13.2 Menester es pesar los bienes en la
balanza de Dios
PUNTO 2
Menester es pesar los bienes en la balanza de Dios, no en la del mundo, que es falsa y engañosa (Sal. 61, 10). Los bienes del mundo son harto miserables, no satisfacen al alma y acaban pronto. Mis días huyeron más veloces que un correo; pasaron como naves... (Jb., 9, 25).
Pasan y huyen veloces los breves días de esta vida; y de los placeres de la tierra ¿qué resta después? Pasaron como naves. No deja la nave en pos de si ni aun rastro de su paso (Sb., 5, 10).
Preguntemos a tantos ricos, letrados, príncipes, emperadores que están en la eternidad qué hallan allí de sus pasadas grandezas, pompas y delicias terrenales. Todos responden: Nada, nada. «Vosotros, hombres —dice San Agustín—, consideráis solamente los bienes que posee aquel grande; considerad también qué cosa lleva consigo al sepulcro: un cadáver pestilente y una mortaja, que con él se pudrirá.»
De los poderosos que mueren apenas si se oye hablar un poco de tiempo; después, hasta su memoria se pierde (Sal. 9, 7). Y si van al infierno, ¿qué harán y dirán allí?...
Gemirán, diciendo: ¿De qué nos han servido nuestro lujo y riquezas, si ahora todo ello pasó ya como sombra (Sb., 5, 8-9), y nada nos queda, sino penas, llanto y desesperación sin fin?
«Los hijos de este siglo más sabios son en sus negocios que los hijos de la luz» (Lc., 16, 8). Pasma el considerar cuan prudentes son los mundanos en las cosas de la tierra.
¡A qué trabajos no dan cima para alcanzar honras y bienes!
¡Con qué solicitud se ocupan en conservar la salud del cuerpo!...
Escogen y emplean los medios más útiles, los más afamados médicos, los mejores remedios, el clima mejor..., y sin embargo, ¡cuan descuidados son para el alma!... Y con todo, cierto es que la salud, honras y hacienda han de acabarse un día, mientras que el alma, lo eterno, no tiene fin.
«Observemos —dice San Agustín— cuánto padece el hombre por las cosas que ama desordenadamente» (2). ¿Qué no padecen los vengativos, ladrones y deshonestos para llevar a cabo sus malvados designios? Y para el bien del alma nada quieren sufrir.
¡Oh Dios! A la luz de la candela que en la hora de la muerte se enciende, en aquel tiempo de grandes verdades, conocen y confiesan su gran locura los mundanos. Entonces desearían haber dejado a tiempo todas las cosas y haber sido santos.
El Pontífice León XI decía, moribundo: «Más que ser Papa, me hubiera valido ser portero de mi convento.» Honorio III, Pontífice también, exclamó al morir: «Mejor hubiera hecho quedándome en la cocina de mi comunidad para lavar vajilla.»
Felipe II, rey de España, llamó a su hijo en la hora de la muerte, y apartando la ropa que le cubría, mostróle el pecho, cubierto de gusanos, y le dijo:
«Mirad, príncipe, cómo se muere y cómo acaban las grandezas del mundo.» Y luego exclamó:
«¡Pluguiese a Dios que hubiera yo sido lego de cualquier religión y no monarca!» Hizo después que le pusieran al cuello una cruz de madera; ordenó las cosas de su muerte, y dijo a su heredero : «He querido, hijo mío, que fueseis testigo de este acto para que vieseis cómo, al fin de la vida, trata el mundo aun a los reyes. Su muerte es igual a la de los más pobres de la tierra. El que mejor hubiere vivido es quien logrará con Dios más alto favor.»
Y este mismo hijo, que fue después Felipe III, al morir, aún joven, de cuarenta y tres años de edad, dijo:
«Cuidad, súbditos míos, de que en el sermón de mis funerales sólo se predique este espectáculo que veis.
Decid que en la muerte no sirve el ser rey sino para tener mayor tormento por haberlo sido... ¡Ojalá que en vez de ser rey hubiera vivido en un desierto, sirviendo a Dios!... Iría ahora con más esperanza a presentarme ante su tribunal, y no correría tanto riesgo de condenarme!...»
Mas ¿de qué valen tales deseos en el trance de la muerte, sino para mayor desesperación y pena de quien no haya en vida amado a Dios?
Por esto dice Santa Teresa: «No se ha de tener en cuenta de lo que se acaba con la vida. La verdadera vida es vivir de manera que no se tema la muerte...»
De suerte que si queremos comprender lo que son los bienes terrenales, mirémoslos como si estuviéramos en el lecho mortuorio, y digamos luego: «Aquéllas rentas, honores y placeres se acabarán un día. Menester es, pues, que procuremos santificarnos y enriquecernos sólo con los únicos bienes que han de acompañarnos siempre y han de hacernos dichosos por toda la eternidad.»
(2) Intueamur quanta homines sustineant pro rebus quas vitiose diligunt.
AFECTOS Y SÚPLICAS
¡Ah Redentor mío!... Habéis sufrido por amarme tantos trabajos e ignominias, y yo he amado tanto los placeres y vanidades del mundo, que por ellos mil veces he pisoteado vuestra gracia. Mas ya que cuando os desprecié no dejabais Vos de buscarme, no puedo temer, Jesús mío, que me abandonéis ahora que os busco y os amo con todo mi corazón, me duelo más de haberos ofendido que si hubiese padecido cualquier otro mal.
¡Oh Dios de mi alma! No quiero ofenderos nuevamente ni en lo más mínimo. Haced que conozca lo que os desagrada, y no lo haré por nada del mundo. Haced que sepa lo que he de hacer para serviros, y lo pondré por obra. Amaros quiero de veros; y por Vos, Señor, abrazaré gustoso cuantos dolores y cruces me enviéis. Dadme la resignación que necesito. Quemad, cortad... Castigadme en esta vida, a fin de que en la otra pueda amaros eternamente.
María, Madre mía, a Vos me encomiendo; no dejéis de rogar a Jesús por mi.