Predestinados y elegidos.
De eternidad a eternidad.
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La ciencia moderna nos tiene asombrados cuando nos habla hoy del origen del mundo, con eso que los científicos llaman el “Big bang” o gran estallido que originó el Universo.
Dicen que se produjo hace unos dieciséis mil millones de años. ¡Como quien no dice nada!... Entonces empezó a existir la materia y comenzó a correr el tiempo:
¡Dieciséis mil millones de años nada más!...
Pues, bien; supongamos que Pablo vive todavía en el mundo, metido en su desierto de Arabia o predicando en la planicie de Galacia, y le damos esta noticia, este descubrimiento de la ciencia.
¿Saben lo que haría y nos contestaría Pablo?
No mostraría ninguna extrañeza ni ninguna emoción. Se limitaría a decir:
* ¿Dieciséis mil millones de años? Si eso no es nada… Porque antes, mucho antes, desde toda la eternidad, ya existía Jesucristo en la mente de Dios.
Desde toda la eternidad había ordenado este Universo en orden a Jesucristo. Y no sólo a Jesucristo, sino a nosotros, que nos soñó hijos en su Hijo, a fin de que Jesucristo y nosotros viviéramos después siempre con el mismo Dios en su misma gloria y felicidad.
Para cuando apareció aquel “Gran estallido” del que hablan ustedes, hace tantos miles de millones de años, ya éramos veteranos nosotros en la mente de Dios, y teníamos además por delante una vida que no acabaría jamás, porque la vida posterior sería tan larga, tan eterna, como lo había sido la anterior. *
¡Vaya discurso que nos echaría Pablo si le fuéramos con noticia semejante!
No se lo hubiera soltado a los sabios griegos en el Areópago de Atenas con más elocuencia que a nosotros ahora.
Muy bien, amigas y amigos, ¿fantaseamos hoy demasiado, al hablar así de lo que nos dice la ciencia moderna sobre la creación, mirado todo a la luz de la revelación de Dios por medio de Pablo?
No, no fantaseamos. Esto es lo que nos dice Pablo sobre nuestra predestinación, nuestra elección y nuestra glorificación nada más abrimos la carta a los de Éfeso.
Vemos que ésa es la realidad.
Que ése fue el sueño divino alimentado por Dios desde toda la eternidad.
Y que, por toda la eternidad que viene, ésa va a ser la dicha sin fin que nos espera.
Empieza Pablo su afirmación categórica con palabras emocionantes, y tantas veces repetidas:
“Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales y celestiales en Cristo, por cuanto nos ha elegido en él antes de la creación del mundo, para ser santos e intachables por el amor, eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo”.
Esto es grandioso, sin más.
Un santo y mártir jesuita comentaba estas palabras comparándolas con la ilusión inefable de una madre que espera al niñito que viene.
-¡Nueve meses! ¡Ya no faltan más que seis meses, tres meses, un mes nada más!... ¿Y cuándo tendré en mis manos al bebé que llega para besarlo, para acariciarlo, cuándo?...
Esos nueve meses inefables de la mamá, en Dios fue toda una eternidad:
-¿Cuándo tendré a mi Hijo convertido en Jesús, en Jesucristo, y con Él a una multitud más de hijos que serán felices conmigo por siempre?...
Esta es la primera etapa de esa eternidad anterior descrita por Pablo, incluidos en ella los miles de millones de años que pasaron desde la creación hasta la venida de Jesús al mundo.
Se presenta después la segunda etapa, la de Jesucristo entre nosotros, desde la Encarnación a la Ascensión y a su vuelta gloriosa al final de los tiempos.
El apóstol San Pablo nos presenta a Jesucristo entre nosotros rescatándonos con su sangre, la cual nos ha merecido “el perdón de los pecados” (1,7)
Para Jesucristo fue esta etapa de su vida en la tierra la de la expiación de la culpa de la Humanidad, realizada por su muerte sufrida en la cruz.
Murió Jesús. Pero vino la respuesta de Dios. La Víctima del Calvario era vivificada por el Espíritu Santo, y asumida por el Padre que la glorificaba en el Cielo, como dice Pablo:
“Dios desplegó toda su potencia en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en los cielos, por encima de cuanto existe en este mundo y en el otro” (1,20-21)
Allá subió Cristo, que ascendía a las alturas llevando consigo a una multitud inmensa de redimidos (2,8)
Seguimos metidos en esta segunda etapa, con el empeño de Dios de hacer que “todas las cosas, lo que está en el cielo y lo que está en la tierra, se vayan centrando en Cristo como cabeza de todo lo creado (1,10), “pues todo fue creado por Él y para Él” (Col 1,16).
Esta es la etapa de la Iglesia, a la que Jesús confió el desarrollo del Reino de Dios, con la proclamación del Evangelio a todo el mundo, hasta que se complete el número de los elegidos.
¿Cuánto durará esta etapa segunda? No lo sabemos. Es un secreto que se ha reservado Dios. Llevamos hasta ahora dos mil años, y no se acabará hasta que haya entrado el último de los predestinados.
Dios no tiene ninguna prisa, y pueden faltar aún muchos milenios, hasta que se forme una familia inmensa, digna de la grandeza y del amor de Dios.
Entonces vendrá la tercera y última etapa, cuando Jesucristo vuelva al final de los tiempos, glorioso y triunfador, para reunir a todos los elegidos desde un extremo al otro de la tierra, y ofrecer al Padre el Reino conquistado.
Entonces, como expresa Pablo, vencidos todos los enemigos y puestos bajo sus pies, entregará el Reino a Dios Padre, de modo que Dios sea todo en todas las cosas (1Co 15,28)
Esta Carta de Pablo a los de Éfeso nos ofrece en un conjunto maravilloso todo el misterio de Jesucristo y de nosotros como familia de Dios.
Soñados por Dios, no durante miles de millones de años, sino desde toda la eternidad.
Formada esa familia de Dios durante el tiempo de la vida mortal de Jesús en el mundo y a lo largo de los siglos o milenios que Dios tiene determinados.
Y completada y consumada al final de los tiempos, para morar en la casa de Dios ─en la Casa del Padre, como nos gusta decir hoy─, por siglos eternos…
¡Grandioso el plan de Dios!
Mas grandioso, desde luego, que ese Big Bang o Gran
Estallido de los científicos, que nos pasma con sus miles de millones de años, tan cortitos comparados con nuestra eternidad en la mente y en la gloria de Dios…