¡Ven, Espíritu Santo!.
El único Espíritu de la Iglesia.
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Empezamos hoy con una pregunta: ¿Qué nos dice Pablo sobre el Espíritu Santo? ¿quién era el Espíritu Santo para San Pablo?...
Porque en los Hechos de los Apóstoles, y después en sus cartas, Pablo trata al Espíritu Santo de una manera tal que lo cita continuamente, le atribuye toda la vida de la Iglesia, lo ve mover la existencia entera del cristiano.
Pablo sabe que al Espíritu Santo le debe su misión, desde que en la asamblea de Antioquía se escuchó aquella voz:
“Sepárenme a Saulo y Bernabé para la obra a que los tengo llamados” (Hch 13,1)
A partir de este momento, el Espíritu lo guía o le detiene los pasos, de modo que Pablo no es más que el instrumento dócil que cumple siempre un encargo superior.
En la vida y en las cartas de Pablo, el Espíritu Santo está siempre activo, siempre se mueve, nunca está sentado en su trono de gloria para recibir adoraciones aunque sea Dios.
El Espíritu Santo que conoce Pablo no tiene más preocupación que la Iglesia y cada uno de los hijos e hijas de la Iglesia.
Mientras la Iglesia peregrine en la tierra y haya un cristiano en el mundo, el Espíritu Santo no se tomará el descanso divino que le corresponde en la gloria.
Al hablar así, no lo hacemos con irreverencia a una de las Tres Divina Personas, sino con un cariño grande al Espíritu Santo, el dulce Huésped de las almas.
Pablo ve al Espíritu Santo llenando y animando totalmente a la Iglesia.
La Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo, el organismo de Cristo, y el Espíritu Santo es el alma que le da vida.
Es lo que Pablo expresa con estas palabras:
“Un solo cuerpo y un solo Espíritu” (Ef 4,4)
El cristiano, cuando se bautizó, se convirtió en hijo de Dios, en un miembro del Cuerpo de Cristo, y quedó a su vez lleno del Espíritu Santo.
Así, el Espíritu de Jesús, el Espíritu Santo, ha venido a ser el alma de todos los miembros de Cristo, de todo el Cuerpo de Cristo, de toda la Iglesia.
¿Y qué quiere Pablo entonces de cada cristiano y de la Iglesia entera?
Pablo ve a la Iglesia, y a cada cristiano en particular, como un templo del Espíritu Santo, conforme a las palabras tantas veces repetidas:
“¿No saben que son templo de Dios y que el Espíritu Santo habita en ustedes?”.
El cristiano no puede destruir en si mismo con la impureza ese templo que es él mismo, ni tampoco destruir con divisiones el templo que es la Iglesia:
“¿No saben que su cuerpo es templo del Espíritu Santo?”. “Y si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él; porque el templo de Dios es sagrado, ese templo que son ustedes” (1Co 6,19; 3,16-17)
Por eso Pablo dice algo duramente:
“El que no tiene el Espíritu de Cristo, ha dejado de ser un miembro suyo” (Ro 8,9)
¿Y quién es el que no tiene el Espíritu de Cristo?...
Según San Pablo, es aquel que se deja arrastrar de nuevo por aquellas malas tendencias de antes, ya que “los que son de Cristo las tienen clavadas con Cristo en su cruz” (Gal 5,24)
Pablo ve a la Iglesia como la gran testigo de Cristo, del que da testimonio, como dice a los de Corinto (2Co 3,3) con expresión muy bella:
“Ustedes son la carta de Cristo, escrita no con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivo”.
A los que son esta carta viviente, les dicta Pablo unos textos preciosos.
Primero. El Espíritu Santo es don de Dios y prenda de su divina gracia, de su protección, de la vida eterna.
Y así les dice: “Dios nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu Santo en nuestros corazones” (2Co 1,22)
Segundo. El amor cristiano es obra del Espíritu Santo.
Es el Espíritu quien aviva el fuego, desde el momento que se metió dentro de cada uno de los bautizados, conforme a la palabra de Pablo tantas veces repetida:
“El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones, por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Ro 5,5)
Tercero. Con el Espíritu Santo en los corazones, se gozan anticipadas las alegrías que se esperan para el Cielo, tan diferentes de la felicidad vana que puede ofrecer la tierra.
Lo dice Pablo con palabras fuertes:
“No se emborrachen con vino, causa de libertinaje, sino embriáguense de Espíritu Santo, que les hará estallar en salmos, himnos y cánticos inspirados, para cantar en su
corazón al Señor” (Ef 5,18-19)
Cuando se conoce al Espíritu Santo por lo que nos dice Pablo, se aprecia de verdad eso que se ha dicho del Divino Espíritu: que ilumina, que enciente, que empuja.
¡Cómo hace ver los misterios de Dios!
¡Cómo abrasa el corazón!
¡Cómo impulsa a hacer algo por el Señor!...
El Espíritu Santo, que nunca está quieto en la Iglesia, no deja tampoco en paz ociosa al cristiano, que, al dejarse guiar por el Espíritu, tiene siempre en sus labios la consabida plegaria: ¡Ven, Espíritu Santo!...
Entre los himnos de la Liturgia de la Iglesia al Espíritu Santo hay uno precioso por demás.
Cada uno de los versos puede probarse sin esfuerzo alguno con un texto de San Pablo, como si Pablo fuera dictando cada uno de esos versos con palabras propias suyas.
Dice así ese himno tan bello:
“Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo. Padre amoroso del pobre; don, en tus dones espléndido; luz que penetra las almas; fuente del mayor consuelo.
“Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos.
“Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos. Mira el vacío del hombre, si tú le faltas por dentro; mira el poder del pecado, cuando no envías tu aliento.
“Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo, doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero.
“Reparte tus siete dones, según la fe de tus siervos; por tu bondad y tu gracia, dale al esfuerzo su mérito; salva al que busca salvarse y danos tu gozo eterno”.
Este himno en latín es muy viejo, y muy moderna su traducción a nuestra lengua. Pero, en latín o español, estemos seguros que merece esta firma: Pablo, apóstol de Jesucristo.