

El efecto fue fulminante, todos los descontentos en Alemania e Italia, vieron la ocasión para sublevarse; los nobles alemanes, escogieron incluso nuevo rey.

Enrique IV se apresuró a retorcer los argumentos del Papa, que podía excomulgarlo, pero no rechazar a un penitente arrepentido, y como tal se presentó ante él en Canossa, castillo de Toscana, donde la buena Matilde lo había acogido, y fingiendo arrepentimiento, recibió el perdón en enero de 1077.

En los años siguientes, el rey derrotó a los rebeldes alemanes y preparó sus defensas de tal forma que cuando reanudó las hostilidades hacia el Pontífice, y éste hubo de excomulgarle y deponerle de nuevo, nadie se movió contra él y pudo reunir una asamblea eclesiástica en Alemania, donde se destituyó a Gregorio VII y se nombró un antipapa, Clemente III, a quien Enrique IV instaló por la fuerza de las armas en Roma el año 1084, siendo coronado emperador por él a continuación. Mientras tanto el Papa se recluía en Castel Sant’Angelo.

Con los simoníacos y el poder temporal en contra, el Santo Padre encontró muy pocos fieles poderosos que le apoyaran, y Matilde fue una de ellos.


Gran guerrera

Un sabio del círculo de Matilde, Bonizone di Sutri, la pone a ella como ejemplo para los otros guerreros nobles alineados en el bando del pontífice: "Ved a Matilde, excelsa condesa, verdadera hija de San Pedro. Ella, no menos que un hombre, y sin preocuparse por todo lo que la rodea, está dispuesta incluso a morir antes que traicionar su compromiso de observar la ley de Dios".

Pero no fue fácil para Matilde vivir como mujer poderosa en ese siglo que siguió al milenio, desgarrado por innumerables divisiones, desde la base de la sociedad hasta sus vértices. Existía la amenaza de que la Iglesia quedara definitivamente subordinada al poder laico.

En el centro y el norte de Italia, donde estaba ubicado su vasto dominio, las ciudades que crecían casi vertiginosamente en superficie, habitantes y poder le causaban grandes preocupaciones.

Las ciudades llegaron a ser autónomas, verdaderos y genuinos estados, si bien dentro del más amplio contexto político imperial; algunas de ellas estaban ubicadas dentro de su dominio, aunque sin formar parte de él; otras se hallaban sujetas a su autoridad pero se resistían, se rebelaban, se sustraían a cualquiera que fuese su jurisdicción, como hizo durante 24 años la propia Mantua, la capital.

El imperio, además de debilitar la alianza entre el Papa y Matilde, apoyaba a los centros urbanos; y no solo eso: incitaba a los otros señores de los grandes territorios en contra de la dinastía de los Canossa.

Esta actitud hostil, dictada por no pocas razones, desembocó en una de las batallas más cruentas que tuvieron lugar en la Italia del siglo XI. En Caviolo, Bonifacio, el padre de Matilde, y Conrado, su tío, vencieron después de combate atroz.

También Matilde, antes de que comenzara la guerra entre el Papa y el futuro emperador, en la cual se encontró comprometida personalmente, parecía continuar la tradición guerrera de la dinastía.

Participó en dos encuentros armados, junto a su padrastro, Godofredo de Lorena, contra los normandos, a la edad de 21 y 28 años.

Aunque se comprometió en tantas acciones militares, nada demuestra sin embargo que las haya afrontado con encarnizamiento. Los propios autores del bando opuesto no se refieren a ella como a una mujer feroz, dedicada a la guerra, y lo habrían hecho si hubieran tenido un pretexto para ello, porque no escatimaron insultos dirigidos a su persona.

Es, sin embargo, hermosa la dedicación y sacrificio que puso en esto: "Matilde misma organiza a sus tropas en la guerra y permanece al frente de ellas. No la amedrentan las noches ni el frío, no le hacen abandonar a sus hombres", escribía Rangerio, autor de la Vita de Sanselmo da Lucca.

Los castillos

Matilde sostuvo batallas campales, incluso personalmente. Sin embargo, si bien obtuvo victorias, a menudo decisivas en el campo de batalla, fueron sus castillo los que le aseguraron una invencibilidad indiscutible.

