“¡Confíen! Al mundo lo tengo yo vencido!”, dijo Jesucristo como un reto horas antes de que lo llevaran a la cruz (Jn 16,33).
¡Se necesitaba ser valiente!...
La confianza en su victoria final no se la podía quitar nadie al divino Maestro.
Y esa confianza es la que legó a su Iglesia:
“¡Voy al cielo a prepararles un lugar”. “¡Volveré!” (Jn 14,2 y 26)
Y la Iglesia desde entonces, plenamente segura, sabiendo que vendrá, no cesa de clamar:
“¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22,20)
No valoramos los cristianos la felicidad de que gozamos con la esperanza que tenemos en Dios y que el mismo Dios nos ha infundido.
Es una felicidad continua, porque nunca dudamos de la dicha que nos espera al final.
El apóstol San Pablo nos habla continuamente de ella, y se refiere siempre a la esperanza en la vida eterna. Nos hace mirar siempre al final, como en este párrafo tan bello:
“Las tribulaciones actuales, que pasan rápidas, nos procuran un caudal de gloria eterna sobre toda medida; por eso no ponemos los ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles; pues las cosas que se ven son pasajeras, mientras que las que no se ven son eternas” (2Co 4,17-18)
¿En qué se funda esta esperanza tan segura que corre por todas las cartas de San Pablo?
Como siempre ─pues no cabe otra cosa en Pablo─, nuestra esperanza se fundamenta en Cristo Jesús. “Cristo en nosotros es la esperanza de la gloria” (Col 1,27)
Nuestra esperanza la tenemos sólo en Jesús.
En el Jesús que murió para salvarnos.
En el Jesús que resucitó y nos espera en el Cielo.
En el Jesús que nos ama y piensa en nosotros.
En el Jesús que está arraigado en nuestros corazones.
En el Jesús que nos tiene ya sentados con Él en los cielos.
En el Jesús que tiene nuestra vida escondida con su misma vida en Dios.
Cuando se meditan todas estas expresiones de San Pablo, se llega a la convicción de que la vida eterna es algo tan seguro que no admite en el creyente duda alguna.
“Nosotros somos ciudadanos del cielo” (Flp 3,20)
Y en el bolsillo llevamos la cédula o el carnet de identidad.
“Nuestra salvación está en esperanza”, nos dice Pablo.
Aunque de momento no veamos lo que se nos promete. Por eso nos sigue diciendo:
“Una esperanza que se ve, no es esperanza, pues, ¿cómo es posible esperar una cosa que se ve? Pero si esperamos lo que no vemos, aguardamos con paciencia” (Ro 8,24-25)
Cuando se tiene una fe viva y un amor ardiente en Jesucristo, se enciende en el alma el ansia viva de unirse a Cristo en la gloria, como lo experimentó el mismo Pablo:
“Me veo presionado por dos anhelos vehementes, y no sé qué escoger. Por una parte, morir cuanto antes, para estar con Cristo; pero, por otra, permanecer aquí para bien de ustedes” (Flp 1,23-24)
Entonces, no le quedaba más remedio que acogerse a la paciencia.
Porque muchas veces, Pablo usa la palabra “paciencia” con el mismo significado que esperanza.
Así se lo enseña, por ejemplo, a los mayores de edad:
“Los ancianos sean íntegros en la fe, en el amor, en la paciencia” (Tt 2,2)
¡Tengan calma, calma, que todo llegará!... El premio lo tienen ya en la mano.
Y tengamos presente todos “que la esperanza no confunde”. No falla.
¿Por qué? Porque se funda en el amor de Dios, un amor que no se enfría ni se retracta nunca, “amor que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Ro 5,5)
Esa esperanza “es una esperanza de vida eterna, prometida desde toda la eternidad por Dios, el cual no miente” (Tt1,2)
Y Dios no puede faltar a su palabra.
Por eso, fiados nosotros en ella, “mantengamos firme nuestra esperanza, pues es plenamente fiel el autor de la Promesa” (Hb 10,23)
Sin esperanza no podríamos vivir.
San Pablo lo sabe muy bien, y por eso nos recuerda tantas veces en sus cartas el premio que nos aguarda. Como cuando nos dice:
“Considero que los sufrimientos del tiempo presente no pueden compararse con la gloria que esperamos y que un día se nos va a manifestar” (Ro 8,18), ya que “hemos sido constituidos herederos, en esperanza de vida eterna” (Tt 3,7)
El dolor y el trabajo no terminan en fracaso, sino en una herencia de gloria inmarcesible y eterna.
San Pablo les pide a los efesios que “con los ojos del corazón contemplen la esperanza a que han sido llamados por Cristo, y cuán inmensa es la riqueza de la gloria que se les va a otorgar a los santos” (Ef 1,18)
Esa esperanza no nace de nosotros, sino que nos viene directamente de Dios y es el gozo de la vida.
Y por eso nos desea Pablo:
“Que el Dios de la esperanza les colme de toda alegría y paz en la fe, hasta rebosar de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo” (Ro 15,13)
Para acabar, San Pablo nos lanza gritos de triunfo.
“¡Gloriémonos en la esperanza de la gloria de los hijos de Dios!” (Ro 5,2)
“Vivamos alegres siempre con la esperanza!” (Ro 12,12)
“Mantengamos la confianza y gloriémonos en la esperanza” (Hb 3,6)
Pablo nos ha dicho que nosotros no contemplamos las cosas que se ven, porque pasan, pasan… De ellas no nos quedará nada, mientras que las que no se ven son eternas.
¡Dichosos nosotros, que pensamos así, sabiendo que no nos equivocamos!
Los bienes que Dios nos promete los tenemos más seguros en las manos con la esperanza que todo el oro del Banco Nacional en su bóveda impenetrable.
¡Dios nuestro!
La esperanza no nos engaña. Eres Tú mismo quien nos la da.
¡Dale esperanza al mundo, tan necesitado de ella.
Que el mundo la sienta.
Que todos tus hijos la vivan.
Que nadie desespere.
En Cristo Jesús, el que murió, resucitó, y está en el Cielo, tenemos la respuesta a todas nuestras preocupaciones.
Cuando estemos contigo, ya no esperaremos nada, porque lo tendremos todo…