Las Horas de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo
»Una Comparación
La enorme ingratitud del hombre que no corresponde amor por amor y se olvidad de cuanto por él ha sufrido el Sumo y Eterno Amante, se demuestra con esta comparación, propuesta por el gran Doctor de la Iglesia, San Alfonso M. De Ligorio, y que yo quiero reproducir aquí, ampliándola:
Un esclavo, por sus delitos fue condenado a muerte por un rey. Puesto en la cárcel, entre cadenas esperaba temblando el momento de ser conducido al patíbulo.
Pero el rey tenía un hijo único que era toda su delicia.
Este joven Príncipe, por una bondad incomparable, tiempo hacía que había nutrido un gran afecto, junto con una gran compasión, por aquel mísero esclavo.
Habiendo conocido el estado infeliz en que aquel se encontraba, ya próximo a ser ajustado, fue invadido por tal dolor, por tan tierno y piadoso amor, que presentándose ante su padre y arrojándose a sus pies, con lágrimas y suspiros le suplicó que perdonara al mísero esclavo y que revocara la terrible sentencia.
El padre, que amaba intensamente a aquel su único hijo, fue presa también él de un profundo e inaudito dolor en lo más íntimo de su corazón, y dirigiéndose a su Hijo le dijo:”
Oh Hijo mío y delicia de mi corazón, grande es mi pena por haber sido obligado a condenar a muerte a aquel culpable esclavo, y tú bien conoces las inevitables exigencias de mi tremenda Justicia.
Tú sabes que Yo no puedo, sin gran deshonor mío, dispensarme de exigir una satisfacción digna de mi Majestad ultrajada; y la satisfacción puede venirme solo de la muerte del culpable, pues se necesita que mi Justicia sea satisfecha”.
“Padre mío amantísimo, replicó el joven Príncipe, es tiempo ya de que Yo os manifieste que mi amor por este esclavo es tal y tanto que Yo no puedo resistir ante el solo pensamiento de su condena; por tanto, oh Padre mío, ya que vuestra justicia no puede revocar la terrible sentencia, Yo os pido una gracia, pero Vos, Padre mío, prometedme que me la concederéis.”
“Hijo mío, agregó el Rey, Yo empeño mi palabra de que, conque no me pidas lo que pueda lesionar mi Justicia, cualquier otra gracia te la concederé”.
Empeñada así la palabra del Padre, el Hijo, rompiendo en lágrimas de amor le dijo: “Padre mío, Padre y Señor mío, aceptad otra víctima y dejad libre al esclavo...”
“¿Otra víctima?” exclamó el Padre, “Oh Hijo mío amadísimo, para poder Yo aceptar otra víctima en lugar del culpable, ésta debería ser no otro esclavo, no un ser cualquiera, sino una víctima digna de mi Majestad ofendida, uno igual a mí.¿Y dónde encontrar a esta tal víctima?”
“Héme aquí, héme aquí Padre, esta Víctima soy Yo”, respondió el hijo.”Ecce ego, mitte me (Is.6, 8). Mandadme a Mí, mandadme a Mí a la muerte! ¡Muera Yo y viva el esclavo! ¡Esta es la gracia que os pido y que habéis empeñado vuestra palabra en concedérmela!”.
Oh momento tremendo...El Rey no puede retirar su palabra... Su Justicia no puede evitar el tener una satisfacción... Y queda obligado a aceptar el cambio... y lo acepta.
Pero el generoso Hijo no está aún satisfecho, y le pide a su Padre otra gracia más y le dice: “Padre mío, en este momento no podéis negarme nada, Yo os suplico que al esclavo culpable no solo lo perdonéis de corazón, sino que además lo toméis y lo recibáis como hijo en lugar mío, y lo hagáis partícipe en todos los bienes de vuestro Reino y heredero de los mismos.”
¡El Rey y Padre está vencido! Traspasado por el dolor y profundamente conmovido concede todo al Hijo... El cual inmediatamente, despidiéndose de su Padre y Rey, se encamina a la prisión del esclavo, hace abrir la puerta, quita de sus manos las cadenas al culpable, lo besa tiernamente, lo estrecha a su noble corazón con un fuerte abrazado, llorando le dice:
“¡Oh esclavo, mira cuánto te he amado! Eres ya libre, eres el nuevo hijo y el heredero del rey, mi Padre, el cual te acogerá en su seno como a mi misma Persona, pero yo voy a morir en lugar tuyo para satisfacer la Justicia de mi Padre y Rey.