Eran muchísimos, situados en particular desde los Apeninos hasta el Po. Los emperadores quedaron pasmados ante su cantidad, conquistaron algunos pero no lograron apoderarse de otros: tantas fortalezas no se podían capturar. Matilde prefería algunas de ellas, que eran más sólidas que las demás.

En el momento culminante de la guerra contra el emperador Enrique IV, cuatro de estas fortalezas, dos en la llanura y dos sobre los montes, tuvieron en jaque a las tropas imperiales y decidieron la derrota definitiva.

Mirando desde la llanura hacia las colinas y los montes, de espaldas al Po, las fortalezas vigilaban las alturas, desde los relieves amenazadores sobre la llanura hasta aquellos más internos, donde los bosques las ocultaban haciéndolas más difíciles de identificar y de sitiar.

Había aun otras que, circundadas por aguas perezosas de los meandros y los afluentes paduanos, sólo podían ser asaltadas con barcas y balsas cargadas de soldados, un blanco fácil para quien tenía la función de la defensa.

En los momentos en los cuales crecía la tensión de la guerra, cuando se trataba de defender la integridad de las personas frente a las milicias imperiales que se habían vuelto más resueltas y numerosas, Matilde prefería retirarse a los montes y buscar refugio en las fortalezas allí enclavadas.

Pasó muchos años de su vida en las frías habitaciones de sus castillos. Pensar que vivir así era una comodidad, está lejos de la realidad: la iluminación era escasa; la calefacción, por medio de grandes chimeneas, era inadecuada para afrontar los gélidos vientos de la montaña, las frías nieblas de la llanura, las lluvias y la nieve que entonces caía en abundancia.

Además, las fortalezas a menudo no eran de piedra, o lo eran sólo en parte. Solamente eran de piedra y ladrillo las más importantes, las que se hallaban protegidas contra los vados fluviales y las situadas en los valles que siempre era necesario vigilar.

Todas las demás eran construcciones rudimentarias, muy diferentes de las fortalezas que hoy conocemos. En muchos casos, sobre todo en el siglo X y en el siguiente, la madera constituía la materia prima con la cual se edificaban: una empalizada levantada sobre un terraplén circundado por un foso lleno de agua, y adentro, una torre de dos plantas, también ella de madera, donde se alojaba su señor; y al lado, las pequeñas viviendas de los otros, los almacenes, los establos y la iglesia, que no pocas veces también estaba construida rudimentariamente en madera.

Otras fortalezas – llamémoslas también así – consistían sólo en el foso sobrepasado por un terraplén: únicas defensas para las viviendas situadas en el interior.

Muchas aldeas campesinas no tenían mejor defensa, y sus señores se aseguraban una más sólida transformando el recinto sólo cuando decidían hacer de él un punto de resistencia.

En general, eran pequeños asentamientos de pocas decenas de metros de largo y de ancho, en medio de una naturaleza todavía esencialmente salvaje, que en la llanura se extendía en grandes pantanos, estanques, sotos y selvas que llegaban hasta los muros o las empalizadas.

Los ríos, casi todos poco provistos de diques, rebasaban fácilmente sus lechos, y el agua entraba, inundando estos modestos asentamientos humanos. Cuando uno de estos "castillos" era conquistado, se solía prender fuego a todo o se hacían desarmar las casas de madera y la empalizada, transfiriéndolas a otro lugar.

Por esta razón muchas poblaciones se trasladaban o desaparecían, y donde poco tiempo antes el caminante podía entrar en un recinto de madera y encontrar refugio, sus ojos después sólo veían postes o tablas incendiadas, o nada.

Muchos "castillos" de Matilde eran pequeñas aldeas casi sumergidas en la vegetación, habitadas por un centenar de personas, o aun menos, escasas de víveres y de armas.

Resultaba difícil llegar hasta allí, el traslado de uno a otro resultaba fatigoso y era imposible servirse de ellos frente a un sitio de cierta importancia.

Sin embargo, muchos otros eran fortalezas temibles; para levantarlos, se necesitaban grandes cantidades de hombres y piedras. Como ocurrió en Brescello, sobre el Po, hacia fines del siglo X, donde el bisabuelo de Matilde construyó uno de sus castillos más fortificados. Cuando se apoderó del lugar, era una aldea fortificada de manera rudimentaria en los límites de un vasto erial zarzoso, donde afloraban los restos de lo que había sido una ciudad y fortaleza romana destruida algunos siglos antes.

