19. Del inefable bien de la gracia divina y del gran mal de la enemistad con Dios.
19.1
Quién sabe apartar lo precioso de lo vil
es semejante a Dios
Nescit homo pretium eius.
No comprende el hombre su precio. JOB, 28, 13.
PUNTO 1
Dice el Señor que quien sabe apartar lo precioso de lo vil es semejante a Dios, que sabe desechar el mal escoger el bien (Jer., 15, 19). Veamos cuán grande bien es la gracia divina, y qué mal inmenso la enemistad con Dios. No conocen los hombres el valor de la divina gracia (Jb., 28, 13).
De aquí que la cambien por naderías, por humo sutil, por un poco de tierra, por un irracional deleite. Y, sin embargo, es un tesoro de infinito valor que nos hace dignos de la amistad de Dios (Sb., 7, 14): de suerte que el alma que está en gracia es regalada amiga del Señor.
Los gentiles, privados de la luz de la fe, creían cosa imposible que la criatura pudiera tener amistad con Dios; y hablando según el dictamen de su corazón, no se equivocaban, porque la amistad —como dice San Jerónimo— hace iguales a los amigos.
Pero Dios ha declarado en varios lugares que por medio de su gracia podemos hacernos amigos suyos si observamos y cumplimos su ley (Jn., 15, 14). Por lo que exclama San Gregorio: «¡ Oh bondad de Dios! No merecíamos ni aun ser llamados siervos suyos, y Él se digna llamarnos sus amigos.»
¡Cuan afortunado se estimaría el que tuviese la dicha de ser amigo de su rey! Refiere San Agustín que, hallándose dos cortesanos en un monasterio, uno de ellos comenzó a leer la vida de San Antonio Abad, y conforme leía íbasele desasiendo el corazón de los afectos mundanos de tal modo, que hablaba así a su compañero: «Amigo, ¿qué es lo que buscamos?...
Sirviendo al emperador, lo más que podremos pretender es el conseguir su amistad. Y aunque a tanto Llegásemos, expondríamos a grave peligro la eterna salvación. Con harta dificultad lograríamos ser amigos del César. Mas si quiero ser amigo de Dios, ahora mismo puedo serlo.»
El que está, pues, en gracia, amigo del Señor es. Y aun mucho más porque se hace hijo de Dios (Sal. 81, 6). Tal es la inefable dicha que nos alcanzó el divino amor por medio de Jesucristo. Considerad cuál caridad nos ha dado el Padre queriendo que tengamos nombre de hijos de Dios y lo seamos (1 Jn., 3, 1).
Es también el alma que está en gracia esposa del Señor. Por eso el padre del hijo pródigo, al acogerle y recibirle de nuevo, dióle el anillo en señal de desposorio (Lc., 15, 22). Esa alma venturosa es, además, templo del Espíritu Santo. Sor María de Ognes vió salir a un demonio del cuerpo de un niño que recibía el bautismo, y notó que entraba en el nuevo cristiano el Espíritu Santo rodeado de ángeles.
AFECTOS Y SÚPLICAS
¡Oh Dio? mío! Cuando mi alma, por dicha suya, estaba en vuestra gracia, era vuestro templo y amiga, hija y esposa vuestra. Mas al pecar lo perdió todo, y fué vuestra enemiga y esclava del infierno.
Con profunda gratitud veo, Dios mío, que me dais tiempo de recuperar vuestra gracia, me arrepiento de haberos ofendido a vuestra infinita bondad, y os amo sobre todas las cosas. Recibidme, pues, de nuevo en vuestra amistad, y por piedad, no me desdeñéis. Harto sé que merezco verme abandonado, mas mi Señor Jesucristo, por el sacrificio que de Sí mismo os hizo en el Calvario, merece que al verme arrepentido me acojáis otra vez. Adveniat regnum tuum.
Padre mío (que así me enseñó a llamaros vuestro divino Hijo), reinad en mí con vuestra gracia, y haced que sólo a Vos sirva, sólo a Vos ame y por Vos viva. Et ne nos inducas in tentationem. No permitáis que me venzan los enemigos que me combatan. Sed libera nos a malo. Libradme del infierno y antes libradme del pecado, único mal que puede condenarme.
¡Oh María, rogad por mí y libradme del mal horrible de verme en pecado sin la gracia de nuestro Dios!