La tempestad espantosa.
Las aventuras de aquel viaje
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“Llegó el momento de navegar hacia Italia”, nos cuenta Lucas, porque el procurador Festo tenía que hacer llegar a los tribunales de Roma a Pablo, encomendado al cuidado de Julio, un noble centurión de la cohorte augusta, el cual se va a portar muy caballerosamente con su prisionero.
A Pablo, aunque preso, se le considera un distinguido ciudadano romano y se le permite llevar consigo hasta dos empleados a su servicio, cosa que van a desempeñar no dos esclavos, sino dos compañeros entrañables como son Lucas y Aristarco (Hch 27-28.1-9)
Iban también en la barca otros presos, condenados por crímenes comunes, y destinados, casi con toda seguridad, a las luchas del Circo Máximo o a las garras y dientes de las fieras.
La nave se dirigió desde Cesarea a las costas de Asia, donde se realizó el cambió a un barco venido de Alejandría con un cargamento de trigo destinado a Roma, e iniciaba la travesía del Mediterráneo entrado ya octubre del año 60.
Las 276 personas que iban a bordo no sospechaban la aventura que les venía encima.
Nada más iniciada la travesía, el viento se les hizo contrario y empezó a zozobrar la nave. Con grandes dificultades y después de varios días, llegaron a la vista de la isla de Creta.
Pablo, con el respeto que le tenía el centurión, le aconsejó con prudencia:
-No salgamos. Pasemos el invierno aquí. La navegación va a acarrear peligros y pérdidas, no sólo a la carga y a la embarcación, sino también a nuestras vidas.
El centurión celebró consejo con el patrón del barco y el piloto, y determinó al fin:
-¡Mar adentro! Lleguemos hasta la costa occidental de Creta, y a invernar allí si no se puede salir hacia Italia.
En mala hora tomaron esta resolución. Lucas, compañero de Pablo, nos va a dejar una relación magistral de los hechos en todos sus detalles.
De momento, muy bien todo. “Se levantó un viento sur, y pensando que el plan era realizable, levaron anclas y costearon de cerca Creta”.
Pero muy pronto se desató del lado de la isla un viento huracanado como un ciclón y el barco era arrastrado de aquí para allá, hasta ser lanzado mar adentro desde Creta hacia Sicilia. Nos cuenta Lucas:
“Como no podíamos navegar contra el viento, nos dejamos llevar a la deriva, aunque logramos con mucho esfuerzo controlar el bote salvavidas, levantado a bordo y asegurando así la embarcación con sogas de refuerzo. Por miedo a encallar, soltamos los flotadores y navegamos a la deriva”.
La verdad es que no estamos sino en los principios de la aventura, porque esperan unos percances fatales.
“Al día siguiente, como la tormenta arreciaba, empezaron a tirar parte del cargamento; y al tercer día, con sus propias manos, se deshicieron del aparejo del barco.
“Durante varios días no se vio el sol ni las estrellas, y como la tormenta no amainaba, se acababa toda esperanza de salvación”.
Pablo valoraba la situación mejor que nadie, y observando que los pasajeros llevaban ya días sin comer, puesto en medio les quiso convencer:
“Tengan buen ánimo, pues no se va a perder ninguna vida, sino sólo la embarcación. Anoche se me apareció un ángel del Dios a quien pertenezco y a quien sirvo, y me aseguró:
“No temas, Pablo; tienes que comparecer ante el Emperador; Dios te concede la vida de los que viajan contigo.
“Por lo tanto, ¡ánimo, amigos! Confío en Dios que sucederá lo se me ha dicho. Estén seguros de que encallaremos en una isla”.
Después de catorce noches seguían a la deriva por el mar Adriático sin saber dónde estaban. Y al amanecer, aunque no se veía nada, Pablo les pidió a todos, que se amontonaban hacinados en la bodega como único refugio contra las olas:
-Llevan catorce días sin comer nada. Les aconsejo que coman algo, que les ayudará a salvarse. Nadie perderá ni un cabello de su cabeza.
Y empezó dando ejemplo, comiendo delante de todos:
-¡Venga, hagan todos lo que yo he hecho!…
Comieron hasta saciarse, y después echaron todo el cargamento de trigo al mar.
Ya de día, se distinguió confusamente una playa, y el centurión resolvió con decisión:
-¡Todos los que sepan nadar salgan primero y ganen tierra! Después, sigan los demás agarrándose a tablones u otras piezas de la nave.
Había acabado la tragedia de aquella navegación espantosa.
Todos a salvo, supieron pronto que estaban en una isla llamada Malta. Ni uno de los 276 Pasajeros se había perdido.
El ángel de Pablo no mentía: “Dios te concede la vida de los que viajan contigo”.
Ahora viene el invernar en Malta. Varios meses en una isla que se les hará inolvidable.
Lucas sigue contando en su crónica:
“Los nativos nos trataron con extrema amabilidad. Como llovía y hacía frío, encendieron una hoguera y nos acogieron.
“Mientras Pablo recogía un haz de leña y la arrimaba al fuego, una víbora, ahuyentada por el calor, se sujetó a la mano de Pablo.
“Cuando los nativos vieron el animal colgado de su mano, gritaban: ¡Este hombre tiene que ser un asesino! Se ha salvado del mar, pero la justicia de Dios no lo deja vivir”.
Pronto cambiaron de opinión. Al ver que Pablo no caía muerto envenenado, gritaban al revés, llevados de su entusiasmo:
-¡Éste no es un hombre, sino un dios!...
El gobernador de la isla, Publio, hospedó en su finca durante tres días al centurión Julio con Pablo y sus dos compañeros. Estaba su padre enfermo de disentería y con alta fiebre.
Pablo hace lo que el Señor había encargado a los apóstoles:
“Impongan las manos a los enfermos, y curarán”.
El caso es que el padre del gobernador quedaba sano del todo, y ahora venían de toda la isla los enfermos que con Pablo recobraban la salud.
¿Resultado? El que era de esperar. Al partir al cabo de tres meses, dice Lucas, “los nativos nos colmaron de honores y nos proveyeron de todo lo necesario para el viaje”.
¡Bien por los malteses!
Dios les pagó la deferencia que gastaron con Pablo regalándoles el mayor de los dones.
Un día Malta será cristiana, y la isla encantadora ha conservado incólume su catolicismo hasta nuestros días, orgullosa siempre por la protección de su Patrón San Pablo.
Nosotros ahora nos quedamos con el corazón en Malta y encaminados hacia Italia.
Nos falta poco para llegar felizmente a Roma con Pablo.