12. Importancia de la salvación
12.1 El negocio de la eterna salvación
Rogamos autem vos fratres... ut vestrum negotíum agatis.
Mas os rogamos, hermanos..., que hagáis vuestra hacienda.
(Ts., 4, 10-11)
PUNTO 1
El negocio de la eterna salvación es, sin duda, para nosotros el más importante, y con todo, es el que más a menudo olvidan los cristianos. No hay diligencia que no se practique ni tiempo que no se aproveche para obtener algún cargo, o ganar un pleito, o concertar un matrimonio...
¡Cuántos consejos, cuántas precauciones se toman! ¡No se come, no se duerme!...
Y para alcanzar la salvación eterna, ¿qué se hace y cómo se vive?... Nada suele hacerse; antes bien, todo lo que se hace es para perderla, y la mayoría de los cristianos viven como si la muerte, el juicio, el infierno, la gloria y la eternidad no fuesen verdades de fe, sino fabulosas invenciones poéticas.
¡Cuánta aflicción si se pierde un pleito o se estropea la cosecha, y cuánto cuidado para reparar el daño!...
Si se extravía un caballo o un perro doméstico, ¡qué de afanes para encontrarlos! Pero muchos pierden la gracia de Dios, y, sin embargo, ¡duermen, se ríen y huelgan!... ¡Rara cosa, por cierto!
No hay quien no se avergüence de que le llamen negligente en los asuntos del mundo, y a nadie, por lo común, causa rubor el olvidar el gran negocio de la salvación, que más que todo importa.
Llaman ellos mismos sabios a los Santos porque atendieron exclusivamente a salvarse, y ellos atienden a todas las cosas de la tierra, y nada a sus almas. «Mas vosotros —dice San Pablo—, vosotros, hermanos míos, pensad sólo en el magno asunto de vuestra salvación, que es el de más alta importancia» (1).
Persuadámonos, pues, de que la salud y felicidad eterna es para nosotros el negocio más importante, el negocio único, el negocio irreparable si nos engañamos en él.
Es, sin disputa, el negocio más importante. Porque es el de mayor consecuencia, puesto que se trata del alma, y perdiéndose el alma, todo se pierde. «Debemos estimar el alma— dice San Juan Crisóstomo, como el más precioso de todos los bienes» (2). Y para conocerlo, bástenos saber que Dios entregó a su propio Hijo a la muerte para salvar nuestras almas (Jn., 3, 16). El Verbo Eterno no vaciló en comprarlas con su propia Sangre (1 Co., 6, 20).
De tal suerte, dice un Santo Padre, que no parece sino que el hombre vale tanto cuanto vale Dios (3). Por eso dijo Nuestro Señor Jesucristo (Mt., 16, 26): ¿Qué cambio dará el hombre por su alma? Si el alma, pues, vale tan alto precio, ¿por cual bien del mundo podrá cambiarla el hombre perdiéndola?
Razón tenia San Felipe Neri al llamar loco al hombre que no atiende a salvar su alma. Si hubiese en la tierra hombres mortales y hombres inmortales, y aquéllos viesen que los segundos se aplicaban afanosamente a las cosas del mundo, buscando honores, riquezas y placeres terrenales, sin duda les dirían: «¡Cuan locos sois! Pudierais adquirir bienes eternos, y no pensáis más que en esas cosas míseras y deleznables, y por ellas os condenaréis a dolor perdurable en la otra vida!...
¡Dejadlas, pues, que en ésos bienes sólo deben pensar los desventurados que, como nosotros, saben que todo se les acaba con la muerte!...» ¡Pero no es así, que todos somos inmortales!...
¿Cómo habrá, por tanto, quien por los miserables placeres de la tierra pierda su alma?... ¿Cómo puede ser —dice Salviano— que los cristianos crean en el juicio, en el infierno y en la eternidad y vivan sin temor? (4).
- Rogamos vos… ut vestrum negotium agatis.
- Anima est toto mundo pretiosior.
- Tam pretioso munere humana redemptio agitur ut homo Deum valere videtur.
- Quid causae est quod christianus, si futura credit, futura non timeat?
AFECTOS Y SÚPLICAS
¡Ah Dios mío! ¿En qué he invertido tantos años de vida que me concedisteis con el fin de que me procurase la salvación eterna?... Vos, Redentor mío, comprasteis mi alma con vuestra Sangre y me la disteis para que la salvase; mas yo sólo he atendido a perderla, ofendiéndoos a Vos, que tanto me habéis amado.
De todo corazón os agradezco que todavía me deis tiempo de remediar el mal que hice. Perdí el alma y vuestra santa gracia; me arrepiento, Señor, y aborrezco de veras mis pecados. Perdonadme, pues, que yo resuelvo firmemente preferir en lo sucesivo perderlo todo, hasta la misma vida, antes que perder vuestra amistad. Os amo sobre todas las cosas y propongo amaros siempre, ¡oh Bien Sumo, digno de infinito amor!
Ayudadme, Jesús mío, para que ésta mi resolución no sea como mis propósitos pasados, que fueron otras tantas traiciones. Hacedme morir antes que vuelva a ofenderos y a dejar de amaros...
¡Oh María, mi esperanza, salvadme Vos, obteniendo para mí el don de la perseverancia!