Las Horas de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo
Décimo Séptima Hora
De las 9 a las 10 de la Mañana
17
» Jesús es coronado de espinas
“Ecce Homo” Jesús es condenado a muerte
Jesús mío, amor infinito, más te miro y más comprendo
cuánto sufres... Ya estás todo lacerado y no hay parte
sana en ti.
Los verdugos, haciéndose aun más feroces al
ver que Tú, en medio de tantas penas, los miras con tanto
amor, y que tus miradas amorosas forman un dulce
encanto, como si fueran tantas voces que ruegan y que
suplican más penas y nuevas penas, aunque ellos son
inhumanos, pero también forzados por tu amor, te ponen
de pie, y Tú, no pudiéndote sostener, de nuevo caes en tu
sangre...
Y ellos, irritados, con puntapiés y a empujones
te hacen llegar al lugar en que te coronarán de espinas.
Amor mío, si Tú no me sostienes con tu mirada de
amor, yo no puedo continuar viéndote sufrir...
Siento ya un escalofrío hasta en mis huesos, el corazón me late fuertemente, me siento morir...
¡ Jesús, Jesús, ayúdame! Y mi amable Jesús me dice:
“Ánimo, hija mía, no pierdas nada de lo que sufro. Sé atenta a mis enseñanzas. Yo quiero rehacer al hombre en todo...
El pecado le ha quitado la corona y lo ha coronado de oprobio y de confusión, de modo que no puede comparecer ante mi majestad.
El pecado lo ha deshonrado, haciéndole perder todo derecho a los honores y a la gloria; por eso quiero ser coronado de espinas, para poner la corona sobre la frente del hombre y para devolverle todos los derechos a todo honor y gloria...
Y mis espinas serán ante mi Padre reparaciones y voces de disculpa por tantos pecados de pensamiento, en especial de soberbia, y voces de luz para cada mente creada, suplicando que no me ofenda; por eso, tú únete conmigo y ora y repara conmigo.”
Coronado Jesús mío, tus crueles enemigos te hacen sentar, te ponen encima un trapo viejo de púrpura, toman la corona de espinas y con furor infernal te la ponen sobre tu adorable cabeza; a golpes y con palos te hacen penetrar las espinas en la cabeza, en la frente, y algunas de ellas se te clavan hasta en los ojos, en las orejas, en el cráneo y hasta en la nuca...
¡Amor mío, qué penas tan desgarradoras! ¡Qué penas inenarrables! ¡Cuántas muertes crueles sufres!
La sangre te corre sobre la cara, de manera que no se ve más que sangre, pero bajo esas espinas y esa sangre se descubre tu rostro santísimo radiante de dulzura, de paz y de amor.
Y los verdugos, queriendo completar el tormento, te vendan los ojos,, te ponen como cetro una caña en la mano y empiezan sus burlas...
Te saludan como al Rey de los Judíos, te golpean la corona, te dan bofetadas, y entre gritos te dicen: “¡Adivina quién te ha golpeado...!”
Y Tú callas y respondes con reparar las ambiciones de quienes aspiran a gobernar, de quienes aspiran a las dignidades, a los honores, y por aquellos que, encontrándose en tales puestos y no comportándose bien, forman la ruina de los pueblos y de las almas confiadas a ellos, y cuyos malos ejemplos son causa de empujar al mal y de que se pierdan almas...
Con esa caña que tienes en las manos reparas por tantas obras buenas pero vacías de espíritu interior, e incluso hechas con malas intenciones.
En los insultos y con esa venda reparas por aquellos que ridiculizan las cosas más santas, desacreditándolas y profanándolas, y reparas por aquellos que se vendan la vista de la inteligencia para no ver la luz de la verdad.
Con esta venda impetras para nosotros el que nos quitemos las vendas de las pasiones, del apego a las riquezas y a los placeres...
Jesús, Rey mío, tus enemigos continúan sus insultos; la sangre que chorrea de tu santísima cabeza es tanta que llegando hasta, tu boca te impide hacerme oír claramente tu dulcísima voz, y por tanto me veo impedida a hacer lo que haces Tú...
Por eso vengo a tus brazos, quiero sostener tu cabeza traspasada y dolorida, quiero poner mi cabeza bajo esas mismas espinas para sentir sus punzadas...
Pero mientras digo esto, mi Jesús me llama con su mirada de amor y yo corro, me abrazo a su Corazón y trato de sostener su cabeza.
¡Oh, qué alegría es estar con Jesús, aún en medio de mil tormentos! Y entonces El me dice:
“Hija mía, estas espinas dicen que quiero ser constituido Rey de cada corazón. A Mí me corresponde todo dominio.
Tú toma estas espinas y punza tu corazón y haz que salga de él todo lo que a Mí no pertenece... y deja una espina clavada en tu corazón en señal de que soy tu Rey y para impedir que ninguna otra cosa entre en ti.
Después corre por todos los corazones y, punzándolos, haz que salgan de ellos todos los humos de soberbia y la podredumbre que contienen... y constitúyeme Rey en todos.”