Las ruinas – mármoles, piedras y ladrillos – abundaban. El señor hizo venir a gran cantidad de personas, ordenó recoger ese material precioso y con él hizo levantar una muralla; adentro hizo construir un monasterio dedicado a San Genesio, el primer obispo de la ciudad desaparecida. Llegó a ser un monasterio próspero, situado en un territorio sobre los límites del dominio de los Canossa.

Siguiendo la política de sus predecesores, Matilde llegó a ser cada vez más dueña y señora de esas tierra, en otra época desoladas, que se fueron poblando a partir del primer milenio; y a lo largo de su vida, aunque las tierras aún albergaban grandes selvas y pantanos, lentamente se fueron diseminando aldeas y castillos destinados a un progresivo y constante engrandecimiento.

Por otra parte, el Po era una gran arteria navegable, por la que transitaba gente de toda clase acechada por los piratas: por estos últimos debía preocuparse la condesa.

Cuando ya estaba próxima a la muerte, su biógrafo Donizone declara que mientras ella permaneció con vida nadie había debido temer a los bandoleros de las aguas paduanas: la dama tenía una mano de hierro para mantener el orden en sus dominios.

Matilde dedicó particular atención a sus castillos. La misma sociedad le parecía representada sobre todo por la nobleza fiel, aparte de los clérigos y los monjes, quienes por lo demás estaban generalmente vinculados a ella.

Los castillos, y no las ciudades, fueron las residencias preferidas de Matilde, que se mantuvo fuera de los muros urbanos no sólo por motivos de seguridad, sino también porque advertía que se estaba gestando cada vez más firmemente una nueva forma de civilización, adversa en gran medida al mundo feudal que ella representaba.

Los castillos, muchos de los cuales eran de vasallos poderosos y fieles, fueron embellecidos, reforzados y poblados más que en el pasado por esta mujer que transcurría gran parte de su tiempo en ellos. Quienes tuvieron en jaque al emperador fueron ciertos vasallos con sus fortalezas, no las ciudades; ya que por lo que hemos explicado, estas últimas mostraban hacia la condesa una actitud ambigua, cuando no directamente hostil.

El mundo en el cual se mueve Matilde y que está presente en sus pensamientos, en sus fantasías y en sus sueños es, pues, completamente rural.

Era un mundo en el cual los grandes escenarios podían colmar el espíritu, pero donde prevalecía aun un ambiente difícil, que imponía una vida dura y sacrificada, un ambiente cubierto de bosques a menudo impenetrables, poblado de animales salvajes, de lobos y manadas de cerdos que se peleaban.

Al carácter selvático del paisaje se sumaba la rudeza de los hombres, su impulsividad y a menudo una fiereza que traía sus resabios de la reciente barbarie de la que salía la humanidad.

Matilde hubo de vigilar, además de a sus enemigos, a sus propios administradores, que frecuentemente utilizaban y robaban cuanto pertenecía a las iglesias y a los monasterios. Ella se hizo cargo de la situación, y proveyó a las iglesias hasta el punto de que el obispo de Mantua llegara a escribir: "todas las iglesias se nutren de la leche de Matilde".


Tiempos de guerra

El comienzo del siglo XII es tiempo de grandes cambios, entre los cuales el conflicto entre reino y sacerdocio, entre imperio y papado, es quizás el más evidente y duradero, aun cuando constituya el resultado de una situación de precariedad general, debida al trastrocamiento de las instituciones tradicionales, a las transformaciones profundas dentro de la sociedad, de la economía, del mismo paisaje.

Lo que más afectó a las instituciones de Europa occidental fue el desenfreno de las clases nobiliarias, que ya no estaban controladas por un poder central eficiente.

En todas partes los nobles erosionaban el viejo sistema para crearse ámbitos de poder restringidos, entraban en conflicto entre ellos y con el rey, se apoderaban de las iglesias y de los monasterios. En este cuadro agitado y convulsivo, los burgueses trataban de consolidar su propia posición social y política, entrando en conflicto con los obispos y los señores de las ciudades, con los nobles y con los monjes.

