2.2 Felipe II, rey de España, estando
a punto de morir
PUNTO 2
Felipe II, rey de España, estando a punto de morir, llamó a su hijo, y alzando el manto real con que se cubría, mostró le el pecho, ya roído de gusanos, y le dijo :
Mirad, príncipe, cómo se muere y cómo acaban todas las grandezas de este mundo... Bien dice Teodoreto que la muerte no teme las riquezas, ni a los vigilantes, ni la púrpura; y que así de los vasallos como de los príncipes, se engendra la podredumbre y mana la corrupción. De suerte que todo el que muere, aunque sea un príncipe, nada lleva consigo al sepulcro. Toda su gloria acaba en el lecho mortuorio (Sal. 48, 18).
Refiere San Antonio que cuando murió Alejandro Magno exclamó un filósofo: «El que ayer hollaba la tierra, hoy es por la tierra oprimido. Ayer no le bastaba la tierra entera; hoy tiene bastante con siete palmos. Ayer guiaba por el mundo ejércitos innumerables; hoy unos pocos sepultureros le llevan al sepulcro.
Mas oigamos, ante todo, lo que nos dice Dios: ¿Por qué se ensoberbece el polvo y la ceniza? (Ecli., 10, 9). ¿Para qué inviertes tus años y tus pensamientos en adquirir grandezas de este mundo? Llegará la muerte y se acabarán todas esas grandezas y todos tus designios (Salmo 145, 4).
¡Cuan preferible fue la muerte de San Pedro el ermitaño, que vivió sesenta años en una gruta, a la de Nerón, emperador de Roma! ¡ Cuánto más dichosa la muerte de San Félix, lego capuchino, que la de Enrique VIII, que vivió entre reales grandezas, siendo enemigo de Dios!
Pero es preciso atender a que los Santos, para alcanzar muerte semejante, lo abandonaron todo: patria, deleites y cuantas esperanzas el mundo les brindaba, y abrazaron pobre y menospreciada vida. Sepultáronse vivos sobre la tierra para no ser, al morir, sepultados en el infierno... Mas, ¿cómo pueden los mundanos esperar muerte feliz viviendo, como viven, entre pecados, placeres terrenos y ocasiones peligrosas?
Amenaza Dios a los pecadores con que en la hora de la muerte le buscarán y no lo hallarán (Jn., 7, 34). Dice que entonces no será el tiempo de la misericordia, sino el de la justa venganza (Dt., 32, 35).
Y la razón nos enseña esta misma verdad, porque en la hora de la muerte el hombre mundano se hallará débil de espíritu, oscurecido y duro de corazón por el mal que haya hecho; las tentaciones serán entonces más fuertes, y el que en vida se acostumbró a rendirse y deja e vencer, ¿cómo resistirá en aquel trance? Necesitaría una extraordinaria y poderosa gracia divina que le mudase el corazón; pero ¿acaso Dios está obligado a dársela? ¿La habrá merecido tal vez con la vida desordenada que tuvo?... Y, sin embargo, tratase en tal ocasión de la desdicha o de la felicidad eternas...
¿Cómo es posible qué, al pensar en esto, quien crea las verdades de la fe no lo deje todo para entregarse por entero a Dios, que nos juzgará según nuestras obras?
AFECTOS Y SÚPLICAS
¡Ah Señor! ¡Cuántas noches he pasado sin vuestra gracia!... ¡En qué miserable estado se hallaba entonces mi alma!... ¡ La odiabais Vos, y ella quería vuestro odio! Condenado estaba ya al infierno; sólo faltaba que se ejecutase la sentencia...
Vos, Dios mío, siempre os habéis acercado a mí, invitándome al perdón. Mas ¿quién me asegurará que ya me habéis ahora perdonado? ¿Habré de vivir, Jesús mío, con este temor hasta que vengáis a juzgarme?... Con todo el dolor que siento por haberos ofendido, mi deseo de amaros y vuestra Pasión, ¡oh Redentor mío!, me hacen esperar que estaré en vuestra gracia. Arrepiéntome de haberos ofendido, ¡oh Soberano bien!, y os amo sobre todas las cosas. Resuelvo antes perderlo todo que perder vuestra gracia y vuestro amor.
Deseáis Vos que sienta alegría el corazón que os busque (1 Co., 16, 10). Detesto, Señor, las injurias que os hice; inspiradme confianza y valor. No me reprochéis más mi ingratitud, que yo mismo la conozco y aborrezco.
Dijisteis que no queréis la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (Ez., 33, 11). Pues todo lo dejo, ¡oh Dios mío!, y me convierto a Vos, y os buscó y os quiero y os amo sobre todas las cosas. Dadme vuestro amor, y nada más os pido...
¡Oh María, que sois mi esperanza, alcanzadme perseverancia en la virtud!