‘Adiós, hermano mío amado, hijo de mi dolor y de mi muerte... ¿Ves cuánto te amo? ¡Tú pecaste y Yo pago por ti! Antes de morir sufriré, según la ley del Reino, mil torturas, que debías sufrir tú, y luego seré llevado al patíbulo! Pero una sola cosa te pido:
Que no te olvides de cuánto te amé y de cuanto por ti voy a sufrir. No me seas ingrato y me desconozcas, prométeme que te recordarás siempre de las torturas y de los tormentos a cuyo encuentro voy por amor a ti, y de la muerte ignominiosa que voy por ti solo a sufrir... ¿me lo prometes?”.
En este punto considera, oh lector mío, cuál habría sido tu respuesta si tú te hubieras encontrado en el lugar d aquel esclavo culpable...
Seguramente que arrojándote a los pies de tan enamorado Príncipe, en medio de un diluvio de lágrimas le hubieras dicho:
“Oh generoso e inapreciable Príncipe ¡Ah nobilísimo corazón, rico de inefable Bondad y Caridad! ¿Qué habéis encontrado en mí para amarme hasta este exceso? Yo he pecado. Yo, miserable esclavo que nada valgo... seré libre, seré hijo del Gran Rey, partícipe de los bienes de su Reino, su heredero...
Mi infelicidad será cambiada en una suerte tan inmensamente grande que no podría no soñarla! ¡Y todo esto sólo porque Vos os habéis ofrecido a sufrir y a morir por mí, oh generosísimo Amante mío!
Y ahora Vos, en este momento en que os encamináis al encuentro de los tormentos y de la muerte en el Patíbulo por amor mío, me pedís de favor que yo no olvide vuestros dolores y vuestra muerte, ni el amor con el que, para hacerme feliz los abrazáis.
Ah mi ternísimo Amante!, ¿Cómo podré jamás olvidarlos?
¡No, no!¡Desde este momento mi vida no será sino una vida de lágrimas, pensando en cuánto habéis sufrido y la muerte que habéis encontrado por amor mío!
¡Os prometo, os juro que recorreré todos los días el mismo camino por el que ahora vais a morir, me postraré sobre vuestra tumba, y ahí pensará en vuestro amor, en las ternuras para mí de vuestro nobilísimo Corazón; tendré continuamente en mi pensamiento las torturas que, por el riguroso decreto Real, me correspondía sufrir, y que Vos las habéis querido sufrir en lugar mío.
Meditaré continuamente en la agonía mortal, en la muerte lenta e ignominiosa que os será dada ante todo el pueblo. Y quiero tanto llorar y amaros que querré morir de dolor sobre vuestra tumba!”.
Mi querido lector, mi devota lectora, vosotros habéis ya comprendido todo el significado de esta comparación, la cual, por cuanto conmovedora sea, está aún inmensamente lejana de poder representar los extremos de amor del Hijo Eterno de Dios por el hombre. Y no sólo por toda la humanidad, sino por cada alma en particular.
Cada uno de nosotros es ese esclavo culpable ante Dios, que es el Rey del Cielo y de la tierra; esclavo digno y merecedor de eterna muerte y eternos tormentos...
El hijo Unigénito de Dios, delicia eterna del Eterno Padre, lleno de amor infinito e incomprensible por este esclavo , se presentó al Padre y le dijo:
“ Padre mío, tu Divina Justicia exige una víctima digna de Ti para poder liberar a este mísero esclavo. Nadie podrá jamás darte tan digna satisfacción, excepto Yo.
¡Pues bien...Muera Yo y viva el esclavo! “Ecce ego, mitte me”. “Héme aquí envíame a la tierra, fórmame un cuerpo pasible, en el cual yo pueda experimentar los más atroces, los más inauditos tormentos y la muerte más dolorosa e ignominiosa por amor de este esclavo.
Quiero ponerme enteramente en su lugar, me haré Yo el esclavo, me haré encadenar, me haré arrastrar a los tribunales, me someteré al juicio de inicuos jueces; de inocente pasaré a ser declarado reo malhechor; Pues quiero demostrar a este mísero esclavo hasta dónde llega mi amor por él.