En Italia, la presencia y la mayor fuerza política de los burgueses complicaba las cosas y obstaculizaba seriamente la formación de los estados territoriales que se estaban constituyendo – si bien a duras penas – más allá de los Alpes. Matilde di Canossa vio cómo se desmoronaba progresivamente su estado a causa de la rebelión de las ciudades, donde la burguesía y los nobles se aliaban en contra de ella y en contra del orden tradicional del poder.

Todo esto se sumó a los gravísimos problemas de la guerra entre el emperador y el Papa, y tornó más difícil no sólo la posición política sino la existencia misma de Matilde.

El mundo occidental estaba en rebelión, y nuestra condesa debía afrontar situaciones a menudo desagradables, no raras veces irresolubles, como la resistencia de Mantua, que duró casi 24 años. La ciudad – que, como sabemos, hacía tiempo que había llegado a ser la capital del estado – se pasó al bando del emperador, lo que infirió un duro golpe a la condesa.

La lucha entre el emperador y los obispos fieles al Papa, hacía mucho tiempo que generaba un grado de tensión del cual no parecía fácil volver atrás. En Italia, en Parma, los ciudadanos apresaron y maltrataron al piadoso obispo Uberto, a quien Matilde acude sin demora a liberar.

En realidad, se derramaba sangre por todas partes en Occidente: muchos altos clérigos ya no toleraban su total sujeción al emperador o al rey; en Italia las ciudades se oponían a los obispos vinculados a Matilde, e incluso a ella misma. Y la mano de la nobleza caía más pesadamente sobre los ciudadanos.

Todo esto sucedía en el territorio de Matilde, quien a duras penas podía intervenir para castigar a los vasallos prepotentes que hostigaban a los pobladores.

Al culminar la guerra en el año 1092, Matilde estaba en los montes, trasladándose de una fortaleza a otra, donde se encontraba más segura, reforzando sus defensas, mientras en la vasta llanura del norte el emperador la desarmaba con sus tropas y trataba de vencerla en batallas campales.

Todo comienza verdaderamente con el combate de Volta Mantuana, en octubre de 1080, cuando los soldados de Matilde son derrotados por Enrique. No mucho tiempo después Luca y Pisa se rebelaron contra Matilde.

En julio de 1081, en Luca, Enrique la declaró exonerada de sus funciones y le confiscó los bienes. Pero fue en 1090 cuando Enrique decidió asestar un golpe en el núcleo del dominio de los Canossa, poniendo sitio a Mantua, la capital; sitio que la ciudad soportó durante once meses.

Esta prolongada acción militar nos da una prueba de la determinación de Enrique por acabar de una vez con la condesa. Mantua efectivamente se rinde y el emperador consigna las fortalezas de Rivalta y Govèrnolo, al norte y al sur de la ciudad, y de esta manera logra un completo control de la capital.

Pero esto no bastó: al año siguiente, en 1091, los hombres de Matilde fueron derrotados una vez más en Trecontai, dentro del territorio paduano, a causa de una traición de uno de los suyos, Ugo del Maso, de una dinastía que siempre había sido fiel al Papa.

Entonces, el emperador inició el ascenso a los montes; allí la defensa era mayor, pero si los conquistaba podía asegurarse la victoria completa. Los castillos de la llanura, excepto Piadena en la región de Cremona y Nogara en el territorio veronés, se habían rendido.

Sobre las montañas de Módena comenzaron a caer otros castillos; se abría una brecha extremadamente peligrosa en el sistema defensivo de Matilde, hasta tal punto que Enrique decidió sitiar Monteveglio, un relieve fortificado, formidable instrumento de guerra que mantenía resguardado el amplio llano inferior.

Durante todo el verano de ese año el emperador puso sitio al famoso castillo, dejando en la consternación a los hombres de Matilde y a sus aliados. Fue en ese momento cuando ella reunió a los suyos en la fortaleza más alta, en Carpineti, y les planteó directamente el dilema de continuar la guerra o aceptar la paz impuesta por el emperador, reconociendo como legítimo a Guiberto, el antipapa deseado por él. Matilde no quería aceptarlo.

