A un gran músico, y excelente director de capilla, le oí enseñar y hacer cantar esta simple oración jaculatoria que acababa de componer:
-¡Dame tu amor, ¡oh mi Dios!, lo demás no vale nada!
Los muchachos y muchachas del coro ─que formaban un grupo juvenil muy escogido y muy comprometido con la Iglesia─ la cantaban como es de suponer. ¡Qué fe! ¡Qué entusiasmo! ¡Qué ardor!... Eran las tres virtudes teologales en labios cristianos…
Con este recuerdo en mi mente, he pensado en esa petición que sale tantas veces en las oraciones del culto, dicha de una manera o de otra:
“Aumenta en nosotros la fe, la esperanza y el amor”.
Cualquiera podría pensar que esas oraciones están inspiradas desde el principio de la Iglesia por Pablo, ya que tantas veces las cita juntas en sus cartas.
Como cuando dice:
“Mediante la fe, nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios; y la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Ro 5,2-5)
¡Cuidado que citamos veces estas palabras, de tan ricas como son!...
O estas otras:
“Nosotros, en el Espíritu, esperamos la santidad anhelada, por la fe que actúa mediante la caridad” (Ga 5,5-6)
El cristiano trabaja sin rendirse nunca, siempre encendido en amor, sabiendo que la santidad y la gloria, propuestas por la fe, las tiene con la esperanza al alcance de la mano.
Como hacían aquellos cristianos a los que alaba Pablo:
“Tengo noticia de su fe en Cristo Jesús y del amor que derrochan con todos los hermanos, a causa de la esperanza de la gloria que les está reservada en los cielos” (Col 1,4-5)
¿Para qué seguir citando textos y más textos de San Pablo?
Con todos ellos nos dice el Apóstol siempre lo mismo:
-¡Fe!... Crean en Dios y fíense de Él.
-¡Esperanza!... Vivan de ella, que quien espera no se cansa ni se agota nunca.
-¡Amor!... Sobre todo, ¡amen! Que quien ama lo tiene todo. Al que ama no le falta nada en absoluto, y todo lo demás le sobra.
¿Por qué Pablo nos puede hablar así?...
Muy sencillo. Porque tenía muy claro y muy metido en la cabeza lo que dijo a los Corintios al acabar su grandioso himno al amor:
-Ahora tenemos la fe, la esperanza y el amor. ¡Estas tres! Pero sepan y tengan siempre muy presente que, de las tres, la primera, la más importante, la más grande de todas es el Amor.
La vida cristiana se vive y se desarrolla con estas tres virtudes que llamamos “teologales”, es decir, “de Dios”, porque nos vienen directamente de Dios, infundidas por Él en el bautismo, y nos llevan también directamente a Dios.
DE Dios y A Dios. Ésta es su fórmula precisa.
Se confiesa con gran convicción: ¡Dios mío, creo en ti! No te veo, pero sé que eres Tú...
Se sigue con gran seguridad: ¡Dios mío, espero en ti! Sé que un día te veré…
Se repite mil veces con pasión: ¡Dios mío, te amo!...Y decimos la verdad.
Esto que parece tan sencillo es lo más grande que se puede hacer.
Y es el Espíritu quien mueve así la oración, como nos asegura Pablo:
“Nadie es capaz de decir si quiera „Jesús es Señor‟ sino en el Espíritu Santo” (1Co 12,3)
La grandeza de a FE la descubrimos de modo especial en unas palabras de la carta a los Hebreos (Hbr 11,1):
“Es la fe una convicción de las cosas que se esperan, una prueba de lo que no se ve”
Es decir: Dios nos ha prometido la salvación plena en Jesucristo, que un día volverá para meternos en su gloria…
¿Estamos seguros de ello? ¿Podemos fiarnos del todo? ¿Es cierto lo que Dios nos dice?...
Todas estas preguntas se las puede hacer cualquiera, pero el único que se las responde con toda firmeza es el creyente.
Y se las responde de modo especial mirando a Jesucristo en la Cruz, pues se dice cuando no ve solución a los muchos problemas de la vida: .
-¡Ahí, ahí está el que me ama y me quiere y me puede salvar!...
Se entrega entonces a Jesucristo, le acepta con fe en toda su verdad, espera en todo lo que le promete, y, sobre todo, le ama.
En este creer, en este amar y en este esperar, está la salvación.
Pablo lo expresa con aquel su grito ardiente, al ver al Cristo Crucificado:
“¡Que me amó, y se entregó a la muerte por mí!”... (Ga 2,20)
¿No es esto lo que necesita el mundo moderno, que se desespera tantas veces por no saber a quién revolverse en medio de tantos males como aquejan a la humanidad?
Jesucristo creído. Jesucristo amado. Jesucristo en quien se puede esperar contra toda esperanza, es la salvación única que le resta al mundo y a cada hombre o mujer en particular.
Así lo ha dispuesto Dios, y así es.
Con la fe cristiana se valoraría al hombre en lo que es, sin oprimirlo jamás.
Con el amor cristiano sería un imposible consentir tanto mal como ven nuestros ojos.
Con la esperanza cristiana en la promesa de Dios se trabajaría con ilusión, sabiendo que el trabajo no es inútil en el Señor, como nos asegura Pablo (1Co 15,58)
Estas tres palabras ─fe, esperanza, amor─ las mezclamos, las combinamos, les damos el orden que queramos, y siempre nos dan el mismo resultado.
¿Por qué amo? Porque espero en algo más grande que yo y que me llenará del todo.
¿Por qué espero? Porque creo en lo que se me dice, en lo que se me promete.
¿Por qué creo? Porque sé quién es el Dios que me habla y me fío de Él en todo.
La fe lleva a la esperanza.
La esperanza lleva al amor.
El amor colma todos los anhelos del corazón.
Y la esperanza, que nace de la fe y desemboca en el amor, no va a decepcionar.
Como el amor es el impulso y el motor de toda la vida, al amar se cumple todo el bien con Dios y con los hombres;
al amar, no se hace mal alguno;
al amar, se cumple con todo bien;
amando, el hombre y la mujer, el anciano igual que el niño, el sano como el enfermo, el rico y el pobre…, todos a la una se realizan plenamente en la vida, y al final quedan sepultados en el Dios “que es amor” y en el que vivirán de amor para siempre.
Aquellos jóvenes nos enseñaron a gritar a Dios:
“Dame tu amor, ¡Oh mi Dios!, lo demás no vale nada”.
Era un grito de fe, cargado de esperanza.
Y, ciertamente, que los chicos no iban por nada desorientados, sino encaminados por la mejor de las sendas…