Amor mío, el corazón se me oprime al dejarte... Por eso te ruego que cierres mis oídos con tus espinas para que sólo pueda oír tu voz, que me cubras con tus espinas mis ojos para poder mirarte sólo a ti, que me llenes con tus espinas la boca para que mi lengua permanezca muda a todo lo que pudiera ofenderte y está libre para alabarte y bendecirte en todo...
Oh Rey mío Jesús, rodéame de espinas, y estas espinas me custodien, me defiendan y me tengan inabismada por entero en ti... Y ahora quiero limpiarte la sangre y besarte, pues veo que tus enemigos te llevan de nuevo ante Pilatos, y él te condenará a muerte.
Amor mío, ayúdame a continuar tu doloroso camino y bendíceme... Coronado Jesús mío, mi pobre corazón, herido por tu amor y traspasado por tus penas, no puede vivir sin ti, y por eso te busco...
Y te encuentro nuevamente ante Pilatos. ¡Pero qué tremendo espectáculo!
¡Los Cielos se horrorizan y hasta el infierno tiembla de espanto y de rabia! Vida de mi corazón, mi vista no puede aguantar mirarte sin sentirme morir; pero la fuerza de tu amor me obliga a mirarte para hacerme comprender bien tus penas... y yo te contemplo entre lágrimas y suspiros...
¡Jesús mío, estás casi desnudo, y en vez de con ropas te veo vestido con sangre, las carnes abiertas y destrozadas, los huesos al descubierto, tu santísimo rostro, irreconocible...
Las espinas clavadas en tu adorable cabeza te llegan a los ojos al rostro... y yo no veo más que sangre que corriendo hasta el suelo forma un charco bajo tus pies.
¡Jesús mío, ya no te reconozco! ¡Cómo has quedado! ¡Tu estado ha llegado a los excesos más profundos de las humillaciones y de los dolores!
¡Ah, no puedo soportar tu visión tan dolorosa! Me siento morir y quisiera arrebatarte de la presencia de Pilatos para encerrarte en mi corazón y darte descanso; quisiera sanar tus llagas con mi amor, y con tu sangre quisiera inundar todo el mundo para encerrar en ella a todas las almas y llevarlas a ti como conquista de tus penas...
Y Tú, oh paciente Jesús mío, a duras penas parece que me miras por entre las espinas y me dices:
“Hija mía, ven entre mis atados brazos, apoya tu cabeza sobre mi Corazón, y sentirás dolores más intensos y acerbos, porque todo lo que ves por fuera de mi Humanidad no es sino lo que rebosa de mis penas interiores...
Pon atención a los latidos de mi Corazón y sentirás que reparo las injusticias de los que mandan, la opresión de los pobres, los inocentes pospuestos a los culpables, la soberbia de quienes, con tal de conservar dignidades, cargos o riquezas, no dudan en transgredir toda ley y en hacer mal al prójimo, cerrando los ojos a la luz de la verdad...
Con estas espinas quiero hacer pedazos el espíritu de soberbia de “sus señorías”, y con las heridas que forman en mi cabeza quiero abrirme camino en sus mentes para reordenar todas las cosas según la luz de la verdad...
Con estar así humillado ante este injusto juez, quiero hacer comprender a todos que solamente la virtud es la que constituye al hombre como rey de sí mismo, y enseño a los que mandan que solamente la virtud, unida al recto saber, es la única que es digna y capaz de gobernar y regir a los demás, mientras que todas las demás dignidades, sin la virtud, son cosas peligrosas y que más bien hay que lamentar...
Hija mía, haz eco a mis reparaciones y sigue poniendo atención a mis penas.”
Amor mío, veo que Pilatos, viéndote tan malamente reducido, se siente estremecer, y todo conmovido exclama:
“¿Pero es posible tanta crueldad en los corazones humanos? ¡Ah, no era esta mi voluntad al condenarlo a los azotes!”
Y queriendo liberarte de las manos de tus enemigos, para poder encontrar razones más convenientes, todo hastiado y apartando la mirada, porque no puede sostener tu visión excesivamente dolorosa, vuelve a interrogarte:
“Pero dime, ¿qué has hecho? Tu gente te ha entregado en mis manos ...Dime, ¿Tú eres Rey? ¿Cuál es tu reino?”.
A estas preguntas de Pilatos, Tú oh Jesús mío, no respondes, y abstraído piensas en salvar mi pobre alma, a costa de tantas penas... Y Pilatos, no viéndose respondido, añade:
“¿No sabes que en mi poder está el liberarte o el condenarte?”.
Pero Tú, oh amor mío, queriendo hacer resplandecer en la mente de Pilatos la luz de la verdad, le respondes:
“No tendrías ningún poder sobre Mí si no te viniera de lo Alto; pero aquellos que me han entregado en tus manos han cometido un pecado más grande aún que el tuyo.”
Entonces Pilatos, como movido por la dulzura de tu voz, indeciso como está y con el corazón en turbulencia, creyendo que los corazones de los judíos fuesen más piadosos, se decide a mostrarte desde la terraza, esperando que se muevan a compasión al verte tan destrozado, y poderte así liberar.