Guiberto, por su parte, se había trasladado al pie de Monteveglio e incitó a Enrique a no desistir del sitio. Mientras tanto, había llegado el mes de octubre de ese año, desastroso para Matilde, y en Carpiteni, dentro del territorio reggiano, los hombres estaban más divididos que nunca.

El propio obispo de Regio, hombre piadoso y amigo de la condesa, le aconsejaba deponer las armas. Se había quedado sola; muchos, demasiados personajes próximos a ella, consejeros y amigos, habían muerto, como el propio Papa Gregorio y Anselmo da Lucca; algunos le habían vuelto la espalda – su marido Güelfo de Baviera, intelectuales de su círculo -, mientras otros la habían traicionado abiertamente.

Matilde conducía sola una lucha encarnizada que podía llevarla a la destrucción de su estado. Continuó combatiendo; en el intervalo había comprometido, además de todo el aparato militar, toda su fuerza y todos sus bienes. No satisfecha con esto, había hecho fundir el oro y la plata del tesoro de los Canossa, que envió a Roma, y había pedido a sus iglesias y a sus monasterios que hicieran lo mismo. No conservó nada para sí.

En medio de tantas adversidades le quedaron pocos amigos, como Anselmo de Aosta y otros de su estatura, para sostenerla. Con las principales ciudades toscanas en rebeldía, Florencia, ferviente sostenedora de la necesaria reforma eclesiástica, le fue fiel. Y he aquí que todo, casi de repente e inesperadamente, se tornó a su favor.

Los clarines que tocaban la retirada resonaron en ese mes de octubre de 1092 en la vasta llanura bajo la fortaleza de Monteveglio. Enrique abandonó el campo de batalla.

Para apreciar la obstinación del emperador y comprender por qué no quería ceder, intuyendo que, si hubiera dejado pasar más tiempo habría perdido para siempre la ocasión de vencer, debemos recordar que apuntó al antiguo núcleo del dominio de Matilde, es decir, a Canossa.

El terror paralizó a los defensores, pero la condesa hizo venir a gran parte de las tropas, todas las que pudo reunir. Fue como una detención del tiempo, un momento de suspenso y de expectativa. Los monjes de San Apolonio de Canossa rezaban, los soldados combatían. El éxito era difícil de prever. Enrique lanzó a todos los suyos contra la fortaleza, una de las más protegidas, elevada sobre un peñasco, todavía hoy impresionante.

Repentinamente cayó una niebla muy densa, como ocurría a menudo en otoño sobre los relieves de los Apeninos; el castillo se desvanecía a la vista de los soldados. Entre ellos se produjo una gran confusión, incluso porque muchos no conocían el lugar. Esto ayudó a los hombres de Matilde, y Enrique, que estaba sobre un cerro vecino observando la batalla, dio la orden de abandonar el campo. La guerra, en su fase más crucial, terminaba así en la niebla.


Vida de sufrimientos

Pide Dios a sus hijos que se parezcan a Él en perfecciones, y en el camino que tuvo que transitar cuando fue su paso por esta tierra. Por ello, es tan frecuente encontrar en las vidas de aquellos que le han sido más fieles el signo del sufrimiento y la lucha constante contra el mal.

Matilde tuvo muchísimos dolores a lo largo de su existencia terrena: dos matrimonios desastrosos, que frustraron su ferviente deseo de hacerse monja, guerra durante toda su vida con grandes dificultades por falta de aliados y por las traiciones de sus amigos, la disolución de un sistema que comprendía mejor y al que no podía salvar, y finalmente, una vejez también tocada por la cruz...

En el año 1111, Matilde ya se aproximaba a la muerte y la guerra todavía no había terminado del todo. En Roma se derramó sangre nuevamente, y no se llegó a una solución.

El tratado de Worms, de 1122, en que se llegaría a un acuerdo entre las partes, todavía estaba lejano. Aun cuando, probablemente, ya no se esperaba un encuentro armado, parecido al de otro tiempo, Matilde ya veía transcurrir sus últimos años de vida sin que todo ese conjunto desgastante de disturbios, de guerras, de violencia de toda índole, prometiera un cambio.

Por lo tanto, la proximidad de la muerte y una turbadora sensación de no haber podido hacer lo suficiente debían de entristecerla, quizá más aún que las derrotas y las injurias sufridas en el pasado.

