Rodeado un día el Papa San Pío X con algunos Cardenales y colaboradores del Vaticano, les preguntó medio en broma medio en serio, como hablaba tantas veces él:
-¿Qué creen ustedes que es lo más importante para la reforma de la Iglesia?... Y los interrogados, sabiendo las aficiones y preferencias del Papa, iban respondiendo:
-La enseñanza de la Doctrina…, la renovación litúrgica…, la devoción a la Eucaristía…
El Papa movía la cabeza negativamente a cada respuesta: -¡No!..., ¡No!...
Y al fin él, serio en medio de su buen humor:
-¿Saben ustedes qué es lo más importante? Reunir en torno a cada párroco un grupo de seglares, que tomen responsabilidad de la Iglesia, que trabajen bajo la dirección de los Pastores, y pronto tendremos una Iglesia totalmente renovada.
¿Tenía razón aquel Papa tan providencial, San Pío X?...
Era cuestión de que la Iglesia dejase de considerarse tan clerical, a la vez de que los seglares o laicos tomaran conciencia de su responsabilidad de cristianos, los cuales tienen el derecho y el deber de trabajar por el Reino de Dios, por la Iglesia de Jesucristo, por la salvación de sus hermanos.
Todo ello, con los Pastores como dirigentes, pero también con la autonomía y libertad que les confiere su condición de laicos metidos en el corazón del mundo.
Llegó el Concilio, y, con su Decreto sobre el Apostolado de los Seglares, dio el espaldarazo a tantos laicos como hoy trabajan ─vamos a usar palabras de San Pablo─ como verdaderos apóstoles de las Iglesias y gloria de Jesucristo (2Co 8,23)
¿Ha inventado la Iglesia algo con esto del apostolado de los laicos?
¡No, ni mucho menos! La cosa viene desde al principio.
Si miramos los Hechos de los Apóstoles, y sobre todo las cartas de San Pablo, vemos que la actividad apostólica de los seglares es tan antigua como la misma Iglesia.
Comunidades eclesiales como Antioquía ─y probablemente también la de Roma─, fueron fundadas por laicos, que llevaron desde Jerusalén la Buena Nueva del Señor Jesús.
Después, enterados los Apóstoles, mandaban sus delegados, o iban ellos mismos, para confirmar lo que el Espíritu Santo se había adelantado a hacer.
Los apóstoles establecían presbíteros, organizaban y daban institución a una Iglesia iniciada por seglares.
En las cartas de San Pablo tenemos ejemplos admirables de apóstoles laicos, admirados, tan queridos y elogiados por Pablo.
Los vemos en todas las cartas, pero el final de los Romanos es sumamente aleccionador.
Miremos a quiénes saluda:
*Les recomiendo a Febe. Recíbanla en el Señor. Asístanla en todo lo que necesite, pues ella ha sido protectora de muchos, incluso de mí mismo.
Saluden a Priscila y Áquila, colaboradores míos en Cristo Jesús, que expusieron sus cabezas por salvarme, y saluden también a la iglesia que se reúne en su casa.
Saluden a María, que ha trabajado tanto por ustedes.
Saluden a Urbano, nuestro colaborador en Cristo.
Saluden a Trifena, Trifosa y Pérside, que tanto se fatigaron y trabajaron mucho en el Señor (Ro 16,1-12).
*
¿Nos damos cuenta? Todos eran laicos. Y tal vez más mujeres que hombres.
El mero hecho de ser cristianos los autorizaba a colaborar con los apóstoles, obispos y presbíteros, e incluso a tomar ellos iniciativas importantes para el desarrollo de
la Iglesia.
Pablo, al buscar y aceptar colaboradores, les dictaba la razón que los debía estimular:
-Miren que son miembros del Cuerpo de Cristo. Y cada miembro debe trabajar “según su actividad propia, para el crecimiento y edificación en el amor” (Ef 4,16)
Comentando esta razón de San Pablo, les dice el Concilio a los seglares:
“El que no contribuye según su propia capacidad al aumento del cuerpo debe considerarse como inútil para la iglesia y para sí mismo” (AA 2)
Pero, junto a la amenaza, el Concilio sabe animar:
“Insertos los seglares por el bautismo en el Cuerpo místico de Cristo y robustecidos por la confirmación, es el mismo Señor quien los destina al apostolado” (AA 3)
Aunque nos podemos preguntar: ¿Con qué auxilios cuenta el laico para el apostolado? ¿Qué gracia les da Dios?
Aquí vienen ahora los “carismas” del Espíritu Santo, el cual los reparte abundantes entre los laicos, hijos de la Iglesia, para que se entreguen a ella con generosidad, competencia, celo apostólico, y puedan hacer las maravillas que tantas veces nos toca contemplar.
El apóstol San Pablo es en esto el gran maestro. En las cartas a los Romanos (12,6-8), a los de Corinto (1ª, 12 y 14) y a los de Éfeso (4,11), enumera unas listas de carismas o dones del Espíritu Santo que nos dejan pasmados.
No todos los laicos valen para todos los apostolados, pero todos, hasta los más humildes, pueden ejercer ministerios valiosísimos. Pablo viene a decir a cada uno:
Tú, que sabes hablar, exhorta, predica, consuela. Haz de profeta.
Tú, que sabes instruir, trabaja como catequista.
Tú, doctor que dominas la doctrina del Señor, enseña con competencia.
Tú, que tienes tan buen corazón, dedícate a obras de misericordia con los necesitados.
Tú, tan diestro en oficios, sirve a la Iglesia en cosas materiales, a veces muy humildes.
Tú, inquieto siempre, propaga el Evangelio, habla, no te calles.
Tú, escritor y propagandista, difunde la Fe por “los medios”.
Tú, que eres líder por naturaleza, ponte al frente de los jóvenes inquietos y llévalos a todos al Señor.
Pablo puede seguir señalando con el dedo a cada uno y diciéndole lo que es capaz de hacer por el Señor en su Iglesia.
Sus palabras son estimulantes:
“Teniendo dones diferentes, según la gracia que nos ha sido dada, los hemos de ejercitar en la medida de nuestra fe” (Ro 12,6)
Entre las grandes gracias de Dios a su Iglesia en los tiempos modernos, resalta como ninguna la conciencia despertada en los laicos sobre su responsabilidad en el apostolado, conforme a la intuición de aquel Papa tan clarividente.
Sabemos lo que San Pablo hizo en Éfeso por medio de sus colaboradores ─laicos en su inmensa mayoría─, con los cuales llenó del Evangelio toda la Provincia romana del Asia.
Y nos podemos preguntar:
¿Pensamos que los católicos seglares de hoy no pueden realizar maravillas semejantes?...