Decir Corinto es decir Pablo, porque no sabemos disociar los dos nombres. A Corinto, capital de la Acaya en el corazón de Grecia, lo conocemos por Pablo, y el nombre de Pablo nos lleva a Corinto y nos trae sus cartas como lo más familiar que tenemos en la Iglesia.
Por eso entramos hoy con ilusión en Corinto acompañando a Pablo, que llega de Atenas donde fracasó tan seriamente, y que en el nuevo campo de acción va a tener mucho trabajo, muchas conversiones, muchos disgustos, muchas alegrías, mucho de todo lo que llena la vida entera del Apóstol (Hch 18,1-17)
Atenas quedaba atrás a sesenta y cinco kilómetros, y Pablo llegaba a Corintio sin más compañía que sus pensamientos, sus ilusiones y sus inquietudes, mientras se preguntaba:
-¿Cómo me va a responder la ciudad del dinero, que corre abundante por tanto comercio y tantos negociantes venidos de todos lados?...
¿Cómo me va a tratar la ciudad de la lujuria, con su templo de Afrodita servido por más de mil prostitutas?...
¿Cómo me irá en la ciudad de los Juegos Ístmicos, las Olimpíadas de Corinto, próximos ya a celebrarse?...
Esto va pensando Pablo durante su entrada en ciudad, cuya belleza no le podía dejar insensible. Estaba dominada por el Acrocorinto, más alto aún que la Acrópolis de Atenas, y coronado por el templo a Afrodita, la diosa del placer, que lo enseñoreaba todo.
Ante la visión del dinero, de la vida lujuriosa, de la distracción, y escarmentado con la experiencia de Atenas, Pablo está decidido a presentar más que nunca sólo a Jesucristo, y a Jesucristo precisamente “crucificado”.
Un día escribirá a los de Corinto, al recordar estos días primeros, unas palabras que se han hecho programáticas en la Iglesia:
“Al llegar a ustedes, no lo hice con palabras de sabio, para no desvirtuar la cruz de Cristo, ya que la predicación de la cruz es locura para los que se pierden, aunque para los que se salvan, para nosotros, es fuerza de Dios”.
Pablo entra en Corinto como ese Cristo a quien va a predicar.
Llega crucificado por la pobreza, por la soledad, por la incertidumbre, como confesará él mismo:
“No quise saber entre ustedes sino a Jesucristo, y éste crucificado, y me presenté ante ustedes débil, tímido y tembloroso” (1Co 2,3)
Pablo ha llegado solo, pues a Silas y Timoteo los ha enviado a Tesalónica para sostener a los nuevos cristianos, sometidos a la persecución de los judíos.
Para vivir, se ha de poner a trabajar desde el primer momento, y ronda por la ciudad buscando el barrio de los tenderos para ofrecerse a cualquier industrial. Pablo es tejedor de telas rudas e impermeables al agua, tan resistentes que, colocadas en el suelo, se mantenían tiesas y eran aptísimas para tiendas de campaña o capas de pastores y campesinos.
En medio de sus angustias y depresión, Dios le tiende a Pablo unas manos amorosas.
-¿Cierto que me admiten en su taller?...
-¿Cómo no, hermano? Aquí tienes una tienda en que trabajar y unos amigos con quienes compartir.
Los que así hablan, no fingen; actúan con toda cordialidad.
Se llaman Áquila y Prisca, su mujer. A Prisca la llaman con un diminutivo cariñoso: Priscila.
Son unos judíos indudablemente ya cristianos, que han tenido que salir de Roma el año 49 por la expulsión del Emperador Claudio, el cual mandó fuera a todos los judíos por causa de un tal “Cresto”, como lo llama un escritor pagano, en vez de “Cristo”.
¡Qué testimonio tan preciso! Por ese Cristo que comenzaba a ser conocido en Roma y los judíos no lo aceptaban ni lo toleraban.
Áquila y Priscila eran acomodados industriales, viajaban mucho, y ahora le ofrecían a Pablo su taller y su mostrador, pues los tres ejercían el mismo oficio de tejedores de lonas.
Se inicia entre Pablo, Áquila y Priscila una amistad entrañable, tanto que un día mandará para ellos este saludo y elogio sin par:
“Saluden a Prisca y Áquila, colaboradores míos en Cristo Jesús. Ellos expusieron sus cabezas para salvarme, lo cual se lo agradezco no solo yo, sino también todas las iglesias de entre los gentiles. Saluden a todos los que se reúnen en la iglesia de su casa” (Ro 16,3-5)
¡Qué par de cristianos, este matrimonio tan querido y ejemplar!...
De momento, Pablo predica a Jesucristo solamente los sábados en la sinagoga.
Sigue con sus preocupaciones, hasta que llegan Silas y Timoteo con las mejores noticias de Tesalónica:
-¡Qué magníficos discípulos! ¡Cómo se mantienen en la fe del Señor Jesús! ¡Y cómo te recuerdan y te quieren, Pablo! Mira lo que nos han dado para ti ellos y los de Filipos, a fin de que no pases tantos apuros!...
Pablo no puede con su emoción. Ve la mano del Señor, y ahora, aliviado en su necesidad, aunque seguirá trabajando moderadamente en el taller de lonas para mantenerse por sí mismo, ve que ha llegado el momento de darse de lleno a la evangelización.
El jefe de la sinagoga, Crispo, aceptó el Evangelio y se bautizó con toda su familia, igual que lo hicieron algunos judíos más.
Podemos suponer qué significaba eso de que hasta el jefe de la sinagoga aceptara el Evangelio. Los judíos estaban que no aguantaban más.
Y vino lo que tenía que venir.
Pronto estalló una lucha tan violenta que Pablo se hallaba otra vez descorazonado:
-¿Qué hago, Señor?...
Pero el Señor le dio la respuesta que estaba necesitando.
Se le aparece aquella noche, y le dice:
“¡Ánimo! Sigue hablando y no te calles; pues yo estoy contigo y nadie te atacará para hacerte mal; porque tengo yo elegido un pueblo numeroso en esta ciudad”.
Pablo nunca había pasado tanto tiempo en un mismo lugar, y después de año y medio de trabajar tan duramente en Corinto, acompañado de Áquila y Priscila, salía en viaje rápido hacia Jerusalén.
¿Dejamos nosotros para siempre Corinto? No. Hemos de volver aquí.
Como lo hará Pablo en otras breves visitas y, más que nada, con sus cartas inolvidables.
Cuando las escriba, nosotros nos meteremos entre el público de la Iglesia, para embebernos también de unas enseñanzas que nos encantarán.
Pablo trabajó ilusionado en un campo al parecer estéril. Más de uno le hubiera aconsejado al principio:
-Es inútil, no te empeñes. Corinto no es para la Cruz de Cristo…
Pero Pablo pensó:
-¡Sí que lo es! El orgullo de la sabiduría vana es lo que a mí me da miedo. Aquí hay mucho pecado, pero precisamente por eso triunfará la Cruz, que es la fuerza de Dios…
Y triunfó, ¡vaya que si triunfó! Aún ahora seguimos en nuestro pasmo y admiración…