Al culminar la guerra contra el emperador, Matilde se encontró privada del apoyo de muchas personas autorizadas que antes habían estado junto a ella: esas personas ya no vivían. A esto debemos agregar los dos matrimonios que duraron unos pocos años, y su condición de mujer no casada.

Los simpatizantes del emperador le echaban en cara que, siendo mujer, se inmiscuyera en cosas más grandes que ella. No escatimaban insultos, reiterados e hirientes.

Incluso entre los sostenedores de su causa no faltaban quienes no aceptaban el gobierno y el alto protagonismo de una mujer sola, no unida a un hombre con el vínculo matrimonial.

Este mismo hecho la expuso a sospechas y acusaciones difamatorias sobre sus relaciones con el Papa Gregorio y con Anselmo, el obispo de Lucca, expulsado de su ciudad y refugiado junto a ella; hasta el punto de que Anselmo sintió la necesidad de defender su buena reputación. En el Libro contra Viberto (el antipapa), llega a expresarse de este modo: "no busco en ella (Matilde) nada terrenal ni carnal, sino que día y noche sirvo a mi Dios manteniéndola fiel a Él y a mi santa madre Iglesia, que me la ha confiado".

Deusdedit echaba en cara a Enrique IV el haber sido derrotado por una mujer. No estaba equivocado, porque los enemigos de Matilde, precisamente por le importancia de su acción política y militar, eran muchos y se vengaron de ella, como hemos visto, con acusaciones difamatorias.

Los más allegados a ella confirman el motivo profundo de las feroces maledicencias de los adversarios: en sus obras escritas la condesa aparece como única, verdadera protagonista de la guerra en defensa del pontífice, y sus residencias llegan a ser el puerto seguro para los desterrados, clérigos sobre todo, pero también laicos, culpables de no haberse alineado con el emperador.

Así escriben, inspirados con el recuero que la consideraba como única protagonista (o casi) de la lucha, el Pseudo-Bardone y Rangerio, autores de las biografías de Anselmo da Lucca:

"En toda Italia poco nos queda, sólo la casa de Matilde resiste", afirma el primero; y el segundo expresa: "Solamente una dinastía ha sostenido todo".

Por lo demás, el propio Gregorio VII, exiliado en Salerno en 1084, poco antes de morir escribía, en su desconsolada y trágica confesión al mundo cristiano: "Quien, movido por el imperativo de Cristo, lucha hasta morir contra los malvados, no es apoyado por los hermanos – lo que sería un deber de ellos – y además es juzgado temerario, perturbado".

La referencia a Matilde (a quien los adversarios reprochaban la pasionalidad "mujeril" que la había impulsado a derrochar sus bienes en una "causa equivocada") es evidente, además de haber hablado de sí mismo. Por otra parte, en esos años dolorosos no sólo tuvo como enemigos a los antiguos adversarios del centro de Italia, sino también a los viejos aliados del Este.

Matilde perdió casi todas las fortalezas y las aldeas de su propiedad, y con esta obra de autoexpoliación quedó aún más sola. "No se avergüenza de perder castillos, casas, ciudades y aldeas en nombre del Señor. Tampoco teme ofrendar la vida", escribe casi clamando Rangerio di Lucca.

Pero todavía le faltaba apurar el último trago de su cáliz...


"He combatido el buen combate"

Había ido a vivir sus últimos días a un pequeño y perdido pueblo del cual era su señora, lejos del poder y las cortes, pero próximo al monasterio más grande construido por su familia, San Benedetto di Polidore, donde una multitud de religiosos rezarían incesantemente por ella.

Le otorgó concesiones, beneficios y favores al célebre monasterio; en el que se abandonó y apoyó por completo, temiendo por la salvación de su alma. En este monasterio benedictino cincuenta monjes, incluido el abate, habían hecho la solemne promesa de celebrar hasta el fin de este mundo el aniversario de la muerte de Matilde. Era el año 1109.

Después de un breve período, en noviembre de 1114, Matilde se trasladó de Bondanazzo, la pequeña residencia final, al célebre monasterio, para iniciar la serie de concesiones de las cuales lo había hecho objeto.

