4.3 La muerte es segura
PUNTO 3
La muerte es segura. ¿Cómo, pues, tantos cristianos, ¡oh Dios!, que lo saben, lo creen, lo ven, pueden vivir tan olvidados de la muerte como si nunca tuviesen que morir? Si después de esta vida no hubiera ni gloria ni infierno, ¿se podría pensar en ello menos de lo que ahora se piensa? De ahí procede la mala vida que llevan.
Si quieres, hermano mío, vivir bien, procura en el resto de tus días vivir con el pensamiento de la muerte... ¡Oh, cuan acertadamente juzga las cosas y dirige sus acciones quien juzga y se guía por la idea de que ha de morir! (Ecl., 41, 3).
El recuerdo de la muerte, dice San Lorenzo Justiniano, hace perder el afecto a todas las cosas terrenas (1).
Todos los bienes del mundo se reducen a placeres sensuales, riquezas y honras (1 Jn., 2, 16). Mas el que considera que en breve se reducirá a polvo y será, bajo tierra, pasto de gusanos, todos esos bienes desprecia.
Y en verdad, los Santos, pensando en la muerte, despreciaron los bienes terrenales. Por eso, San Carlos Borromeo tenía siempre en su mesa un cráneo humano para contemplarle a menudo.
El Cardenal Baronio llevaba en el anillo, grabadas, estas dos palabras: Memento morí: Acuérdate de que has de morir. El venerable Pedro Ancina, Obispo de Saluzo, había escrito en un cráneo: Fui lo que eres: como soy serás.
Un santo ermitaño a quien preguntaron en la hora de la muerte por qué mostraba tanta alegría, respondió: Tan a menudo he tenido fijos los ojos en la muerte, que ahora, cuando se aproxima, no veo cosa nueva.
¿Qué locura no sería la de un viajero que tratase de ostentar grandezas y lujo no mas que en los lugares por donde sólo habría de pasar, y no pensara siquiera en que luego tendría que reducirse a vivir miserablemente donde hubiera de residir durante su vida toda? ¿Y no será un demente el que procura ser feliz en este mundo, donde ha de estar pocos días, y se expone a ser desgraciado en el otro, donde vivirá eternamente?
Quien tiene una cosa prestada, poco afecto suele poner en ella, porque sabe que en breve ha de restituirla. Los bienes de la tierra prestados son, y gran necedad el amarlos, puesto que pronto los hemos de dejar.
La muerte de todo nos despoja. Y todas nuestras propiedades y riquezas acaban con el último suspiro, con el funeral, con el viaje al sepulcro. Pronto cederás a otros la casa que labraste, y la tumba será morada de tu cuerpo hasta el día del juicio, en el cual pasará al cielo o al infierno, donde ya el alma le habrá precedido.
(1) De ligno vitae. cap. 5.
AFECTOS Y SÚPLICAS
¿Todo, pues, se ha de acabar para mí en la hora de la muerte? Nada me quedará, ¡oh Dios mío!, más que lo poco que haya hecho por vuestro amor... ¿A qué aguardo?... ¿A que la muerte venga y me halle tan mísero y cargado de culpas como estoy ahora? Si en este instante muriese, moriría con angustiosa inquietud y baño descontento de la vida pasada...
No, Jesús mío, no quiero morir así. Yo os agradezco el haberme dado tiempo para amaros y llorar mis faltas. Desde ahora mismo deseo comenzar. Me pesa de todo corazón el haberos ofendido y os amo sobre todas las cosas, ¡oh Sumo Bien!, más que a mi propia vida.
Me entrego del todo a Vos, Jesús mío; os abrazo y uno a mi corazón, y desde ahora os encomiendo mi alma (Sal. 30, 6). No quiero esperar para dárosla a que se le ordene salir de este mundo. Ni quiero guardar mi súplica para cuando me llaméis. ¡Oh Jesús, sé mi Salvador!
¡Sálvame ahora, perdonándome y dándome la gracia de tu santo amor! ¿Quién sabe si esta consideración que hoy he leído ha de ser el último aviso que me dais y la postrera de vuestras misericordias para conmigo?
Tended la mano, Amor mío, y sacadme del fango de mi tibieza. Dadme eficaz fervor y amorosa obediencia a cuanto queráis de mí.
¡Oh Eterno Padre!, por amor de Jesucristo, concededme la santa perseverancia y el don de amaros..., de amaros mucho en la vida que me reste...
¡Oh María, Madre de misericordia!, por el amor que a vuestro Jesús tuvisteis, alcanzadme esas dos gracias de perseverancia y amor.