Dinos, Pablo, ¿tú, quién eres?. Estamos de despedida.
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Bajo el altar de la imponente Basílica de San Pablo Extramuros en Roma se halla un sarcófago que encierra los restos del Apóstol. Un puñado de huesos, polvo, y nada más. Pero, ¿y su espíritu?...
Nadie lo ha expresado mejor que San Juan Crisóstomo, el admirador y entusiasta perdido de Pablo: “Quisiera ver las cenizas de su corazón, del cual podría afirmarse que es el corazón del mundo.
El corazón de Pablo es el corazón de Cristo y la tabla en que el Espíritu Santo escribió el libro de la gracia; el corazón que logró amar a Cristo como no le amó ningún otro”.
“El corazón del mundo”, esta es la verdad. Convencido de que “ya no hay ni judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, sino que todos son uno en Cristo Jesús”, y sintiéndose “deudor de civilizados y de bárbaros, de sabios e ignorantes”, Pablo no conoció fronteras en su vida legendaria. Vivía obsesionado por una sola idea:
¡Todo el mundo ha de ser conocedor y esclavo del Evangelio de Cristo!
Y como lo sentía, así se empeñó en conseguirlo, hasta poder decir con satisfacción no contenida:
-Desde el Oriente conocido hasta el extremo Occidente al que pronto llegaré, “en virtud del Espíritu de Dios, todo lo he llenado del Evangelio de Cristo”.
¿Cómo pudo realizar esto? Sólo haciendo que su propio corazón fuera el mismo corazón de Cristo.
Lo cual no es sólo una frase atinada y bella del Crisóstomo, sino la expresión de lo que el mismo Pablo había dicho de si:
-“Mi vivir es Cristo”. Porque no tengo otro pensar, otro querer, otro respirar sino Cristo, el cual ha suplantado mi persona entera, “de modo que ya no soy yo quien vive, sino que Cristo es quien vive en mí”.
Sintiéndose portador de la salvación, y con un amor de Cristo que le urgía, que le empujaba, que no le dejaba quieto ni un momento, llegó a hacer de su vida la vida más increíble que admira la Iglesia entre todos sus hijos, y una de las más inexplicables también que ha contemplado el mundo.
Si todos admiramos a Pablo, Pablo es el único que no se admira a sí mismo. “¿Yo?”…, sigue preguntándose Pablo.
“Si soy el menor de los apóstoles; si soy indigno del nombre de apóstol por haber perseguido a la Iglesia de Dios”… En esta su propia indignidad descubrió Pablo el porqué Dios lo escogió de manera tan singular:
“Conseguí misericordia a fin de que Jesucristo mostrase en mí el primero su paciencia, para ejemplo de los que han de creer en él y conseguir la salvación”.
¡Y claro está! Como Pablo conocía lo que fue para él la Sangre redentora de Cristo, pudo clamar entonces, y sigue hoy clamando a voz en grito:
-Mundo entero, ¡no te creas perdido! ¡Sépanlo todos bien!...: “Que Cristo Jesús ha venido para salvar a los pecadores, el primero de los cuales soy yo”.
Cuando Pablo daba un testimonio brillante de Cristo ante la asamblea de Cesarea, hubo de oír de labios de aquel digno Procurador romano un reproche cordial: -Pablo, las muchas letras te han trastornado los sesos.
A lo cual respondía el prisionero: -No, Excelentísimo Festo, no estoy loco, sino que proclamo cosas verdaderas y plenamente sensatas.
Harto sabía Pablo que en su boca no había mentira, desde que fue el mismo Jesucristo quien le había adoctrinado con una ciencia altísima.
El rayo que le tumbó de la cabalgadura y el resplandor que le cegó los ojos, no fueron sino los símbolos con que Jesucristo le mostró a Pablo lo que iba a ser su vida entera:
-Atravesarás el mundo de punta a punta como un rayo, esparciendo la luz de mi verdad a la que nadie podrá resistir. La historia de Pablo es capaz de suscitar hoy los hombres y mujeres que nuestro mundo necesita.
Si hoy volviera Pablo, lo veríamos volar de Jerusalén a Nueva York, de Roma a Río Janeiro, de Shangai a Nairobi en el corazón del África, de Sydney a Moscú… Y hablaría en las iglesias, en los estadios, en las universidades, en los almacenes de los puertos, a doctores y a campesinos, a las amas de casa y a los niños de las escuelas…
En todas partes y para todos tendría su mensaje, que se resumiría siempre en lo mismo:
-¡Crean en Jesucristo! ¡Entréguense a Jesucristo!
¡Sigan a Jesucristo! Cuando todos les digan que no hay nada que hacer, porque todo está perdido, ¡no hagan caso!
Yo me levanté sobre un mundo totalmente pagano, sobre la esclavitud institucionalizada y sobre todos los vicios divinizados.
Ustedes no digan que no se pueden alzar sobre la incredulidad, la injusticia, la droga, la inmoralidad reinante… ¡Jesucristo puede más que todo y que todos!
Jesucristo es el Salvador, y se luce salvando en las situaciones más desesperadas… El mundo al que Jesucristo me mandó a mí no era mejor que el de ustedes.
Y por mí llevó Jesucristo la salvación a innumerables almas en aquellos días primeros. Pablo es un líder que apasiona y cuestiona a cualquiera que lo mira:
-¿Amar yo a Jesucristo? Como Pablo por lo menos…
-¿Trabajar por Jesucristo? Como Pablo y un poco más… Pablo es una figura señera en la Iglesia, y de ella no se puede prescindir.
El arranque de todo está en aquella ruidosa caída, obra del Señor y de nadie más. La conversión de Pablo ─el mayor enemigo, trocado en el apóstol más grande y más genial─, es un hecho trascendental de la Historia, no ya de la Iglesia sino de la Historia universal.
Si la historia del mundo dio un giro de 180 grados con una Cruz en el Calvario y un Sepulcro vacío, la historia de la Iglesia recibió su orientación y el impulso definitivo a partir de las puertas de Damasco.
¡Pablo! ¡Nuestro admirado y querido Pablo! Dinos, ¿tú, quién eres?...
Hemos recorrido tu vida, hemos leído tus cartas, pero ¿sabemos quién eres tú?... No acabamos de entenderte, y nos limitamos a decir con profundo convencimiento:
¡Gracias sean dadas a Dios por haber dado a su Iglesia al apóstol Pablo!