Dolorido Jesús mío, mi corazón desfallece viéndote seguir a Pilatos...
Fatigosamente caminas, encorvado y bajo esa horrible corona de espinas; la sangre marca tus pasos, y saliendo fuera oyes el gentío tumultuoso que aguarda con ansiedad tu condena.
Y Pilatos, imponiendo silencio para captar la atención de todos y hacerse escuchar por todos, con visible repugnancia toma los dos extremos de la púrpura que te cubre el pecho y los hombros, los levanta para hacer que todos vean a qué estado has quedado reducido, y dice en voz alta:
“¡Ecce Homo! ¿He aquí al Hombre! ¡Miradlo, no tiene ya aspecto de hombre! ¡Observad sus llagas; ya no se le reconoce! Si ha hecho mal, ya ha sufrido bastante, demasiado. Y yo estoy arrepentido de haberle hecho tanto sufrir; dejémoslo libre...”
Jesús, amor mío, déjame que te sostenga, pues veo que vacilas bajo el peso de tantas penas ...
Ah, en este momento solemne se va a decidir tu suerte. A las palabras de Pilatos se hace un profundo silencio en el Cielo, en la tierra y en el infierno...
Y en seguida, como una sola voz, oigo el grito de todos: “¡Crucificalo, crucificalo! ¡A toda costa lo queremos muerto!”.
Vida mía Jesús, veo que te estremeces... El grito de “Muerte” desciende a tu Corazón, y en esas voces oyes la
voz de tu amado Padre que te dice: “¡Hijo mío, te quiero muerto, y muerto crucificado!” Y ah, oyes también a tu querida Mamá que, aunque traspasada, desolada, hace eco a tu amado Padre:
“¡Hijo... te quiero muerto!” Los Angeles y los Santos, así como el infierno, gritan todos con voz unánime: “¡Crucifícalo, crucificalo!”
De manera que no hay nadie que te quiera vivo. Y, ay, ay, con mi mayor confusión, dolor y asombro, también yo me veo forzada por una fuerza suprema a gritar: “¡Crucificalo!”.
¡Jesús mío, perdóname si también yo, miserable alma pecadora, te quiero muerto! Sin embargo, ah Jesús, te ruego que me hagas morir contigo...
Y mientras Tú, oh destrozado Jesús mío, pareces decirme, movido por mi dolor:
“Hija mía, estréchate a mi Corazón y toma parte en mis penas y en mis reparaciones... El momento es solemne: Se debe decidir entre mi muerte o la muerte de todas las criaturas.
En este momento dos corrientes chocan en mi Corazón. En una están todas las almas que, si me quieren muerto, es porque quieren hallar en Mí la Vida, y así, al aceptar Yo la muerte por ellas, son absueltas de la condenación eterna y las puertas del Cielo se abren para admitirlas.
En la otra corriente están aquellas que me quieren muerto por odio y como confirmación de su condenación... y mi Corazón está lacerado y siente la muerte de cada una de éstas y sus mismas penas del infierno...
Mi Corazón no soporta estos acerbos dolores; siento la muerte en cada latido, en cada respiro, y voy repitiendo:
“¿Por qué tanta sangre será derramada en vano? ¿Por qué mis penas serán inútiles para tantos?
¡Ah hija, sosténme, que ya no puedo más... Toma parte en mis penas y tu vida sea un continuo ofrecimiento para salvar las almas y para mitigarme penas tan desgarradoras.
“Corazón mío, Jesús, tus penas son las mías, y hago eco a tu reparación...
Pero veo que Pilatos queda atónito, y se apresura a decir: “¿Cómo? ¿Debo crucificar a vuestro Rey?
¡Yo no encuentro culpa para condenarlo!” Y los judíos, llenando el aire, gritan:
“¡No tenemos otro rey que el César, y si tú no lo condenas, no eres amigo del César! ¡Quita, quita, crucificalo, crucifícalo!”.
Pilatos, no sabiendo ya que más hacer, por temor a ser destituido, hace traer un recipiente con agua y lavándose las manos dice:
“Soy inocente de la Sangre de este Justo”. Y te condena a muerte. Y los judíos gritan: “¡Su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos!
Y viéndote condenado, estallan en una fiesta, aplauden, silban, gritan...
Y mientras, Tú, oh Jesús, reparas por aquellos que, hallándose en el poder, por temor vano y por no perder su puesto, pisotean hasta las leyes más sagradas, no importándoles la ruina de pueblos enteros, favoreciendo a los impíos y condenando a los inocentes.
Yreparas también por aquellos que después de la culpa, instigan a la Cólera Divina a castigarlos.
Pero mientras reparas por todo esto, el Corazón te sangra por el dolor de ver al pueblo escogido por ti, fulminado por la maldición del Cielo... que ellos mismos con plena voluntad han querido, sellándola con tu Sangre, que han imprecado...
Ah, el Corazón se te parte, déjame que lo sostenga entre mis manos, haciendo mías tus reparaciones y tus penas...
Pero el amor te empuja aun más alto... y ya con impaciencia buscas la Cruz...