La epístola tan extensa de Pablo a los de Corinto, cargada de consejos, llega hacia su fin con unas palabras que son todo un programa enardecedor:
“¡Manténgase firmes, inconmovibles! ¡Avancen siempre en la obra del Señor! Y sepan que su trabajo no es inútil en el Señor” (1Co 15,58). Porque el Señor Jesús es un espléndido pagador, y nadie quedará sin una magnífica recompensa.
Considerando estas proposiciones de Pablo se adivina que el cristianismo ─como se ha dicho muchas veces modernamente─, no es para pusilánimes.
¡Firmes! ¿Por qué?... Porque los embates que vienen del enemigo son fuertes.
¡Inconmovibles! ¿Por qué?... Porque no hay que dejarse arrastrar por la corriente ni permitir que nadie nos zarandee.
¡En marcha! ¿Por qué?... Porque eso de detenerse es condenarse a ir para atrás.
¡Que vale la pena! ¿Por qué?... Porque el premio que aguarda supera todo lo que se puede soñar.
San Pablo, a lo largo de todas sus cartas, da la razón de todas estas afirmaciones, y asegura la firmeza de sus proposiciones.
Firmes de tal manera ─sigue diciendo a los de Corinto─, que “han de mantenerse en la fe bien seguros, actuando como hombres, con energía” (1Co 16,13)
Inconmovibles ─dirá a los de Éfeso─, de modo “que no nos dejemos llevar a la deriva, zarandeados por cualquier viento de doctrina, a merced de la malicia humana y de la astucia que conduce al error” (Ef 4,14)
Progresando siempre, porque hay que llegar “a un desarrollo perfecto, a la plena madurez en Cristo”, asegura Pablo a los mismos efesios (Ef 4,13)
Y se debe avanzar con una gran esperanza, porque ─como expresa Pablo a los de Roma─, “los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros” (Ro 8,18)
Este programa de vida cristiana no es para echar hacia atrás a ninguno; al revés, resulta un estímulo grande el saber que Jesucristo tiene confianza en los suyos.
El redactor de la carta a los Hebreos pone al mismo Jesucristo delante como Jefe y Guía en un párrafo que entusiasma.
Ha presentado antes una lista larga de los grandes de Israel en el Antiguo Testamento, los cuales, siguiendo la estrella de la fe, realizaron hazañas sin cuento, y dice de ellos que fueron hombres y mujeres “de los que no era digno el mundo” (Hb 11,4-39)
Después añadirá, aunque sin poner nombres, a los que ya habían muerto entre los apóstoles y los primeros cristianos: “Acuérdense de sus guías, que les anunciaron la palabra de Dios, y, considerando el desenlace de su vida, imiten su fe” (Hb 13,7)
Pero, sobre todo, clava ese discípulo de Pablo su mirada en Jesucristo, como no podía ser menos. Lo ve al frente de los suyos en marcha hacia la eternidad, como iniciador y consumador de la fe, y asegura de Él algo que resulta insólito:
“Jesús, por el gozo que se le proponía, soportó la cruz sin miedo a la ignominia, y ahora está sentado en el trono a la derecha de Dios” (Hb 12,2)
¿Qué quieren decir estas palabras algo misteriosas? Por una palabrita que usa la Biblia, los estudiosos adivinan un doble sentido.
Primero, puede interpretarse así. Ante los ojos de Jesús, se presentó el gozo, la alegría, la gloria. Y Él se dice valiente:
-¿Qué escojo? ¡Me quedo con la cruz!
Segundo. Pero hay otra interpretación. Jesús tenía miedo a la muerte, es natural, y más una muerte en la cruz. Pero vio la gloria que le venía detrás. Y Jesús no dudó:
-Es muy duro lo que me espera. Pero vale la pena seguir adelante. Después de la cruz y el sepulcro, vendrá la gloria. ¡Adelante!
De las dos maneras, y las dos legítimas, se puede interpretar esa afirmación de Hebreos. Una y otra son preciosas.
Como Jesús en el Tabor, donde habla con Moisés y Elías de lo que le aguarda, el cristiano tiene delante la lucha. Pero no duda en absoluto.
-¿Jesús va delante? Pues, ¡adelante yo también!
La verdad es que el mundo de hoy necesita mensajes como éste.
Nuestro mundo ─como lo dice cualquier observador independiente─, en medio de los avances de la ciencia y de la técnica, vive en la angustia que causa la incertidumbre.
El llamado Primer Mundo lo tiene todo, y, sin embargo, esa ansiedad e insatisfacción tan lamentadas y tan evidentes las sufre sin encontrar solución.
Al revés, el llamado Tercer Mundo no sabe hacia dónde volverse para hallar remedio a sus injustos males, que los hombres poderosos se empeñan en no resolver.
Ante ambos mundos, caben las consabidas preguntas: ¿Sabe mucha gente hacia dónde camina? ¿No necesita más fe? ¿No necesita, sobre todo, más esperanza?...
Los grandes sufrimientos modernos han de encontrar una solución, la cual no le puede venir sino de Dios.
Y el camino seguro de Dios y hacia Dios es solamente Jesucristo.
En nuestra Latinoamérica han surgido líderes durante las últimas décadas que pudieron deslumbrar de momento.
Arrastraron a muchos, pero eran también muchos los que volvían, lamentando:
-¡Qué fracaso! ¡Cómo nos hemos equivocado!
El único que no falla, ni en sus proposiciones, ni en sus promesas, ni en sus logros, es Jesucristo, del que nuestra carta a los Hebreos dice “Jesucristo es el mismo, ayer, hoy y por los siglos” (Hb 13,8)
Lo cual es como si dijera: todos los que surgen como maestros, jefes y guías son ocasionales, los cuales aciertan o no aciertan.
El que no se equivoca, no engaña y no defrauda nunca, porque es seguro siempre, es Jesucristo.
Firmes, inconmovibles, esperanzados.
Tres palabras que son un lúcido “santo y seña” que Pablo hace resonar en nuestros oídos y pone también en nuestros labios.
Son la mejor respuesta que le damos a aquel Jesucristo que dijo con serenidad pasmosa poco antes de ir a la muerte:
-¡Síganme, y confíen! Porque al mundo lo tengo yo vencido.