Con las obras del Espíritu.
El vencedor de todo mal
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Un sacerdote de criterio riguroso se enfrenta con la directora de un grupo de la Renovación Carismática, y le suelta con brutal sinceridad:
-No entiendo su cristianismo ni su espiritualidad. Cantos, aplausos, éxtasis, dicen que lenguas también…, ¿y a qué viene todo esto? ¿hay algún cambio en la vida? ¿alguna obra social en un mundo que necesita acción?...
Les miro a ustedes y esto es lo que yo presiento, lo que adivino, lo que veo en todos los que asisten a sus reuniones.
La señora callaba con educación. Y respondió con mesura:
-¿De veras que lo ve todo? Desde que yo estoy metida en el grupo no he tenido un día tranquila. Ahora sé lo que es complicarse la vida. Y todo, porque procuro hacer caso al Espíritu Santo, que me dice continuamente: “Vete aquí, vete allá; haz esto, haz aquello”…
Y en especial porque siento en mí la dos fuerzas del bien y del mal. O le hago caso a la carne o le hago caso al Espíritu. La lucha se ha convertido en algo habitual.
Vivo la paz del alma porque he aprendido a vencerme, siempre bajo la guía del Espíritu Santo y con Él a mi lado…
El sacerdote exigente escuchaba silencioso, y al fin reconoció con lealtad:
-Señora, retiro mi palabra. Y le doy la razón. Sólo con un duro batallar se conquista esa paz que es don tan preciado del Espíritu.
¿A qué viene este recuerdo, vivido en una reunión de carismáticos?
Hablamos de Pablo, que era un hombre de lucha, y toda su vida fue un pelear continuo.
Peleaba por la fe primeramente, y después por la virtud cristiana, precisamente bajo la acción del Espíritu Santo.
Según San Pablo, ¿cuál es la realidad que arranca de Adán, esa realidad que llamamos el pecado original, el de la humanidad entera, y que Pablo nos ha descrito magistralmente?...
Nos dice el apóstol textualmente:
-Veo en mí una fuerza divina, ideales sobrehumanos, ansias infinitas de subir hasta Dios… Con todo, me es imposible.
¡No hay manera! Quiero hacer el bien, y me encuentro haciendo siempre el mal… (Ro 7,15-20)
Ante esta ley interna que Pablo siente en sí mismo ─aunque vive transformado en Cristo Jesús, y sabe que es la realidad dura de cada cristiano─, viene a decirnos:
-¡No teman! Eso es lo que nos dejó nuestro primer padre Adán.
Pero vino después Jesucristo, y con Él su gracia, su fuerza, su Espíritu.
La vida será una lucha; pero la victoria la tienen segura “los que se dejen llevar por el Espíritu y no hacen caso de los apetitos de la carne” (Ga 5,16-26)
Es lo que Pablo nos enseña hoy, con esta página aleccionadora de los Gálatas y que tiene como protagonista, nada menos, que al Espíritu Santo.
El cristiano siente en sí dos voces:
-¡Sígueme!, le dice una, tiránica, la del enemigo que miente.
-¡No le hagas caso, y vente conmigo!, le sugiere finamente el Espíritu.
¿Por cuál de las dos voces se va a tirar?...
El cristiano fue regenerado en el bautismo. Le invadió la vida divina. Se vio convertido en hijo o hija de Dios.
Proporcionalmente, escuchó lo mismo que María:
-¡Tienes el alma llena de gracia!
O lo mismo que Jesús en el Jordán:
-¡En este mi hijo, en esta mi hija tengo todas mis delicias!
Pero no obstante esa maravilla, la naturaleza humana ─el cuerpo de muerte, como lo llama San Pablo─ sigue con la dentellada del pecado original clavada en sus carnes.
¿Y qué ocurre entonces? Que el mal, el pecado ─instigado siempre además por Satanás─, acecha a la gracia, la quiere destruir, trata de matar al Cristo que vine en el bautizado.
Pero dentro está el Espíritu Santo, que invade todo el ser del cristiano, el Espíritu que da fuerza, y sugiere, y anima, y actúa.
Entonces, la carne y el Espíritu van actuando cada uno a su manera, según les permita el cristiano.
¿Le deja actuar a la carne?...
Entonces la carne realiza sus obras detestables, enumeradas así por San Pablo: fornicación, impureza, lascivia, idolatría, magia, enemistades, riñas, celos, enfados, ambiciones, discordias, divisiones, envidias, orgías, bacanales y otras cosas semejantes.
Para espantarse. Pablo lo sabe mejor que nadie, y por eso añade con verdadero miedo:
-Recuerden que les dije: los que practican tales desmanes no heredarán el Reino de Dios.
Después de este cuadro tenebroso, viene lo interesante de verdad.
Y ante esas brutalidades sugeridas y ordenadas por Satanás, ¿qué hace el cristiano que no hace caso al enemigo, sino que sigue las insinuaciones tan amorosas del Espíritu Santo?
San Pablo las enumera con aire triunfal:
-¿Quieren saber cuál es la obra del Espíritu Santo en ustedes y el fruto que produce?
Para entusiasmarse. Esto es maravilloso. Pablo lo sabe, y por eso añade con júbilo:
-¡Ánimos! Contra ustedes no hay ley que valga. Son libres del todo. Porque no están esclavizados a nada ni nadie, más que a Cristo Jesús. ¡Éste es el premio que tienen por
seguir la voz del Espíritu Santo!
Vendrá entonces la pregunta:
-¿Qué hay que hacer para que triunfe el Espíritu Santo y no Satanás, el espíritu del mal?
Y Pablo responderá:
-Es lo que yo me pregunté, y me respondí a mí mismo:
“¡Pobre de mí! ¿Quién me podrá librar de este cuerpo de muerte?... ¡Gracias sean dadas a Dios, que tengo el remedio a mano! ¡La gracia de Dios por Jesucristo, Señor nuestro!” (Ro 7,24-25)
Estas dos páginas gemelas de Gálatas y Romanos plantean al bautizado frente a la lucha por la virtud cristiana.
Los dos generales que dirigen la batalla son:
el uno Satanás, que tiene como gran aliada la naturaleza caída;
y otro el Espíritu Santo, el Espíritu de Dios que se nos ha dado.
Dicen los más autorizados comentaristas de la Biblia que la sentencia clave de Pablo en esta carta a los Gálatas es ésta tan precisa:
“Lo que vale en Cristo Jesús es la fe que actúa por la caridad” (Ga 5,6)
Un amor que siempre está en movimiento, es un amor triunfador.
La señora aquella que aplaudía y cantaba y se extasiaba al ritmo del Espíritu Santo, sabía también luchar, y por el Espíritu gozaba de tanta paz…