3.2 Exclamaba el rey Exequias
PUNTO 2
Exclamaba el rey Exequias: Mi vida ha sido cortada como por tejedor. Mientras se estaba aún formando, me cortó (Is., 38, 12).
¡Oh, a cuántos que están tramando la tela de su vida, ordenando y persiguiendo previsoramente sus mundanos designios, los sorprende la muerte y lo rompe todo! Al pálido resplandor de la última luz se oscurecen y roban todas las cosas de la tierra: aplausos, placeres, grandezas y galas...
¡Gran secreto de la muerte! Ella sabe mostrarnos lo que no ven los amantes del mundo. Las más envidiadas fortunas, las mayores dignidades, los magníficos triunfos, pierden todo su esplendor cuando se les contempla desde el lecho de muerte. La idea de cierta falsa felicidad que nos habíamos forjado se trueca entonces en desdén contra nuestra propia locura. La negra sombra de la muerte cubre y oscurece hasta las regias dignidades.
Ahora las pasiones nos presentan los bienes del mundo muy diferentes de lo que son. Mas la muerte los descubre y muestran como son en sí humo, fango, vanidad y miseria...
¡Oh Dios! ¿De qué sirven después de la muerte las riquezas, dominios y reinos, cuando no hemos de tener más que un ataúd de madera y una mortaja que apenas baste para cubrir el cuerpo?
¿De qué sirven los honores, si sólo nos darán un fúnebre cortejo o pomposos funerales, que si el alma está perdida, de nada le aprovecharán?
¿De qué sirve la hermosura del cuerpo, si no quedan más que gusanos, podredumbre espantosa y luego un poco de infecto polvo?
Me ha puesto como por refrán del vulgo, y soy delante de ellos un escarmiento (Jb., 17, 6). Muere aquel rico, aquel gobernante, aquel capitán, y se habla de él en dondequiera. Pero si ha vivido mal, vendrá a ser murmurado del pueblo, ejemplo de la vanidad del mundo y de la divina justicia, y escarmiento de muchos. Y en la tumba confundido estará con otros cadáveres de pobres. Grandes y pequeños allí esíán (J., 3, 18).
¿Para qué le sirvió la gallardía de su cuerpo, si luego no es más que un montón de gusanos? ¿Para qué la auto-ridad que tuvo, si los restos mortales se pudrirán en el sepulcro, y si el alma está arrojada a las llamas del infierno? ¡ Oh, qué desdicha ser para los demás objeto de estas reflexiones, y no haberlas uno hecho en beneficio propio!
Convenzámonos, por tanto, de que para poner remedio a los desórdenes de la conciencia no es tiempo hábil el tiempo de la muerte, sino el de la vida. Apresurémonos, pues, a poner por obra en seguida lo que entonces no podremos hacer. Todo pasa y fenece pronto (1 Co., 7, 29). Procuremos que todo nos sirva para conquistar la vida eterna.
AFECTOS Y SUPLICAS
¡ Oh Dios dé mi alma, oh bondad infinita! Tened compasión de mí, que tanto os he ofendido. Harto sabia que pecando perdería vuestra gracia, y quise perderla.
¿Me diréis, Señor, lo que debo hacer para recuperarla?... Si queréis que me arrepienta de mis pecados, de ellos me arrepiento de todo corazón, y desearía morir de dolor por haberlos cometido. Si queréis que espere vuestro perdón, lo espero por los merecimientos de vuestra Sangre. Si queréis que os ame sobre todas las cosas, todo lo dejo, renuncio a cuantos placeres o bienes puede darme el mundo, y os amo más que a todo, ¡oh amabilísimo Salvador mío!
Si aún queréis que os pida alguna gracia, dos os pediré: que no permitáis os vuelva a ofender; que me concedáis os ame de veras, y luego hacer de mí lo que quisiereis...
María, esperanza de mi alma, alcanzadme estas dos Gracias. Así lo espero de Vos.