Acompañada por algunos de sus más cercanos colaboradores, en una solemne ceremonia depositó el pergamino sobre el altar de la iglesia. El documento contenía la renuncia a todos los derechos que la familia de Matilde había ejercido desde hacía mucho tiempo, con una clara expresión, con un gesto sacralizado por la presencia alentadora del gran espíritu de San Benito:

"Delante de la comunidad venerable de los monjes, sobre el altar sagrado del beato Benito, hemos renunciado a la investidura de los derechos".

Poco tiempo después, la enfermedad (gota) la inmovilizaría definitivamente, aliviada sólo por las plegarias de los numerosos cofrades del vecino monasterio paduano y de aquellas iglesias a las cuales no cesó de hacer donaciones.

Encontró fuerzas sin embargo para resistir por siete meses, mientras se preparaba para comparecer ante el tribunal de Dios. Había dado órdenes de que se le construyese, justo frente a la habitación donde estaba su lecho, una pequeña capilla dedicada al apóstol Santiago.

Allí, tendida en su lecho de dolor, podía escuchar y ver al religioso que celebraba los oficios divinos. Esa pequeña iglesia era como una puerta abierta hacia el reino celestial del cual Matilde había imaginado durante mucho tiempo la luz y los cantos, y el premio por haber combatido en el curso de tantos años a favor de la Iglesia y del Papa; ella, que era prima del gran enemigo de ambos, el emperador.

En esos últimos meses, Matilde había honrado al Apóstol Santiago y a muchos otros santos, para serenarse en el último trecho que le quedaba por recorrer, con la mente fija en la muerte, en el recuerdo de los pecados, en la fragilidad del ser humano que la atroz enfermedad había puesto a prueba. Nunca como entonces benefició a las iglesias y los monasterios, honró a los santos famosos y rezó con una intensidad que no había podido tener hasta la fecha.

Al final de su vida Matilde encontró el ideal de paz y de plegaria por el cual siempre se había sentido atraída, y sobre el que le había escrito al Papa Gregorio VII en la lejana década de 1070. Es su propio biógrafo Donizone quien lo revela, cuando escribe que en el amor por Dios ella ya estaba muy por encima de los mismos sacerdotes.

Noche y día – continúa – se dedicaba a los salmos y a toda la liturgia, con un amor creciente; era una experta en eso, rebosante de espíritu religioso.

En esto la asistían los clérigos más sabios; no había obispo que se preocupara tanto por los hábitos y los vasos destinados al culto. Había combatido mucho por Dios; ahora, finalmente, después de la victoria, vivía la paz.

Hasta que, en julio de 1115, el obispo de Regio le hizo besar el crucifijo, y ella, tendida sobre su lecho de sufrimiento, entregó su alma al Señor. Junto a ella también veía su fin la poderosa dinastía Canossa...


La traslación de sus restos

En el año 1644, cuando el cuerpo de Matilde di Canossa fue transferido del Castel Sant’Angelo, en Roma, a la Basílica de San Pedro – en donde permanece aún -, se encontraba todavía incorrupto, a pesar de llevar cinco siglos de muerta.

Una fuerte emoción embargó a los presentes, frente a los restos mortales de quien fuera una de las mujeres más poderosas del Medioevo, mientras la Iglesia se disponía a darle sepultura en el más famoso templo de la cristiandad.

No era la primera vez que se exponía al público, ya que treinta años antes, había tenido un pequeño traslado, y en 1445, en la iglesia de San Benedetto, el cadáver había permanecido a la vista de muchos, antes de ser sepultado en el interior del edificio.

Los comentarios que se hicieron de este asombroso hecho de incorruptibilidad, que Dios reserva sólo para algunas almas muy especiales, fueron los siguientes: cuando en 1445 se llevó a cabo el primer reconocimiento del cadáver, se asentó en el informe oficial:

"El cuerpo permanece intacto, único, femenino"; mientras que en 1613 anotaron: "el cuerpo está intacto, en nada alterado; la boca abierta; los dientes, blanquísimos".

No pasa por alto un milagro que, si bien no se considera a la hora de una posible canonización, sí nos habla de la integridad y la pureza de una mujer que hizo todo, dio todo y enfrentó todo por la gloria de Cristo.

   


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