15.2 El pecador no sólo ofende a Dios,
sino que le deshonra
PUNTO 2
El pecador no sólo ofende a Dios, sino que le deshonra (Ro., 2, 23). Porque, renunciando a la divina gracia por un miserable placer, menosprecia y huella la amistad de Dios. Si el hombre perdiese esta soberana amistad por ganar un reino, y aun todo el mundo, haría, sin embargo, un inmenso mal, pues la amistad de Dios vale más que el mundo y que mil mundos.
Mas ¿por qué se ofende a Dios? (Sal., 10, 13). Por un puñado de tierra, por un rapto de ira, por un brutal placer, por humo, por capricho (Ez., 13, 19). Apenas el pecador comienza a deliberar consigo mismo si dará o no consentimiento al pecado, entonces, por decirlo así, toma en sus manos la balanza y se pone a considerar qué cosa pesa más, si la gracia de Dios de la ira, el humo, el placer... Y cuando luego da el consentimiento, declara que para él vale más aquel humo o aquel placer que la divina amistad. Ved, pues, a Dios menospreciado por el pecador.
David, considerando la grandeza y majestad de Dios, exclamaba (Sal. 34, 10): «Señor, ¿quién es semejante a Ti?» Mas Dios, al contrario, viéndose comparado por los pecadores a una satisfacción vilísima y pospuesto a ella, les dice (Is., 40, 25): «¿A quién me habéis asemejado e igualado?» «¿De suerte —exclama el Señor— que aquel placer vale más que mi gracia?»
No habrías pecado si, al pecar, debieras haber perdido una mano, o diez ducados, o quizá menos. De modo, dice Salviano, que sólo Dios es tan vil a tus ojos, que merece ser propuesto a un rapto de cólera, a un mísero
deleite.
Además, cuando el pecador, por cualquier placer suyo, ofende a Dios, hace que tal placer se convierta en su dios, porque en aquél pone su fin. Así, dice San Jerónimo:
«Lo que alguien desea, si lo venera es para él un dios».
Vicio en el corazón, es ídolo en altar. Por lo mismo, dice Santo Tomás: «Si amas los deleites, éstos son tu dios.» Y San Cipriano: «Todo cuanto el hombre antepone a Dios lo convierte en su dios.»
Cuando Jeroboán se rebeló contra el Señor, procuró llevar consigo el pueblo a la idolatría, y le presentó sus ídolos, diciendo (1 R., 12, 28):
«Aquí tienes, Israel, a tus dioses.» Así procede el demonio: ofrece al pecador los placeres, y le dice: «¿Qué quieres hacer de Dios?... Ve aquí al tuyo; esta pasión, este deleite. Acéptalo y abandona a Dios.» Y si el pecador consiente, eso mismo hace: adora en su corazón el placer como a dios. « Vicio en el corazón, es ídolo en altar.»
i Y si a lo menos los pecadores no deshonrasen a Dios en presencia de Él mismo!... Mas no; le injurian y deshonran cara a cara, porque Dios está presente en todo lugar (Ser., 23, 24). El pecador lo sabe. ¡Y con todo, se atreve a provocar al Señor en la misma presencia divina! (Is., 65, 3).
AFECTOS Y SÚPLICAS
Vos sois, pues, Señor, el Bien infinito, y os he cambiado muchas veces por un vil deleite, que desaparece apenas gozado. Mas Vos, aunque tanto os desprecié, me ofrecéis ahora el perdón, si le quiero aceptar, y me pro-metéis recibirme en vuestra gracia si me arrepiento de haberos ofendido.
Sí, Señor mío, duéleme de todo corazón de tanta ofensa y aborrezco mis pecados más que todos los males. Ahora vuelvo a Vos, y espero que me recibiréis y abrazaréis como a un hijo. Gracias mil os doy, ¡oh infinita Bondad!
Ayudadme, Señor, y no permitáis que os aleje nuevamente demí. No dejará el infierno de ofrecernos tentaciones; pero Vos sois más poderoso que él. Y bien sé que no me apartaré jamás de Vos si a Vos siempre me encomiendo.
Tal es la gracia que os demando: que siempre me encomiende a Vos y os ruegue como ahora, diciendo: Señor, ayudadme, dadme luz, fuerza, perseverancia... Dadme la gloria y, sobre todo, concededme vuestro amor, que es la verdadera gloria del alma. Os amo, Bondad infinita, y quiero amaros siempre. Oídme, por el amor de Cristo Jesús...
¡Oh María, refugio de los pecadores, socorred a un pecador que quiere amar a Dios!