Pablo, el Pablo que admiramos y queremos tanto, avanzaba en la vida y no acababa de digerir un grave remordimiento, como lo expresa de muchas maneras en sus cartas:
“¡Yo no soy digno de ser llamado apóstol, pues perseguí a la Iglesia de Dios” (1Co 15,9)
“Con poderes recibidos de los sumos sacerdotes, yo mismo encerré a muchos santos en las cárceles; y cuando se les condenaba a muerte, yo contribuía con mi voto. Frecuentemente yo recorría todas las sinagogas, y, a fuerza de castigos, les obligaba a blasfemar; rebosando furor contra ellos, los perseguía hasta las ciudades extranjeras” (Hch 26,10-11)
“Fui un blasfemo, un perseguidor, un insolente” (1Tm. 1,13)
A pesar del perdón total que le había otorgado Jesús, no olvidaba Pablo la tragedia que él desató ─o al menos fomentó─ en la Iglesia naciente, como lo vamos a ver ahora.
Al principio, la Iglesia de Jerusalén vivía en una gran paz, aunque los apóstoles fueran llevados alguna vez a la asamblea de los judíos, el Sanedrín, encarcelados y azotados… Pero la cosa no pasaba de ahí.
Lucas nos describe idílicamente la vida de la primitiva Iglesia de Jerusalén.
“La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y un sola alma”.
“Todos se reunían con un mismo espíritu en el Templo dentro del pórtico de Salomón, y el pueblo hablaba de ellos con elogio, aunque ninguno se metía entre ellos”.
“También una buena cantidad de sacerdotes iba aceptando la fe” (Hch 4, 5 y 6)
Estos sacerdotes no pertenecían a los sumos sacerdotes del Sanedrín ni tenían altos cargos en el Templo, sino que eran levitas sencillos, los sacerdotes de menor categoría, los “Pobres de Yahvé” que esperaban el Reino de Dios. Y no era raro que entre los creyentes hubiera muchos fariseos de buena voluntad.
Hasta que un día saltó la chispa de la discordia entre los creyentes y no creyentes griegos venidos de la diáspora.
Porque la Iglesia de Jerusalén no estaba formada solamente por judíos palestinos, sino por otros muchos venidos de fuera.
Estos judíos griegos o helenistas tenían sus sinagogas propias, como los Libertos, los Alejandrinos, los Cirenenses, los de Cilicia y demás…
Los helenistas que habían abrazado la fe eran los mayores contribuyentes del crecimiento de la Iglesia, que iba ganando cada vez más adeptos, muy fieles a Dios, pero también muy libres respecto de las costumbres judías mantenidas por los escribas y fariseos.
Uno de estos fieles helenistas era el diácono Esteban, gran conocedor de la Biblia, predicador elocuente, dotado por el Espíritu Santo con el don de milagros.
Pablo pertenecía a la sinagoga de los judíos griegos de Cilicia.
Con sus propios ojos veía cómo crecía tan peligrosamente aquella secta de los discípulos de Jesús el Nazareno, crucificado, y, por lo mismo, un maldito de Dios según la Biblia (Dt 21,23), y del que decían que había resucitado.
Era cuestión de tomar cartas en el asunto, y los ojos de todos se dirigieron antes que a nadie a ese Esteban que realizaba tantos prodigios (Hch 6,8-15; 7,1-60; 8,1-3)
Lo citan a discusión judíos de aquellas sinagogas griegas, entre ellas la de Cilicia, la de Pablo, “y se pusieron a discutir con Esteban; pero no eran capaces de enfrentarse a la sabiduría y al Espíritu con que hablaba”.
Los judíos de esas sinagogas griegas, se dicen:
-¿Qué hacemos? Con éste no vamos a poder, aunque tenemos que acabar con él, el más peligroso de todos. ¿Por qué no lo llevamos al Sanedrín?...
-Sí, sería lo más acertado. Pero hay que acudir con una acusación concreta. ¿Por qué no escogemos a dos, que vayan y depongan en el proceso? Podrían decir, por ejemplo: “Hemos oído a éste pronunciar palabras blasfemas contra Moisés y contra Dios”…
Efectivamente, así se hizo. Amotinan primero al pueblo, el cual arrastra a Esteban hasta el Templo donde se había reunido el Sanedrín.
¡Y declararon los falsos testigos igual, igual que en aquel proceso de Jesús ante Caifás, el mismo sumo sacerdote que preside hoy!:
“Este hombre no para de hablar contra el lugar santo y contra la Ley, pues le hemos oído decir que Jesús, ese Nazareno, destruirá este Lugar, este Templo, y cambiará las costumbres que Moisés nos transmitió”.
La acusación era gravísima. Los del Sanedrín y todos “clavaron los ojos en Esteban y vieron su rostro como el rostro de un ángel”.
El acusado improvisó el discurso de su defensa, trayendo toda la historia de Israel, pues, igual que Pablo, se sabía la Biblia de memoria.
Todos callaban, aunque se recomían por dentro, pues adivinaban hacia dónde se dirigía.
Y no se equivocaban. Al llegar a Jesús, se descolgó Esteban con una terrible acusación:
“¡Duros de cerviz, incircuncisos de corazón y de oídos! Igual que sus padres, así son ustedes. Ellos mataron a los profetas que anunciaron la venida del Justo, de aquel que ahora ustedes han maldecido y asesinado”.
No podía el Sanedrín con su rabia al verse acusado de la muerte de Jesús.
Arman todos un barullo enorme, y llega al colmo su furor cuando Esteban, “lleno del Espíritu Santo y clavando sus ojos en el cielo, declaró:
“Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del hombre de pie a la diestra de Dios”.
Esteban había firmado su sentencia de muerte.
Tapándose todos los oídos al oír tan horrenda blasfemia, se abalanzaron sobre el acusado, sin votar tan siquiera la condena a muerte, lo arrastraron a las afueras de la ciudad, y lo lanzaron a una pequeña hondonada.
Era el lugar más apropiado para la ejecución. Arrojado Esteban violentamente, y mientras aún se mantenía en pie, oró al estilo judío, con los brazos en alto:
“¡Señor Jesús, recibe mi espíritu!”.
Los dos testigos principales se quitaron los mantos para obrar con más libertad, y los entregaron al joven que se llamaba Saulo, el cual contará después entre lágrimas:
“Cuando se derramó la sangre del mártir Esteban, yo también me hallaba presente, y lo aprobaba, y guardaba los vestidos de los que le mataban” (Hch 22,20)
El primer testigo tira la primera piedra, el otro la segunda, y a continuación caía toda una lluvia de piedras sobre la víctima, que aún dejó oír su voz:
“¡Señor, no les tengas en cuenta este pecado!”.
Con esta plegaria en los labios, se dormía aquel testigo de Jesús, el primer mártir de la Iglesia.
“Se durmió”. ¡Qué expresión tan bella de los fieles, recogida en los Hechos de los Apóstoles! Nada de morir. El cristiano no muere, se duerme para despertarse otra vez…
Saulo, Pablo, no pudo medir las consecuencias de aquella muerte. Con la persecución sistemática emprendida aquel día contra la Iglesia, ésta rompía el corsé que la encerraba en Jerusalén, se esparció por las regiones limítrofes, crecía cada día más, y la plegaria última de Esteban la recogía Dios precisamente para convertir al perseguidor…