Nos entusiasma cantar esa letra inigualable de Pablo en la carta a los de Éfeso: “¡Un solo Señor, una sola Fe, un solo Bautismo, un solo Dios y Padre!” (Ef 4,5)
Todo muy bien. Pero viene el preguntarse: ¿por qué en medio de todo está esa palabra “Bautismo”, como algo muy importante entre el Señor, la Fe, el mismo Dios?...
San Pablo sabía bien lo que se decía.
La Fe desembocaba en el Bautismo.
El Bautismo ligaba indisolublemente al Señor Jesucristo.
Y Jesucristo entregaba consagrados a Dios su Padre y Padre de todos a los consagrados, que juntos formaban un solo cuerpo, el Cuerpo Místico de Jesucristo en una sola Iglesia.
En el Evangelio, Juan, el profeta del Jordán, preanunció el Bautismo de Jesús, bautismo no de agua, sino de Espíritu Santo y fuego (Lc 3,16)
Jesús lo proclamó solemnemente antes de subirse al Cielo: “Vayan, y bauticen a todos en el nombre del Padre, y del Hijo,. Y del Espíritu Santo” (Mt 28,19)
En el día de Pentecostés, Pedro gritó a la muchedumbre que le escucha compungida y atónita: ¿Quieren salvarse?... “¡Bautícense en el nombre de Jesucristo!” (Hch 2,38)
Para los Apóstoles, el Bautismo era el don supremo que hacían a los que abrazaban la fe; les comunicaban el Espíritu Santo, y los admitían a la Fracción del Pan, la comunión del Cuerpo del Señor.
Pero fue Pablo quien nos dejó en sus cartas la teología más rica de ese don de Dios que nosotros recibimos casi nada más nacidos, al abrirse nuestros ojos a la luz.
Por el Bautismo empezamos a ser hijos de Dios apenas habíamos empezado a ser unos hombres o mujeres en miniatura.
¡Qué regalo del Cielo, recibido en el seno de las familias cristianas!...
Para entender lo que es el Bautismo en la mente de Pablo hay que remontarse al paraíso.
Todos estamos comprendidos dentro de la Humanidad pecadora, sin excepción alguna, exceptuada María, redimida en el primer instante de su ser por privilegio especial de Dios.
Los demás, pecadores todos.
Además, los adultos convertidos se presentaban ante la piscina, la fuente o la pila bautismal, cargados con toda suerte de inmundicia.
¿Y cómo salían del agua, una vez pronunciada la palabra bendita: En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo?...
Pablo les responde a aquellos nuevos cristianos, salidos del paganismo:
“Ustedes fueron lavados, fueron santificados, fueron justificados” (1Co 6,11)
Quedaba fuera la inmundicia del pecado…
Venía una santidad inmaculada, de belleza sin igual…
Se establecía una paz con Dios cumplida, total.
Todo es fruto de la Sangre de Jesús, detergente divino que limpia cualquier mancha, nos merece el don santificador del Espíritu, y es precio pagado para nuestra pacificación perpetua con Dios.
Del Bautismo arranca nuestra máxima dignidad, pues el Bautismo es el que nos da derecho a llamarnos y ser cristianos.
Va de anécdota curiosa, de nuestros mismos días.
El Papa Pío XI recibió la tarjeta navideña de un niño alemán, con esta felicitación:
“Santo Padre, te deseo que seas un buen cristiano”.
El Papa se emocionó, y le enseñaba la tarjera al Arzobispo y Cardenal de Berlín:
-¿Se da cuenta? Este niño me señala mi mayor dignidad y quiere para mí lo mejor: ser un cristiano cabal.
Volvemos a San Pablo, que nos dice cuál es el término feliz a que nos lleva el Bautismo:
“Dios nos salvó por el bautismo, el baño de regeneración y de renovación por el Espíritu Santo, que derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador, para que, justificados por su gracia, seamos en esperanza constituidos herederos de la vida eterna” (Tt 3,5-7)
¡La vida eterna! Ese Cielo en que soñamos tanto.
Ese Cielo, herencia dichosa de los que por el Bautismo llegaron a ser hijos de Dios.
Al Cielo, la Tierra prometida, no se va aisladamente, sino formando pueblo, el nuevo Israel de Dios, en el cual se entra precisamente por el Bautismo.
Apenas recibimos el Bautismo, que nos mete en el Cuerpo de Cristo y nos llena del Espíritu Santo, formamos ese Pueblo de Dios, como nos dice San Pablo:
“Entre los que se han bautizado ya no hay ni hombre ni mujer…, ni judíos ni griegos, ni esclavos ni libres…, ya que todos son uno en Cristo Jesús” (1Co 12,13; Gal 3,27-28)
Por estas palabras de Pablo, ¿nos damos cuenta de lo que puede ser y es la Iglesia de Cristo para el mundo?...
La ansiada unidad, la paz y la fraternidad de todas las gentes, tienen en Cristo el ideal y la fuerza unitiva más fuerte que puede darse en la tierra.
Cuando Pablo mira el rito del Bautismo, y ve a la persona que se hunde en el agua y sale de ella, simulando un meterse en el sepulcro y un escaparse de él con vida, le viene a su mente la idea más feliz:
-¿Se dan cuenta? Con Cristo fuimos sepultados con Él en su muerte; pero así como Cristo se escapó de su sepulcro lleno de vida, así nosotros hemos resucitado a una vida nueva. Murió el viejo Adán pecador, y vivimos en Cristo y como Cristo una vida nueva (Ro 6,3-4; Col 2,12)
¿Cuál es esta vida nueva con Jesús Resucitado, según San Pablo?
Lo dice con palabras bellísimas:
“Si han resucitado con Cristo, busquen las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios. Aspiren a las cosas de arriba, no a las de la tierra. Porque han muerto, y su vida está escondida en Dios. Y cuando aparezca Cristo, su vida, también ustedes aparecerán gloriosos con él” (Col 3,1-4)
Pocas canciones gastan nuestros labios como esa tan bella y tan profunda que nos ha dictado San Pablo: “¡Un Solo Señor, una sola Fe, un solo Bautismo, un solo Dios y Padre!”.
“Bautizados”.
Es una etiqueta impresa en nuestra frente y con la cual se nos franquean todas las puertas.
En la tierra, la puerta de la Iglesia con sus Sacramentos y la Comunión de los santos.
En la frontera última, la puerta del Cielo que se nos abrirá de par en par…