Y con tal de que él sea libre y feliz, Yo me haré ultrajar, golpear, maldecir; me haré el oprobio, el vituperio de todos; seré semejante a un gusano que todos pisotean; pero te suplico, oh Padre Mío, que el esclavo, siempre y cuando te sea fiel y agradecido, entre en tu Gracia como mi misma Persona, que Tú lo ames como me amas a Mí mismo, que él sea hijo adoptivo, que todos nuestros bienes eternos se los participes en vida y después de la muerte; que por los méritos de mi muerte en Cruz, él sea enriquecido de gracias, sea confortado en sus penas, le sean aliviados los indispensables dolores de la vida, le sirva de mérito eterno la misma necesaria penitencia por el pecado; tenga, en el final de su vida, una muerte tranquila y preciosa, y, de ahí, venga a reinar con Nosotros eternamente en nuestro mismo gozo.”
Y así, o bastante mejor que así, habló el Verbo Divino a su Padre. Y el Padre, encendido de un igual amor por el mísero esclavo culpable que soy yo, que eres tú, oh lector o lectora míos, le concedió todo lo que con lágrimas, suspiros y clamores le pidió.
Como dice el Apóstol: “Oravit cum lacrimis et clamore valido, et exauditus est pro reverentia sua.” (Oró con lágrimas y clamor válido, y fue escuchado con reverencia. Hebreos 5, 7).
Y así sucedió que por este mísero esclavo rebelde, el Santo de los Santos, el Impecable, el Inocentísimo, el Cordero Inmaculado, se dio a toda clase de sufrimientos y vivió treinta y cuatro años ahogado en inefables penas, nunca interrumpidas ni por un solo instante, penas en el alma y en el cuerpo, y que luego todas se reunieron en su tremenda Pasión desde la tarde del Jueves hasta el Viernes Santo, en el que expiró como el más abyecto y el más nefando de los culpables, sobre el patíbulo, entonces infame, de la Cruz.
¡Oh hombre! ¿Cómo podrás tú olvidar cuánto te amó y cuánto sufrió y soportó tu Divino Eterno Amante? ¿No eres tú, no soy yo, más duro que el granito y más cruel que la más feroz bestia si olvidamos lo que Jesucristo, Sumo Bien, padeció por nuestro amor?.
Considera, oh alma cristiana, que Jesús yendo a morir y a sufrir por ti, te haya dicho como a aquel joven Príncipe de la misteriosa narración:
“Oh, hijito mío, ah alma que Yo voy a redimir derramando toda mi Sangre, esta correspondencia y esta compensación de amor te pido: que no olvides cuánto habré sufrido por amor tuyo.
Recuérdate a menudo de los dolores, de las heridas y de las llagas de mi cuerpo santísimo, a que me someteré. Recuérdate que para arrancarte de la muerte eterna venceré una tal lucha con la humana repugnancia al sufrir y al morir que agonizaré y sudaré sangre.
¡Ah, recuérdate de cuánto me cuestas! Recuérdate de cómo, por amor tuyo, presentaré mi adorable rostro a los golpes, a las escupitinas, a los crueles tirones de mi barba, a los puñetazos; mira esta corona de espinas que me traspasará la cabeza con penas tales que ni criatura humana ni angélica comprenderá jamás...
Pero he aquí que ya me condenan a muerte, como indigno ya de vivir; he aquí que me cargan con la pesantísima Cruz...
Adiós, hijito mío amado, delicia de mi Corazón, no más esclavo, sino heredero de mi Reino, adiós..., otros tormentos más atroces me esperan, seré extendido horriblemente y clavado a un madero en cruz, estaré tres horas en una agonía terrible, tan desprovisto de todo socorro, tan abandonado por todos, hasta por mi Padre, tan miserable y oprimido en el alma y en el cuerpo... que estas tres horas no serán tres horas, sino tres siglos de dolores.
Todo, todo lo voy a sufrir por ti, por amor tuyo. ¡ Pero no me seas tan ingrato que olvides mi sufrir y mi morir!
Yo recorreré contento la Vía Dolorosa, llevaré contento la Cruz, contento abrazaré las terribles agonías que me esperan, me será ligera la ignominiosa y amarguísima muerte, con tal de que tú me prometas que no olvidarás mi sufrir ni mi morir, ni el amor infinito con el que, por ti, tanto a uno como a otro me someteré!”.
