14.3 Irá el hombre a la casa de su eternidad
PUNTO 3
«Irá el hombre a la casa de su eternidad», dice el Profeta (Ecl, 12, 5). «Irá», para denotar que cada cual ha de ir a la casa que quisiere. No le llevarán, sino que irá por su propia y libre voluntad. Cierto es que Dios quiere que nos salvemos todos, pero no quiere salvarnos a la fuerza. Puso ante nosotros la vida y la muerte, y la que eligiéremos se nos dará (Ecl, 15, 18).
Dice también Jeremías (Jer., 21, 8) que el Señor nos ha dado dos vías para caminar: una la de la gloria, otra la del infierno. A nosotros toca escoger. Pues el que se empeña en andar por la senda del infierno, ¿cómo podrá llegar a la gloria?
De admirar es que, aunque todos los pecadores quieran salvarse, ellos mismos se condenan al infierno, diciendo:
Espero salvarme. «Mas ¿quién habrá tan loco —dice San Agustín— que quiera tomar mortal veneno con esperanza de curarse?... Y con todo, cuántos cristianos, cuántos locos se dan, pecando, a sí propios la muerte, y dicen:
«Luego pensaré en el remedio...» ¡Oh error deplorable, que a tantos ha enviado al infierno!
No seamos nosotros de estos dementes; consideremos que se trata de la eternidad. Si tanto trabajo se toma el hombre para procurarse una casa cómoda, vasta, sana y en buen sitio, como si tuviera seguridad de que ha de habitarla toda su vida, ¿por qué se muestra tan descuidado cuando se trata de la casa en que ha de estar eternamente?, dice San Euquerio (1).
No se trata de uña morada más o menos cómoda o espaciosa, sino de vivir en un lugar lleno de delicias, entre los amigos de Dios, o en una cárcel colmada de tormentos, entre la turba infame de los malvados, herejes e idólatras...
¿Por cuánto tiempo?... No por veinte ni por cuarenta años, sino por toda la eternidad. ¡Gran negocio, sin duda! No cosa de poco momento, sino de suma importancia.
Cuando Santo Tomás Moro fué condenado a muerte por Enrique VIII, su esposa, Luisa, procuró persuadirle que consintiera en lo que el rey quería. Pero Santo Tomás Moro le replicó:
«Dime, Luisa; ya ves que soy viejo, ¿cuánto tiempo podré vivir aún?» «Podréis vivir todavía veinte años más», dijo la esposa.
«¡Oh, inconsiderado negocio!—exclamó entonces Tomás—. ¿Por veinte años de vida en la tierra quieres que pierda una eternidad de dicha y que me condene a eterna desventura?»
¡Oh Dios, iluminadnos! Si la doctrina de la eternidad fuese dudosa, una opinión solamente probable, todavía debiéramos procurar con empeño vivir bien para no exponernos, si esa opinión era verdad, a ser eternamente infelices. Pero esa doctrina no es dudosa, sino cierta; no es mera opinión, sino verdad de fe: «Irá el hombre a la casa de la eternidad...» (Ecl., 12, 5).
«¡Oh, que la falta de fe —dice Santa Teresa— es la causa de tantos pecados y de que tantos cristianos se condenen!...
Reavivemos, pues, nuestra fe, diciendo: ¡Creo en la vida eterna!» Creo que después de esta vida hay otra, que no acaba jamás.
Y con este pensamiento siempre a la vista, acudamos a los medios convenientes para asegurar la salvación. Frecuentemos los sacramentos, hagamos meditación diaria, pensemos en nuestra eterna salvación y huyamos de las ocasiones peligrosas. Y si fuera preciso apartarnos del mundo, dejémosle, porque ninguna precaución está de más para asegurarnos la eterna salvación.
«No hay seguridad que sea excesiva donde se arriesga la eternidad», dice San Bernardo.
(1) Negotium, pro quo contendimos, aeternitas est.
AFECTOS Y SÚPLICAS
No hay, pues, ¡oh Dios mió!, término medio: o ser para siempre feliz, o para siempre desdichado; o he de verme en un mar de venturas, o en un piélago de tormentos; con Vos en la gloria, o eternamente en el infierno, apartado de Vos; sé de seguro que muchas veces merecí ese infierno, pero también sé de cierto que perdonáis al que se arrepiente y libráis de la eterna condenación al que en Vos espera. Vos lo dijisteis: «Clamará a Mi..., y Yo le libraré y glorificaré» (Sal. 90, 15).
Perdonadme, pues, Señor mío, y libradme del infierno.
Duéleme, ¡oh Bien Sumo!, sobre todas las cosas, de haberos ofendido. Volvedme pronto vuestra gracia y conce-dedme vuestro santo amor. Si ahora estuviese en el infierno, no podría amaros, sino que os odiaría eternamente... Pues ¿qué mal me habéis hecho para que os odiase?...
Me amasteis hasta el extremo de morir por mí, y sois digno de infinito amor. ¡Oh Señor!, no permitáis que me aparte de Vos; os amo, y quiero amaros siempre. «¿Quién me separará del amor de Cristo?» (Ro., 8, 35).
«¡ Ah Jesús mío, sólo el pecado puede apartarme de Vos! No lo permitáis (2), por la Sangre que por mi bien derramasteis.» Dadme antes la muerte...
¡Oh Reina y Madre mía! Ayudadme con vuestras oraciones; alcanzadme la muerte, mil muertes, antes que me separe del amor de vuestro divino Hijo.
(2)Ne permitas me separarari a te.