18.3 Hijo, ¿pecaste? No vuelvas a pecar otra vez; mas ruega por las culpas antiguas,
que te sean perdonadas
PUNTO 3
«Hijo, ¿pecaste? No vuelvas a pecar otra vez; mas ruega por las culpas antiguas, que te sean perdonadas» (Ecl., 21, 1).
Ve lo que te advierte, ¡oh cristiano!, Nuestro Señor, porque desea salvarte. «No me ofendas, hijo, nuevamente, y pide en adelante perdón de tus pecados.»
Y cuando más hubieres ofendido a Dios, hermano mío, tanto más debes temer la reincidencia en ofenderle; porque tal vez otro nuevo pecado que cometieres hará caer la balanza de la divina justicia, y serás condenado. No digo absolutamente, porque no lo sé, que no haya perdón para ti si cometes otro pecado; pero afirmó que eso puede muy bien acaecer.
De suene que, cuando sintieres la tentación, debes decirte: ¿Quién sabe si Dios no me perdonará más y me condenaré? Dime, por tu vida: ¿tomarías un manjar si creyeras ser probable que estuviera envenenado? Si presumieras fundadamente que en un camino estaban apostados tus enemigos para matarte, ¿pasarías por allí pu
diendo utilizar otra más segura vía?
Pues ¿qué certidumbre ni qué probabilidad puedes tener de que volviendo a pecar sentirás luego verdadera contrición y no volverás a la culpa aborrecible? O que si nuevamente pecares, ¿no te hará Dios morir en el acto mismo del pecado, o te abandonará después?
¡Oh Dios, qué ceguedad! Al comprar una casa, tomas prudentemente las necesarias precauciones para no perder tu dinero. Si vas a usar de alguna medicina, procurarás estar seguro de que no te puede dañar. Al cruzar un río, cuidas de no caer en él.
Y luego, por un vil placer, por un deleite brutal, arriesgas tu eterna salvación, diciendo: ya me confesaré de eso. Mas yo pregunto: ¿Y cuándo te confesarás? —El domingo. —¿Y quién te asegura que vivirás el domingo? —Mañana mismo. —¿Y cómo con tal certeza tratas de confesarte mañana, cuando no sabes siquiera si tendrás una hora más de vida?
«¿Tienes un día —dice San Agustín— cuando no tienes una hora?» Dios —sigue diciendo el Santo— promete perdonar al que se arrepiente, mas no promete el día de mañana al que le ha ofendido. Si ahora pecas, tal vez Dios te dará tiempo de hacer penitencia, o tal vez no. Y si no te lo da, ¿qué será de ti eternamente? Y, sin embargo, por un mísero placer pierdes tu alma y la pones en peligro de quedar perdida por toda la eternidad.
¿Arriesgarías mil ducados por esa vil satisfacción? Digo más: ¿lo darías todo, hacienda, casa, poder, libertad y vida, por un breve gusto ilícito? Seguramente, no. Y con todo, por ese mismo deleznable placer quieres en un punto dar por perdidos para ti a Dios, el alma y la gloria.
Dime, pues: estas cosas que enseña la fe, ¿son altísimas verdades o no es más que pura fábula el que haya gloria, infierno y eternidad? ¿Crees que si la muerte te sorprende en pecado estarás para siempre perdido?...
¡Qué temeridad, qué locura condenarte tú mismo a perdurables penas con la vana esperanza de remediarlo luego! «Nadie quiere enfermar con la esperanza de curar-se», dice San Agustín. ¿No tendríamos por loco a quien bebiese veneno, diciendo: quizá con un remedio me salvaré? ¿Y tú quieres la condenación a eterna muerte, fiado en que tal vez luego puedas librarte de ella?...
¡Oh locura terrible, que tantas almas ha llevado y lleva al infierno, según la amenaza del Señor! «Pecaste confiando temerariamente en la divina misericordia; de improviso, vendrá al castigo sobre ti, sin que sepas de dónde viene» (Is., 47, 10-11).
AFECTOS Y SÚPLICAS
Ved, Señor, a uno de esos locos que tantas veces ha perdido el alma y vuestra gracia con la esperanza de recuperarla después. Y si me hubieseis enviado la muerte en aquel instante en que pequé, ¿qué hubiera sido de mí? Agradezco con todo mi corazón vuestra clemencia en esperarme y en darme a conocer mi locura. Conozco que deseáis salvarme, y yo me quiero salvar.
Duélame, ¡oh Bondad infinita!, de haberme tantas veces apartado de Vos. Os amo fervorosamente, y espero, ¡oh Jesús!, que, por los merecimientos de vuestra preciosa Sangre, no recaeré en tal demencia. Perdonadme, Señor, y acogedme en vuestra gracia, que no quiero separarme de Vos. In te, Domine, speravi, non confundar in aetemum.
Así espero, Redentor mío, no sufrir ya la desdicha y confusión de verme otra vez privado de vuestro amor y gracia. Concededme la santa perseverancia, y haced que siempre os la pida, especialmente en las tentaciones, invocando vuestro sagrado nombre, o el de vuestra Santísima Madre; «¡Jesús mío, ayudadme!... ¡María, Madre nuestra, amparadme!...»
Sí, Reina y Señora mía; acudiendo a Vos nunca seré vencido. Y si persiste la tentación, haced, Madre mía, que persista yo en invocaros.