12.3 Negocio importante, negocio único,
negocio irreparable
PUNTO 3
Negocio importante, negocio único, negocio irreparable, «No hay error que pueda compararse —dice San Eusebio— al error de descuidar la eterna salvación» (7). Todos los demás errores pueden tener remedio. Si se pierde la hacienda, posible es recobrarla por nuevos trabajos.
Si se pierde un cargo, puede ser recuperado otra vez. Aun perdiendo la vida, si uno se salva, todo se remedió.
Mas para quien se condena no hay posibilidad de remedio.
Una vez sólo se muere; una vez perdida el alma, perdióse para siempre (8). No queda más que el eterno llanto con los demás míseros insensatos del infierno, cuya pena y tormento mayor será el considerar que para ellos no hay tiempo ya de remediar su desdicha (Jer., 8, 20).
Preguntad a aquellos prudentes siervos del mundo, sumergidos ahora en el fuego infernal, preguntadles lo que sienten y piensan, si se regocijan de haber labrado su fortuna en la tierra, aun cuando se hallen condenados en la eterna prisión. Oíd cómo gimen, diciendo:
Erramos, pues... (Sb)., 5, 6). Mas, ¿de qué les sirve conocer su error cuando ya la condenación para siempre es irremediable?
¿Qué pesar no sentiría en este mundo el que, habiendo podido prevenir y evitar con poco trabajo la ruina de su casa, la viera un día derribada y considerase su propio descuido cuando no tuviera ya remedio posible?
Tal es la mayor aflicción de los condenados: pensar que han perdido su alma y se han condenado por culpa suya (Os., 13, 9). Dice Santa Teresa que si alguno pierde por su culpa un vestido, un anillo, una fruslería, pierde la paz y, a veces, ni come ni duerme.
¡Cuál será, pues, oh Dios mío, la angustia del condenado cuando, al entrar en el infierno y verse ya sepultado en aquella cárcel de tormentos, piense en su desdicha y considere que no ha de hallar en toda la eternidad remedio alguno! Sin duda, exclamará: «Perdí el alma y la gloria; perdí a Dios, lo perdí todo para siempre, ¿y por qué?, ¡por culpa mía!»
Y si alguno dijere: «Mas, aunque cometa este pecado, ¿por qué me he de condenar?... ¿Acaso no podré todavía salvarme?», le responderé: «Podrás condenarte, quizá.»
Y aún añadiré que es más probable tu condenación, porque la Escritura amenaza con ese tremendo castigo a los pecadores obstinados, como tú lo eres en este instante. «¡Ay de los hijos que desertan!» (Is., 30, 1) —dice el Señor—. «¡Ay de ellos, que se apartaron de Mí!» (Os., 7,13).
A lo menos, Con ese pecado que cometes, ¿no pones en gran peligro y duda tu salvación eterna? ¿Y es tal este negocio que así puede arriesgarse? «No se trata de una casa, de una ciudad, de un cargo; se trata —dice San Juan Crisóstomo— de padecer una eternidad de tormentos y de perder la gloria perdurable» (9). Y este negocio, que para ti lo es todo, ¿quieres arriesgarlo en un puede ser?
«¿Quién sabe —replicas—, quién sabe si me condenaré? Ya espero que Dios, más tarde, me perdonará.»
Pero ¿y entre tanto?... Entre tanto, por ti mismo te condenas al infierno.
¿Te arrojarías a un pozo diciendo:
tal vez me libraré de la muerte? Seguramente que no. Pues ¿cómo fundas tu eterna salvación en tan débil esperanza, en un quién sabe?
¡Oh! ¡Cuántos por esa maldita, falsa esperanza se han condenado!... ¿No sabes que la esperanza de los obstinados en pecar no es tal esperanza, sino presunción y engaño, que no promueven la misericordia de Dios, antes bien provocan su enojo?
Si dices que ahora no confías en resistir a las tentaciones y a la pasión dominante, ¿cómo resistirás luego, cuando en vez de aumentarse te falte la fuerza por el hábito de pecar? Pues, por una parte, el alma estará más ciega y más endurecida en su maldad, y por otra, carecerá del auxilio divino...
¿Acaso esperas que Dios haya de acrecentarte sus luces y gracias después que tú hayas aumentado sin límite tus faltas y pecados?
- Sane supra omnem errorem est disimulare negotium aeternae salutis.
- Periise semel, aeternum est.
- De immortalibus supliciis, de coelestis regni amissione res agitur.
AFECTOS Y SÚPLICAS
¡Ah Jesús mío! Atendiendo a la muerte que por mí padeciste, aumentad mi esperanza. Temo que, en el fin de mi vida, el demonio quiera inspirarme desesperación espantosa en vista de las innumerables traiciones que para con Vos he cometido. ¡Cuántas promesas he hecho de no ofenderos más, movido por las luces que me habéis dado, y luego he vuelto a apartarme de Vos esperando que me perdonaríais!
De suerte que no me habéis castigado, ¡y por eso mismo os he ofendido tanto! ¡Porque habéis tenido piedad de mí, os hice todavía mayores ultrajes!
Dadme, Redentor mío, antes que salga de esta vida, profundo y verdadero dolor de mis pecados. Duéleme, ¡oh Suma Bondad!, de haberos ofendido, y prometo firmemente antes morir mil veces que apartarme de Vos...
Mas, entre tanto, permitid que oiga aquellas palabras que dijisteis a la Magdalena: "Tus pecados están perdonados",(Lc., 7, 48), e inspiradme gran dolor de mis culpas antes que llegué el trance de la muerte. De no ser así, temo que ese trance habrá de traerme inquietud y desdicha. En aquel solemne instante, no me cause espanto tu presencia, ¡oh Jesús mío crucificado! (Jer., 17, 17).
Si muriese ahora, antes de llorar mis culpas, antes de amaros, vuestras llagas y vuestra Sangre más bien me darían temor que esperanza. No os pido, pues, consuelo y bienes de la tierra en lo que me reste de vida. Os pido sólo amor y dolor. Oídme, amadísimo Salvador mío, por aquel amor que os hizo sacrificar por mí la vida en el Calvario...
¡María, Madre mía, alcanzadme estas gracias, unidas a la de perseverar hasta la muerte!