Una hostia con Cristo
Esto es la vida del cristiano
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Antes de acudir a San Pablo, hoy vamos a llegarnos al Antiguo Testamento para ver lo que era el culto de los judíos, y que el mismo Pablo, judío tan riguroso, había practicado con fidelidad edificante.
El culto judío se fundamentaba, ante todo, en los sacrificios, los cuales, según la Biblia, eran innumerables.
Lo prescribía el mismo Dios, que había ordenado por Moisés: “Nadie se presentará delante de mí con las manos vacías” (Ex 23,15)
Obedecía esta ley a la costumbre social de los pueblos orientales.
El inferior lo hacía con el superior para demostrarle su reconocimiento: el pobre con el rico, el inferior con el superior, el ciudadano con el rey.
Mostraban con ello respeto y sumisión, a la vez que lo empleaban para conseguir favores.
Pues bien, los sacrificios en Israel eran múltiples y continuos: para alabar a Dios, para darle gracias, para implorar su perdón, para pedirle favores.
Se le podían ofrecer a Dios objetos de oro y plata, otros bienes materiales, y más comúnmente los frutos del campo.
Pero se le ofrecían sobre todo animales domésticos en cantidades ingentes.
Dios aceptaba el sacrificio complacido, según esas expresiones bíblicas: “como perfume agradable”, “en olor de suavidad” y otras semejantes.
Ahora bien, llegó un momento en el que los sacrificios desaparecieron. ¿Cuándo?...
Para Israel, cuando fue destruido definitivamente el Templo de Jerusalén con su altar, y se extinguió además el sacerdocio levítico.
Para los cristianos, antes todavía. Cuando Jesucristo se ofreció Él mismo en sacrificio sobre el altar de la cruz, de una vez para siempre, y acabó con todos los sacrificios de la Antigua Alianza.
Jesucristo dejó únicamente para su Iglesia el único sacrificio del Calvario renovado, actualizado, hecho presente en la Eucaristía, la cual es el mismo e idéntico sacrificio de la Última Cena y de la Cruz.
¿A qué viene todo esto, que parece una lección de Biblia?
Sólo a comentar una palabra de San Pablo.
Desaparecieron los sacrificios del pueblo judío.
Pero no desapareció lo que es el UNICO sacrificio de la Iglesia: la Eucaristía, el mismo sacrificio de Jesús en el Calvario, al cual se añade, mejor dicho, con el cual se ofrece el sacrificio de cada cristiano que se entrega a Dios junto con Jesucristo.
A Dios le agradaban los sacrificios de Israel, ofrecidos con piedad, como dice el salmo:
“Tus sacrificios los tengo siempre delante de mis ojos” (Sal 48,8)
Pero esos sacrificios no iban a durar para siempre, como dijo el profeta cuando empezó a degradarse el culto:
“No me gusta ni me agrada la oblación que me traen. De levante hasta poniente es grande mi Nombre entre las naciones, y en todo lugar se ofrecerán a mi Nombre sacrificios y oblaciones puras, pues santo es mi Nombre entre las naciones, dice Yahvé Dios de los ejércitos” (Ml 1,10-11)
Pablo tenía muy presente el sacrificio de Jesús en la Cruz y su renovación en la Eucaristía, y viene ahora con una palabra preciosa para todo cristiano:
“Les exhorto a que se ofrezcan ustedes mismos como un sacrificio vivo, santo, agradable a Dios; tal será su culto espiritual” (Ro 12,1)
Pero al decir Pablo “ofrézcanse ustedes mismos”, ¿a qué se refiere?
A todos los actos de la vida, que quedan convertidos en “buenos, agradables, perfectos”.
Unido al sacrificio de Jesucristo, renovado en el altar, el cristiano tiene conciencia de que lo suyo es del mismo Jesucristo, que forma una sola oblación, y que es, por lo mismo, ese “sacrificio espiritual agradable a Dios” de que habla San Pablo.
San Pablo parece que alude a esto cuando escribe a los de Corinto aquellas palabras referidas a la vida de cada día:
“Echen fuera la levadura vieja, el fermento de todo pecado. Sean masa nueva, panes ázimos, completamente puros” (1Co 5,7)
¿Para qué pensar en otros sacrificios? El de la propia persona es el que interesa.
Aquellos sacrificios antiguos de la Biblia en tanto eran agradables a Dios en cuanto eran de animales puros, es decir, sin defectos que los hicieran poco presentables.
A nadie se le ocurría ir al altar con un cordero cojo o un becerro con el cuerno roto.
El sacerdote de la Ley lo hubiera rechazado sin más y lo hubiera tomado como una injuria a Dios.
Por eso Pablo, al hablar de la vida cristiana como sacrificio espiritual y agradable a Dios, lo primero que exige es una conducta sin tacha:
“Miren su vida anterior, y quiten de ella todo lo que signifique hombre viejo, que se corrompe con las malas pasiones…
“Que desaparezca de ustedes toda amargura, ira, cólera, gritos, maledicencia y cualquier clase de maldad, impureza y codicia, que ni deben mencionarse entre ustedes”…
Y pide, por el contrario, el pan ázimo de una vida intachable:
“Al revés, revístanse del Hombre Nuevo, hecho de justicia y santidad, siendo amables con todos, compasivos, generosos…
“Y vivan como Cristo, que nos amó y se entregó por nosotros como hostia y víctima de suave aroma” (Ef 4, 22-23, 31-32; 5,2-3)
Esto es para Pablo ser una hostia con Cristo.
Ninguna maldad que empañe la jornada.
Toda obra buena en el proceder de cada día.
¿En qué se convierte la vida entonces? ¿En triste?...
Solamente un desaprensivo podría decirlo.
El Espíritu Santo, que ha santificado esa hostia del cristiano ─igual que santifica el pan y el vino que se ponen en el altar─, hace que la vida sea amor, alegría, paz… (Gal 5,22)
En todo sacrificio había una víctima que quedaba destrozada.
Pero, quemada sobre el altar, se convertía en aroma suave, que llegaba a hacer las delicias de todo un Dios…
Como las hace el cristiano y la cristiana cuando con Jesucristo se consumen en el Altar…