¡Alma! ¿Qué cosa habías respondido tú en aquel momento a tu Dios, a tu Divino y amorosísimo Redentor?
Jesucristo, verdadero Hombre y verdadero Dios, tuvo todo presente.
Él vio la frialdad e indiferencia inexcusables de quienes nunca, o casi nunca, meditan en su adorabilísima Pasión y muerte, y también tuvo presente el piadoso y santo fervor de aquellas almas que de esta salutífera y obligada meditación hacen su alimento cotidiano.
Subió al Calvario con el Corazón desolado por los primeros y experimentó un consuelo por la fidelidad y el amor de las segundas.
¿Y qué cosa vió Él de ti, oh mi lector, oh mi lectora?
¿Eres tú esclavo redimido con tantas penas, que olvidas qué te redimió y lo que por ti sufrió tu Redentor, para pasarla distraído entre bagatelas y vanidades del mundo, y renuevas al Amante de las almas todos sus padecimientos y su atrocísima muerte con tus pecados y con tu ingratitud y olvido?
¡Ah, meditemos, meditemos diariamente en la Pasión adorable del amantísimo Redentor nuestro Jesús! “Non debet nos taedere meditare quod Chirstus ipsum non taedit tolerari”.
¡No nos cansemos de meditar en lo que Jesucristo no se cansó de soportar por nosotros! La meditación de la Pasión Santísima de nuestro Señor Jesucristo produce bienes inestimables en quien la hace diariamente.
Esta meditación enciende el alma de amor y gratitud; produce la verdadera y perfecta contrición de los pecados, esto es, el arrepentimiento no por temor a los castigos, temporales o eternos, sino por el motivo del puro amor a Dios; desapega de las cosas terrenas; aleja el pecado, el cual no puede subsistir con esta santa meditación; mortifica sin violencia y por vía de amor las pasiones; purifica el espíritu; infunde la Ciencia y la Sabiduría, suscita grandes deseos de perfección; fortifica al alma en el sufrimiento; aumenta de día en día la gracia santificante; acelera la perfecta unión con Dios...”
¡Oh hombre -exclama San Buenaventura-, ¿quieres siempre crecer de virtud en virtud, de gracia en gracia?
¡Medita diariamente la Pasión del Redentor!” el alma que medita con amor diariamente la Pasión de nuestro adorable Redentor y Sumo Bien de nuestros corazones, la medita, se puede decir, en compañía de Jesús penante, Jesús la asiste, la transporta, la llena de compunción, la compenetra, la ilumina, la inflama, y frecuentemente le comunica el don tan precioso de las lágrimas, ese don que es una de las ocho bienaventuranzas en esta tierra, pues nuestro Señor Jesucristo dijo: “Beati qui lugent”, Bienaventurados los que lloran.
Y oh, cuántas almas elegidas, meditando cotidianamente en las dolorosas escenas de la Pasión, finalmente, de las arideces han pasado a la profunda conmoción de los sollozos, del llanto y de los suspiros.
Quiera también a nosotros el Sumo Bien darnos tan grande gracia dándonos la santa perseverancia en esta amorosa meditación. Leemos de un San Francisco de Asís que por el tanto llorar sobre la Pasión de nuestro Señor se quedó ciego.
El profeta Zacarías, como si tuviera presente todas las lágrimas que habrían derramado en el tiempo del cristianismo las almas amantes de Jesucristo sobre sus penas, y todos los lamentos que habrían elevado, dijo:
“¡Y se llorará sobre Él como suelen llorar las madres, las muertes de sus unigénitos!” (Zac.12,10). Yo no sé si entre los signos de predestinación a la vida eterna haya alguno mayor que éste; por eso el Apóstol dijo que si compadecíamos a Jesucristo, seríamos con Él glorificados.
Y si ahora lloramos y nos interesamos por los padecimientos, por las ignominias, por las angustias sufridas por Jesucristo por amor nuestro, es muy justo que un día participemos también de su gozo y de su eterna felicidad.
Otro gran provecho de meditar diariamente en la Pasión de nuestro Señor Jesucristo es el del más eficaz medio que se adquiere para obtener toda gracia del Eterno Padre.
Quien se familiariza con los misterios de la Pasión de nuestro Señor, los cuales son innumerables, adquiere como un derecho de presentarse ante el Divino Padre y pedirle todo lo que quiera.
