Con los dos años preso en Cesarea, parecería que a Pablo se le iban todas las esperanzas.
El procurador Félix, aparentemente muy obsequioso, resultaba fatal, porque no decidía la cuestión. Pero el año 60 vino a sucederle en el cargo Porcio Festo, hombre serio, honrado, digno de confianza, que llevó admirablemente la administración judía (Hch 25-26)
Pablo podía estar tranquilo con el procurador que venía.
A los tres días de desembarcar en Cesarea, ya estaba Festo en Jerusalén.
Y aquí le vino la primera sorpresa de los judíos, que tenían prisa en acabar con Pablo, y tramaban una emboscada como aquella de los cuarenta del juramento hacía dos años:
-Ya ves los cargos que tenemos contra Pablo. ¿Por qué no lo traes para juzgarlo aquí?
Festo respondió como debía:
-Ese prisionero sigue custodiado en Cesarea. Como es ciudadano romano, me toca juzgarlo a mí. Que vengan conmigo los responsables de ustedes, pues he de marchar en seguida, y presenten allí los cargos de la acusación.
No pudo Festo ser más correcto. A los ocho o diez días estaba ya en Cesarea, y el día siguiente mismo, sin esperar más, hacía comparecer ante sí a Pablo para escuchar la acusación que traían contra él.
Vinieron los cargos de los judíos, cargos muy graves y abundantes, aunque no lograban probar ninguno.
Tenemos como testigo presencial a Lucas, que lo cuenta todo con una gran exactitud.
Contra ese embrollo de los acusadores, Pablo en su defensa respondió con firmeza y serenidad:
-No he cometido delito alguno ni contra la Ley ni contra el Templo ni contra el Emperador. Esos cargos carecen de fundamento. Los acusadores no presentan ninguna prueba.
Harto veía Festo que no se trataba de ningún crimen contra Roma o el Emperador, lo único que a él le incumbía.
Y entonces, sin ir precisamente contra Pablo, le propuso con lealtad:
-¿Quieres subir a Jerusalén para someterte allí a mi juicio?
Festo obraba con rectitud y astucia, y las tres partes podían estar contentas.
Los judíos, satisfechos por celebrar el juicio en Jerusalén, que era lo que ellos querían.
El Procurador se los ganaba con esta deferencia, y así salía él mismo favorecido.
Además, Pablo quedaría absuelto, al no existir delito contra Roma o el Emperador.
Pero Pablo veía más allá: ¿Y si hay una nueva conjura de los judíos?...
Ante esto, el acusado clama en voz bien alta y con terrible decisión, de modo que pudo impresionar a Festo:
-¡Me niego a ir a Jerusalén! Yo debo ser juzgado sólo en un tribunal imperial. Tú, Procurador, sabes muy bien que no he perjudicado a los judíos. Si he cometido un delito capital, no me niego a morir; pero si no hay nada de lo que éstos me acusan, nadie puede entregarme en su poder.
Por lo mismo, apelo al César.
Se acabó la cuestión. Ni el mismo Procurador tenía ya potestad para juzgar a Pablo.
De modo que allí mismo, en un acto puramente protocolario, se retiró con sus asesores, jóvenes abogados, les pidió su parecer, y se presentó de nuevo en la asamblea ante los judíos, con la resolución dirigida a Pablo:
-¿Has apelado al César? ¡Pues al César has de ir!
Los judíos quedaban definitivamente corridos, aunque podían desplazarse a Roma con la acusación si querían el proceso contra Pablo.
Al Procurador le salía todo bien, pues los judíos pudieron pensar que estaba a su favor, y estaba seguro de que el prisionero no sería condenado en Roma.
Y Pablo también se veía grandemente beneficiado. Por fin, lejos de los judíos. Aunque fuera entre cadenas, pero con la esperanza de ser absuelto en el tribunal del Emperador.
El viaje a Roma lo tenía seguro y la libertad le caería por su propio peso.
Para mayor suerte de Pablo, a los pocos días llegaban a Cesarea el rey Agripa y su mujer Berenice con el fin de cumplimentar al nuevo Procurador, el cual informó del caso a sus huéspedes, y Agripa contestó:
-Me gustaría mucho escuchar a ese hombre.
-¿Te gustaría? Mañana mismo lo escucharás.
Al día siguiente entraban con toda pompa en la sala de la audiencia el rey Agripa con Berenice, acompañados de comandantes y la gente principal de la ciudad.
Traído Pablo, Festo lo presentó con gran deferencia, y Agripa se dirigió al acusado:
-Puedes hablar en defensa propia.
Pablo, que traía las manos encadenadas, levantó su derecha y empezó su exposición.
-Ante las acusaciones de los judíos, tengo la satisfacción de defenderme ante ti, rey Agripa, especialmente porque, como judío, eres experto en todo lo de nuestra religión.
Relató Pablo entonces su vida y la aparición del Señor ante las puertas de Damasco. Con tal convicción y tal unción hablaba, que arrancó a Festo esta broma:
-Estás loco, Pablo. Tanto estudiar te ha hecho perder la cabeza.
Pero Pablo replicó:
“No estoy loco, ilustre Festo. Mis palabras son verdaderas y muy sensatas. El Rey entiende muy bien todo esto, y a él me dirijo con franqueza, pues todo esto no se desarrolló a escondidas. ¿Verdad, rey Agripa, que crees en Moisés y en los profetas? ¡Yo sé que crees!
Sí; el rey y la reina creían como judíos. Lo malo era, ¡pasmémonos!, que Agripa y Berenice vivían casados en unión incestuosa, siendo la comidilla de todo el pueblo.
Entonces Agripa se vio precisado a responder, y lo hizo de manera evasiva y por compromiso, gastando también una broma como Festo:
-Por poco me convences a hacerme cristiano.
Pablo aprovecha la ocasión para responder contentísimo ante aquella asamblea, aunque gastando por su parte otra broma:
-Quiera Dios que por poco o por mucho, no sólo tú, sino todos los oyentes, fueran hoy lo que soy yo, ¡menos estas cadenas!...
Todos ríen ante la ocurrencia de Pablo. Y todos comentaban al retirarse:
-Este hombre no ha hecho nada que merezca la muerte o la cárcel.
Agripa fue aún más explícito con Festo:
-Podría Pablo haberse marchado libre si no hubiera apelado al Emperador.
Pero ya no había remedio. El derecho romano exigía la comparecencia de Pablo en los tribunales de Roma.
¡Qué bien ha jugado Dios a favor de Pablo, y cómo ha dejado fuera de combate a sus perseguidores los judíos!
“Darás testimonio de mí en Roma!”, le había dicho Jesús.
“Irás a Roma”, le dice ahora la autoridad.
Y Pablo se repite a sí mismo:
-¡Por fin, podré ir a Roma! Se va a cumplir mi sueño dorado. Ya es conocido el Señor Jesús en aquella estupenda Iglesia, pero lo será mucho más en adelante. Desde allí podré llevar su nombre hasta el confín de la tierra.