LIBRO SEGUNDO
Conocer a María
6» Capítulo III
La pérdida y el hallazgo de Jesús
1) El hijo. No siempre se encuentra Jesús donde se lo busca; pero con frecuencia
se lo encuentra donde menos se cree. Por eso, que nadie presuma de
ser el único en poseer a Jesús; que nadie desprecie a otro, porque ignora en
qué medida puede agradar internamente a Dios, realidad esta que escapa a los
hombres, aun cuando por su exterior pueda él parecer un individuo insignificante.
2) Por consiguiente, no debe parecerme una cosa extraña ni una novedad que yo
pierda a Jesús. Pero sé que esto sería dañino para mí y muy doloroso para mi
corazón. Confieso que soy culpable y digno de graves castigos, porque no he
guardado bien mi corazón y me he portado con mucha tibieza y negligencia. Debido
a lo cual he perdido la gracia de Jesús y no sé quién me la podrá restituir,
si él mismo no se dignara una vez más tener compasión de mí que soy un pobrecito.
3) Clementísima Madre de Dios, socórreme en esta desgracia; ayúdame, Señora
mía; protégeme, amadísima Virgen María, puerta de la vida y de la misericordia.
Te pido aliento y ayuda. Tú conoces mejor que ninguno qué gran dolor causa la
pérdida de Jesús y cuanta alegría reporta su hallazgo. Santísima Virgen, si esto
sucedió contigo, que no tenías ninguna culpa, ¿qué puede haber de tan extraordinario,
si la gracia de Jesús no atiende las esperanzas de un pecador, que lo
ofende de tantas maneras?
4) ¿Qué debo hacer para hallar la gracia de Jesús? Si hay alguna esperanza de
recuperarla, dependerá de tu consejo, se llevará a efecto por tus méritos. Dado
que tú eres la que está más cerca de Jesús, quédate a mi lado hasta que lo encuentre. Después de haberlo visto y encontrado, cantaré jubiloso en tu compañía:
"Alégrense todos conmigo, porque he hallado a aquel a quien ama mi alma"
. El es el mismo que tú diste a luz, Oh castísima Virgen María.
5) La Madre. Escucha mi consejo: imita mi ejemplo, y tu alma será consolada. Si
hubieras extraviado a Jesús, no te desesperes ni te turbes en exceso. No te
quedes de brazos cruzados, no dejes de rezar, no te distraigas en consuelos
terrenales, busca más bien la soledad. Llora por ti mismo, y en el templo de tu
corazón hallarás a Jesús, que has extraviado con tus pecados, y con la complacencia
en las vanidades.
6) A Jesús no se lo encuentra en las plazas de la ciudad, en compañía de jugadores
o de los que llevan vida regalada, sino en compañía de los justos y de los
santos. Se debe buscar, gimiendo de dolor, a quien ha perdido por culpa del
propio desenfreno; se debe mantener con mucha precaución a quien se ha perdido
por negligencia; hay que suplicar con temor y reverencia al que detesta a
los perezosos y a los ingratos, hay que hacer volver con suma humildad a quien
se ha apartado por orgullo; debe serenarse con frecuentes y sinceras oraciones
aquél que, absorto en fútiles pensamientos no escucha a quien habla en voz
baja. Pero también hay que alabar, con gran agradecimiento, al que siempre está
dispuesto a conceder su gracia; hay que abrazar con muy encendido amor a
quien perdona a todos, a quien tiene compasión de todos, a quien da gratuitamente
sus dones y no los niega a ninguno de los que se lo piden.
7) Aunque a veces se demora, Dios no abandona al que persevera en la oración,
sino que vuelve a menudo sin que él lo sepa, lo ilumina más claramente y lo instruye
con mayor cuidado, a fin de que nunca presuma de sí pero confíe humilde
y devotamente en él.
8) Si, pues, presta mucha atención a estas cosas, aplacarás fácilmente a Jesús.
Lo encontrarás en Jerusalén, porque ese lugar está destinado a la paz. Jesús,
en el templo de tu corazón, repetirá sus sagradas palabras. Estará contigo el
día entero; te enseñará todo lo que concierne a la salvación, todo lo que atañe a
la gracia y a la virtud, que resplandecen en los ángeles y en los hombres; todo
lo que de bueno reluce en las criaturas.
9) Por eso tienes que invocar siempre a Jesús; lo debes siempre buscar; lo debes
siempre desear, recordar, alabar, venerar y amar. No tienes que ofenderlo en nada; tienes que adorarlo con santidad y pureza, porque es bendito por encima
de todas las cosas en los siglos de los siglos. Amén.