Fue esta también una revelación de nuestro Señor Jesucristo a Santa Gertrudis:
“Mi Padre -le dijo-, no puede negar nada que se le pida en virtud de mi Pasión”. Y no debemos olvidarnos que el objeto principal de nuestro Señor Jesucristo en su inmenso sufrir y humillarse fue el amor, la obediencia y el celo hacia su Eterno Padre. Y por eso, Él mismo en el Evangelio nos dejó dicho:
“Hasta ahora habéis pedido y no habéis obtenido, porque no habéis pedido en mi nombre, y Yo ahora en verdad os digo que todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, todo se os concederá, y vuestro gozo será pleno”.
¿Y en dónde esta petición hecha al Eterno Padre por los méritos de la Pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo tiene su mayor eficacia?
Sí, en el gran Sacrificio de la Santa Misa, en el cual se renueva, si bien de manera incruenta e impasible, el misterio del Gólgota.
¿Y qué cosa es la Santísima Eucaristía si no el memorial continuo de la Pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo? Precisamente por esto, nuestro Señor la instituyó la tarde del Jueves Santo, mientras sus enemigos preparaban sus padecimientos y su muerte, y, al instituirla como exceso de su infinito amor por el hombre, dijo:
“Tomad y comed, esto es mi Cuerpo, que por vosotros será entregado a los flagelos y a la muerte. Tomad y bebed, esto es mi Sangre, la Sangre del Nuevo y Eterno Testamento, que será derramada por vosotros y por muchos en remisión de los pecados.
Esto que Yo he hecho, hacedlo en memoria mía”. Y con esto dicho, ¿Quién puede separar la Pasión de nuestro Señor de la Santísima Eucaristía, o ésta de aquella?
Y he aquí otro gran e inmenso provecho de la cotidiana meditación de la pasión y muerte del Divino redentor, el cual es el crecer en el conocimiento, en el amor y en el acercamiento al Santísimo Sacramento del altar.
De los pies de Jesús crucificado se va a los pies del Sacramento, donde se adora, se ama y se pasa a la unión más íntima que pueda haber entre el alma y Dios mediante la Santísima Comunión Eucarística.
Ninguno que se acerque a recibir la Santa Comunión debe descuidar dedicar media hora de meditación sobre los sufrimientos de nuestro Señor Jesucristo. Especialmente las almas que tienen el gran bien de acercarse diariamente a la Mesa de los Ángeles deben antes dedicarse a meditar cualquier pasaje de la Pasión de nuestro Señor.
El doctor de la Iglesia, San Alfonso, expresa este concepto cuando comienza la preparación de la Santa Comunión en sus “Obras Espirituales” con aquellas palabras del sagrado Cantar: “Ecce iste venit in montes, transaliens colles, “He aquí que Él viene por los montes, superando las colinas. Y explica:
Oh mi Divino Redentor Jesús, cuántos collados difíciles y ásperos habéis debido superar, etc. Quién descuida la santa meditación de la adorable Pasión de nuestro Señor Jesucristo nunca hará una comunión fervorosa ni sacará nunca verdadero provecho de ella.
Lector o lectora mía, la meditación cotidiana de los padecimientos y de la muerte de nuestro Señor Jesucristo, mientras en nosotros produce los citados provechos, y mil otros que yo, mísero no sé decir, otro bien inmenso produce, y del cual gran aprecio hemos de tener:
¡Ella nos une a la compasión de la más pura, de la más Santa entre las criaturas, de la Santísima Virgen María, de la Madre misma del Verbo Divino hecho Hombre!
¡Oh, qué otro misterio de amor y de dolor hay aquí, y que el cristiano no debe jamás olvidar! ¡Maria Santísima Dolorosa, Desolada, Reina de los mártires, copartícipe de todas las penas del Redentor Divino!
¡María Santísima Corredentora del género humano en unión con el Hombre Dios! Los dolores de la gran Madre de Dios menos se pueden comprender y penetrar por quien no los medita diariamente, pues éstos no tienen nada de corporal y visible, sino que todas son penas interiores, desolaciones íntimas, proporcionadas al amor incompresible de esta gran Madre de Jesucristo, su Dios y su Hijo...
