III. En la Cena del Cordero
Una Participación en su Cuerpo y Sangre
Cuando el Nuevo Testamento habla de la venida de Cristo, habla también de su juicio. La parusía eucarística es una presencia real, Cristo que viene en poder para juzgar.
Es por esto que tenemos que acudir dignos a la celebración. Como San Pablo amonestó, “por tanto, quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor” (cfr. 1 Cor. 11:27-32).
Es por esto que rezamos las palabras del centurión de rodillas antes de recibir la comunión, “Señor, no soy digno...” (cfr. Mt. 8:8).
No somos dignos de la visita del Señor. Y sin embargo, Él nos hace dignos. Nos da “participación” (koinonia-comunión) en su cuerpo y sangre (cfr. 1 Cor. 10:16). Por la Eucaristía, nosotros tenemos “participación (koinonoi) de la naturaleza divina” (2 Pe. 1:14).
Esta participación es la meta de toda la historia de la salvación, es la bendición que Dios deseó otorgar a todos los pueblos. Es una historia que empieza “en el principio” como leemos en la primera página de la Biblia, y continúa en cada Misa, en que hacemos eco de la oración de la última página de la Biblia, “¡Amén, Ven, Señor Jesús!” (Apoc. 22:20).
Con cada “venida” del Señor en la Eucaristía, anticipamos la última venida, cuando la muerte será vencida y Cristo entregará a Dios Padre el reino... “para que Dios sea todo en todos” (1 Cor. 15:23-28).
En la Eucaristía, recibimos lo que será para toda la eternidad, cuando seamos llevados al cielo a juntarnos con las miríadas celestiales en las bodas del Cordero. Por la Santa Comunión ya llegamos allá.
“El Señor está con nosotros,” dice el sacerdote después de la comunión. Y nos envían de cada Misa en paz —autorizados y comisionados— a vivir el misterio y el sacrificio que acabamos de celebrar, por medio del esplendor de asumir nuestra santificación a través de las cosas ordinarias en el hogar y en el mundo.