De Tróade y Mileto a Jerusalén.
El viaje tan problemático
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Estaba Pablo en Corinto, después de los tres años legendarios de Éfeso, cuando le dicen algunos misteriosamente:
-¿Vas a ir a Jerusalén? Anda con cuidado. Los judíos te han puesto una emboscada, y vas a parar en el fondo de mar…
Pablo escucha sereno, y modifica los planes del viaje (Hch 20,1-36; 21,1-22)
Era la primavera del año 58. Marchan todos por tierra hasta Tróade, y aquí se presentó el primer episodio, recordado por Lucas:
“El primer día de la semana, estando reunidos para la fracción del pan, Pablo, que debía marchar al día siguiente, disertaba ante ellos y alargó la charla hasta la media noche”.
Todos escuchaban atentos, pero un muchacho se alejó algo del grupo, se sentó en el borde de la ventana para respirar mejor, quedó vencido por el sueño, y se alzó un grito enorme:
-¡Eutiques se ha caído ventana abajo, está tendido en tierra y no da señales de vida!...
Gritos, lágrimas, lamentos… Pablo guarda la serenidad, baja desde el tercer piso hasta donde estaba el muchacho, se echa sobre él, lo toma en brazos, y trata de calmar a todos:
-¡No se alarmen! Su alma está dentro de él…
El milagro era patente.
Lucas dice que todos se alegraron mucho, que siguió la fracción del Pan, y Pablo continuó hablando del Señor Jesús hasta el amanecer…
A los pocos días se hallaban todos en Mileto, hasta donde habían venido los ancianos de Éfeso, llamados por el mismo Pablo, para poder despedirse en ellos de aquella Iglesia tan querida.
Pablo empezó a hablarles con emoción honda:
“Saben cómo me comporté entre ustedes desde el primer día que entré en Asia, sirviendo al Señor con toda humildad y lágrimas, entre las pruebas que me vinieron por las asechanzas de los judíos…
“Cómo predicaba y enseñaba en público y por las casas para que creyeran en nuestro Señor Jesús”.
Pablo presentía lo peor, y prosiguió diciendo:
“Miren que ahora yo, encadenado en mi espíritu, me dirijo a Jerusalén sin saber lo que allí me sucederá.
“Solamente sé que el Espíritu Santo en cada ciudad me testifica que me aguardan prisiones y tribulaciones”.
Empezaba a subir la emoción en todos, sobre todo cuando Pablo les dijo:
“Yo sé que no me van a volver a ver más ustedes, entre los que he predicado el Reino de Dios. “Pero no se desanimen.
“Y tengan cuidado de ustedes y de todo el rebaño, en medio del cual les ha colocado el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios”.
Casi con lágrimas en los ojos, les hace ahora Pablo la más triste profecía:
“Yo sé que después de mi partida se introducirán entre ustedes lobos rapaces que no perdonarán al rebaño, y también de entre ustedes mismos se levantarán hombres que hablarán cosas perversas para arrastrar a los discípulos detrás de ellas”.
Después de oír estas palabras de Pablo, ya no nos extraña nada el encontrar en la Iglesia de todos los tiempos muchos falsos profetas que destrozan al Pueblo de Dios…
Pablo se defiende ahora ante posibles calumnias:
“Yo de nadie codicié ni oro ni plata ni vestidos.
“Pues ustedes saben bien que estas manos proveyeron a mis necesidades y a las de mis compañeros, y trabajaron para socorrer a los necesitados, conforme a la palabra del Señor:
“Hay mayor felicidad en dar que en recibir”.
¡Qué recuerdo este del Señor!
Es una palabra, una sentencia de Jesús, que no consta en los Evangelios.
Estaba este dicho en la tradición viva de la primera Iglesia, como tantas otras tradiciones del Señor que no constan en la Biblia.
Pero la Iglesia las conserva frescas en su Tradición y las transmite hasta nuestros días tan puras como salieron de la boca de Jesús y de los apóstoles.
Al acabar Pablo de hablar, todos cayeron de rodillas, y nos sigue diciendo Lucas:
“Todos rompieron a llorar, y arrojándose al cuello de Pablo, le besaban, afligidos sobre todo por lo que les había dicho: que ya no volverían a ver su rostro. Y fueron acompañándole hasta la nave”.
No ha terminado todavía el viaje, y nos esperan aún otras emociones.
Llega la nave a Tiro, y los discípulos de aquella Iglesia insisten a Pablo:
-¡No subas a Jerusalén!
Pero Pablo se mostró inflexible:
-He de ir allá, pase lo que pase.
Acabados los siete días, dice Lucas, “todos nos acompañaron con sus mujeres e hijos, hasta las afueras de la ciudad.
En la playa nos pusimos de rodillas y oramos; nos despedimos unos de otros; nosotros subimos a la nave, mientras ellos se regresaban a sus casas”.
En Cesarea se hospedaron todos en casa del diácono Felipe, el de los Hechos de los Apóstoles, el cual tenía cuatro hijas solteras, vírgenes entregadas al Señor, y dotadas del don de profecía, las cuales suplicaban e insistían también:
-¡Pablo, no subas a Jerusalén!
Aunque la palabra más grave para Pablo no le vino de las jóvenes profetisas, sino de Ágabo, profeta que llegaba de Judea.
Se acercó a los viajeros, agarró el cinturón de Pablo, se ató con él las manos y los pies, y dijo con gesto severo:
“Esto dice el Espíritu Santo: Así atarán los judíos en Jerusalén al dueño de este cinturón, y lo entregarán en manos de los gentiles”.
Todos lloraban y rogaban a Pablo:
-No subas a Jerusalén. ¡Por favor, no subas!
Duro, muy duro. Pero Pablo respondía firme y resignado:
“¿Por qué lloran, destrozándome el corazón? Pues yo me encuentro dispuesto no sólo a ser atado, sino también a morir en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús”.
Lucas nos da la última palabra:
-No hubo manera. Como no se dejaba convencer, dejamos de insistir, y dijimos: “Hágase la voluntad del Señor”.
Llegamos nosotros también ahora a Jerusalén. Con el corazón prensado. Pero orgullosos de poder contar con un Pablo tan valiente.