Aquí los extremos son también ellos excesivos, tanto por la sensibilidad delicadísima y materna de la Santísima Virgen, que porcuanto era Inmaculada, purísima, santísima y sapientísima, tanto más era susceptible de penas interiores, como por la medida del amor por Jesús, que en Maria era inconmensurable, tanto, que superaba al ardor de todos los Serafines, y también por el conocimiento de la infinita majestad y dignidad de Jesucristo, a quien Ella veía tan ignominiosamente ultrajado y pisoteado como un gusano.
Y también por la inmensidad de su caridad por el género humano y por cada alma en particular, puesto que por cada alma entregaba con pleno consentimiento de su voluntad a su Divino Hijo a los dolores, a los oprobios, la muerte...y también conocía y ponderaba la pérdida de tantas almas.
Sólo Ella comprendió y dividió las penas interiores y las agonías del Corazón Santísimo de Jesús, desde la Encarnación hasta la muerte, y todas las sufrió, bebiendo hasta las heces el cáliz doloroso.
Y de esta manera el Martirio de la Santísima Virgen, como dicen los autores sagrados, empezó en el momento de la Encarnación y continuó siempre creciendo hasta la muerte del Redentor Divino; y desde ésta hasta la Resurrección de Jesucristo nuestro Señor tenemos lo que se llama Desolación de la Santísima Virgen, que es el mayor de sus insuperables dolores; y después del misterio de la Resurrección tenemos un período de penas sensibilísimas de la Inmaculada Señora, que es precisamente la gran Escuela abierta a todas las almas amantes de Jesucristo acerca de la obligación y del modo de meditar la pasión de Jesucristo bendito, período éste que duró todo el tiempo restante de la vida mortal de la Santísima Virgen Maria, que según unos fue de doce años, según otros, de dieciséis, y según otros de veintiún años.
Durante todo este tiempo la Santísima Virgen no hizo sino repasar día y noche en su alma santísima y uno por uno todos los padecimientos de nuestro Señor Jesucristo en el modo más íntimo que sólo Ella podía recordar y penetrar, tanto los padecimientos que Jesús soportó en su Santísima Humanidad como las ignominias y los ultrajes a los que se quiso someter, como también las penas aún más tremendas de su Divino Corazón y de su alma.
La Santísima Virgen, al recordar estos divinos padecimientos, los renovaba todos dentro de Ella misma con tanto dolor y con tanta pena que por ello habría podido morir a cada momento si la virtud divina no la hubiese continuamente sostenido, como la sostuvo con un continuo milagro durante la Pasión de Nuestro Señor, en la cual no una sino innumerables veces habría muerto de puro dolor.
Durante el tiempo que vivió en Jerusalén, Ella visitaba todos los lugares en lo que su Divino Hijo padeció por nosotros, y en modo particular recorría personalmente, con profundas y dolorosas contemplaciones, la Vía de la Cruz, comenzando desde el palacio de Pilatos, donde Nuestro Señor fue condenado a muerte, y siguiendo hasta el Calvario.
¡De aquí nació el piadoso ejercicio del Vía Crucis, que es una de las más santas devociones de la Iglesia!
¡Así que, la Escuela de la Meditación de la Pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo la encontramos en María Dolorosa y Desolada!
Oh, bienaventurada el alma que se está todo su tiempo pensando entre Jesús y María, compadeciendo ora al Hijo ora a la Madre, ora llorando con Una, ora con Otro, ora representándose las escenas del Huerto, de la Captura, de los tribunales, de los flagelos, de las espinas, de la condena, del camino al Calvario, de la Crucifixión, de las tres horas de agonía, de la sed, del abandono, y luego dirigiendo los ojos del alma a toda la parte que tuvo en tales misterios de amor y de dolor la Madre de Dios, la más afligida de las madres, la Cual sufrió con Jesucristo, si bien en un modo todo espiritual, y por eso más doloroso, el Huerto, la captura, los ultrajes, los flagelos, las espinas, el camino al Clavario, los clavos, la agonía de la Cruz y la misma amarguísima muerte...
¡Bienaventurada el alma que, internándose en los Corazones Santísimos de Jesús y de María, entrevé, por cuanto es posible, el abismo de las penas interiores, y en las olas tempestuosas de esta “ contrición tan grande como un mar sin playas” (Magna velut mare contritio), mezcla afanosamente sus lágrimas de amor, extraídas por la cotidiana contemplación de las penas de Jesús y de María!