10.2» La misa
Asistir a misa cada día y recibir inmensas bendiciones de Dios
Autor: P. Angel Peña O.A.R
Deberíamos asistir a la misa cada día para recibir las inmensas bendiciones que Dios nos tiene preparadas, como lo hacían los primeros cristianos (Hech 2, 46).
Pero, al menos, no debemos perdernos nunca la misa del domingo, pues el domingo es el día del Señor, el día de los cristianos, el día de la fe, el día de la Iglesia y de la fraternidad universal.
Hay un hecho significativo del año 304, en plena persecución de Diocleciano.
Apresaron a 49 cristianos en Abitene, cerca de Túnez y, al preguntarles por qué se reunían el domingo, si estaba prohibido, ellos respondieron: Sin el domingo no podemos vivir. Y los 49 murieron mártires por haber asistido a misa los domingos.
El domingo es nuestra fiesta con el Señor. Es un día sagrado y de descanso para estar con la familia.
¿Diremos que no tenemos tiempo para visitar a nuestro Padre Dios y reunirnos con nuestros hermanos en la fe?
Decía el Papa Juan Pablo II: No tengáis miedo de dar vuestro tiempo a Cristo…
El tiempo ofrecido a Cristo nunca es un tiempo perdido, sino más bien ganado para la humanización profunda de nuestras relaciones y de nuestra vida (DD 7).
En la Didascalia, escrito del siglo III, se dice: Dejad todo, el día del Señor, y corred con diligencia a vuestras asambleas.
¿Qué disculpa tendrán ante Dios aquellos que no se reúnen en el día del Señor para escuchar la Palabra de vida y nutrirse con el alimento divino, que es eterno? (DD 46).
Veamos cómo se celebraba la misa en el siglo II. San Justino, el año 155, para explicar al emperador Antonino Pío lo que hacían los cristianos, escribe:
El día del sol tiene lugar la reunión en un mismo sitio de todos los que habitan en la ciudad o en el campo.
Se leen los testimonios de los apóstoles y los escritos de los profetas, tanto tiempo como es posible.
Cuando el lector ha terminado, el que preside toma la palabra para incitar y exhortar a la imitación de tan bellas cosas.
Luego nos levantamos todos juntos y oramos… Cuando termina esta oración, nos besamos unos a otros.
Luego se lleva al que preside pan y una copa de agua y de vino mezclados. El presidente los toma y eleva en alabanza y gloria al Padre del universo por el nombre del Hijo y del Espíritu Santo y da gracias largamente… Cuando terminan las oraciones y acciones de gracias, todo el pueblo presente pronuncia una aclamación diciendo: Amen.
Cuando el que preside ha hecho la acción de gracias y el pueblo ha respondido, los que entre nosotros se llaman diáconos distribuyen a todos los que están presentes pan, vino y agua eucaristizados y los llevan a los ausentes.
Cada uno de los que tienen medios y lo desean según su voluntad, dan lo que quieren.
Lo que se recoge se pone ante el presidente a fin de que éste socorra a los huérfanos y a las viudas o a aquellos que por enfermedad u otro motivo están marginados, a los presos y a los extranjeros…
Nos reunimos el día del sol, porque es el primer día en el cual Dios hizo el mundo, transformando las tinieblas en materia y en el cual nuestro Salvador Jesucristo resucitó de entre los muertos29.
Este pan y este vino han sido eucaristizados y llamamos a este alimento Eucaristía. Nadie puede tomar parte en él, si no cree en la verdad de lo que se enseña entre nosotros; si no ha recibido el baño para el perdón de los pecados y el nuevo nacimiento y, si no vive según los preceptos de Cristo.
Porque no recibimos este pan como común ni esta bebida como ordinaria: sino que… se convierte en alimento eucaristizado, del cual se nutren nuestra carne y nuestra sangre para transformarnos a fin de ser el cuerpo y la sangre del Jesús encarnado.
Porque los apóstoles en los evangelios transmitieron lo que Él les había ordenado: que Jesús tomando el pan y dando gracias dijo: Haced esto en memorial mío, “esto es mi cuerpo”. Y de modo semejante, tomando la copa y dando gracias, dijo: “Esta es mi sangre”30.
Es muy hermoso pensar que la misa que celebramos ahora es la misma misa y, con frecuencia, con las mismísimas palabras de aquellos hermanos nuestros del siglo II.
Por eso, hay una unidad de fe y de amor en la Iglesia católica, que viene desde los apóstoles y que seguirá hasta el fin del mundo.
29 Apología I, 67; pp. 429-432.
30 Apología 1, 66.