LA PALABRA DE DIOS Y LA MURMURACIÓN
SUEÑO 95. AÑO DE 1876. PARTE II
Mientras tanto vi salir de todas partes una cantidad extraordinaria de gallinas que se metían en el sembrado para comerse él trigo que los otros habían arrojado como simiente.
Y el grupo de los cantores prosiguió cantando: Venerunt aves caeli, sustulerunt frumentum et reliquerunt zizaniam.
Yo di una mirada a mi alrededor y observé a mis clérigos que estaban conmigo.
Uno con los brazos cruzados miraba a los demás con fría indiferencia; otros charlaban con los compañeros; otros se encogían de hombros, quiénes miraban al cielo, quiénes se reían al contemplar aquel espectáculo, otros proseguían tranquilamente sus recreos y sus juegos, otros desempeñaban alguna de sus ocupaciones; pero ninguno hacía por espantar las gallinas y echarlas fuera.
Yo me volví entonces a ellos muy disgustado y llamando a cada uno por su nombre, les dije:
—Pero ¿qué hacen? ¿No ven que las gallinas se están comiendo todo el trigo? ¿No ven que están destruyendo toda la buena simiente, haciendo desvanecerse todas las buenas esperanzas de estos agricultores? ¿Qué recogeremos después? ¿Por qué permanecen ahí mudos? ¿Por qué no gritan? ¿Por qué no las espantan?
Pero los clérigos se encogían de hombros, me miraban y no decían nada.
Algunos ni se volvieron a escucharme; ni se habían fijado en el campo, ni se preocuparon de hacerlo después que yo les hube reprendido.
—¡Qué necios son!, —continué—. Las gallinas tienen ya el buche lleno. ¿No pueden dar unas palmadas, así?
Y al decir esto comencé a palmotear, encontrándome verdaderamente embrollado, pues mis palabras no servían para nada. Entonces algunos comenzaron a espantar a las gallinas, pero yo me decía para mí:
—¡Sí, sí! Ahora que se han comido todo el trigo van a echar a las gallinas.
Y, mientras tanto, llegó hasta mi el canto del grupo de los campesinos, cuya letra decía: Canes muti nescientes latrare.
Entonces me dirigí a aquel buen anciano y entre estupefacto e indignado, le dije:
—¡Vamos! Déme una explicación de cuanto estoy viendo; que no entiendo nada. ¿Qué representa esa semilla arrojada a la tierra?
—¡Esta sí que es buena!, —replicó el anciano—. Semen est verbum Dei.
—¿Y qué quiere decir el hecho de que las gallinas se lo coman como acabo de ver?
El viejo, cambiando de tono de voz, prosiguió: —¡Oh! Sí quiere una explicación más completa se la daré. El campo es la viña del Señor, de que nos habla el Evangelio, y puede también representar el corazón del hombre.
Los agricultores son los obreros evangélicos, que siembran la palabra de Dios especialmente con la predicación. Esta palabra podría producir mucho fruto en el corazón que fuese un terreno bien preparado. Pero ¿qué sucede? Que vienen las aves del cielo y se llevan la semilla. —¿Qué representan estos animales?
—¿Quiere que se lo diga? Simbolizan las murmuraciones. Después de oír una plática que podría producir su efecto, comienzan los comentarios con los compañeros.
Uno ridiculizan un gesto, otro la voz, otro la palabra del predicador y he aquí que el fruto del sermón desaparece. Otro acusa al predicador de un defecto físico o intelectual; un tercero se ríe de su forma de expresión y el fruto de la plática cae por tierra.
Lo mismo habría que decir de una buena lectura, cuyo bien queda obstaculizado por la murmuración. Las murmuraciones son tanto más malas en cuanto que generalmente son secretas, escondidas y viven y crecen donde menos sospechamos.
El trigo, aunque caiga en un terreno no muy bien cultivado, nace, crece, alcanza una altura bastante considerable y produce fruto. Cuando sobre un campo recién sembrado se abate la tempestad, el campo queda asolado y no produce mucho fruto, pero algo produce.
La mies no será muy vistosa, pero las plantas crecerán; darán poco fruto, pero alguno darán... En cambio, cuando las gallinas o los pájaros picotean la simiente, ya no hay nada que hacer: el campo no producirá ni poco ni mucho; no producirá fruto de ninguna clase.
De la misma manera si las pláticas, si las exhortaciones, si los buenos propósitos son seguidos de una distracción, de una tentación, etc., darán menos fruto; en cambio, si se sigue la murmuración, el hablar mal o cosas semejantes, no se pierde algo, sino todo por completo.
¿Y a quién le corresponde palmotear, insistir, gritar, vigilar, para que estas murmuraciones, para que estas malas conversaciones no se produzcan ¡ Vos lo sabéis!
—Pero, ¿qué es lo que hacían aquellos clérigos?, —le pregunté—. ¿Acaso no podían ellos impedir tan gran mal?
—Nada impidieron —prosiguió el anciano—. Unos estaban observando como estatuas mudas; otros no se fijaban, no pensaban, no veían o estaban con los brazos cruzados; otros no tenían valor para impedir tal mal; algunos, aunque pocos, se unían a los murmuradores, tomando parte en su maledicencias y haciendo el oficio de destructores de la palabra de Dios.
Tú que eres sacerdote, insiste sobre esto: predica, exhorta, habla, no tengas nunca miedo de decir demasiado; todos saben que el poner en ridículo a quien predica, a quien exhorta, a quien da buenos consejos es una de las cosas que pueden ocasionar mayor mal.
Y el permanecer mudo cuando se ve algún desorden y el no impedirlo, especialmente si se puede y se debe, es hacerse cómplice del mal de los demás.
Yo, impresionado al oír estas palabras, quería seguir mirando, observando esto y aquello, amonestar a los clérigos y animarlos a cumplir con sus deberes.
Pero vi que se aprestaban ya a poner en fuga a las gallinas. Al avanzar unos pasos, tropecé con un rastrillo de los de extender la tierra, que había sido dejado allí, y me desperté.
Y prosiguió:
Ahora dejémoslo todo a un lado y saquemos alguna moraleja.
—Don Barberis, ¿qué te parece de este sueño?
Que es un garrotazo con todas las de la ley y que al que le coge de lleno no lo deja bien parado.
—Cierto —replicó [San] Juan Don Bosco—, es una lección de la cual hemos de sacar provecho. No lo olviden, mis queridos jóvenes; eviten entre vosotros toda suerte de murmuración, considerándola como el mayor de los males; huyan de ella como se huye de la peste y no sólo procuren evitarla vosotros, sino haced que los demás también la eviten.
Algunas veces, unos consejos santos, unas obras extraordinariamente buenas, no hacen tanto bien como el que consigue impedir una murmuración o una palabra que pueda dañar a los demás.
Armémonos de valor y combatámosla valientemente. No hay peor desgracia que hacer perder su eficacia a la palabra de Dios. Y a veces basta una palabra, basta una broma.