20.2 ¡Infortunados pecadores!
PUNTO 2
¡Infortunados pecadores! Se afanan y aplican en adquirir la ciencia mundana y en procurarse los bienes de esta vida, que en breve plazo ha de acabarse, y olvidan los bienes de aquella otra vida que no ha de acabar jamás.
De tal manera pierden el juicio, que no solamente son locos, sino que se reducen a la condición de brutos; porque viviendo como irracionales, sin considerar lo que es el bien ni el mal, siguen solamente al instinto de las afecciones sensuales, se entregan a lo que inmediatamente agrada a la carne y no atienden a la pérdida y eterna ruina que se acarrean. Esto no es proceder como hombre, sino como bestia.
«Llamamos hombre —dice San Juan Crisóstomo— a aquel que conserva la imagen esencial del ser humano.» Pero ¿cuál es tal imagen? El ser racional. Ser hombre es, por consiguiente, ser racional, o sea, obrar con arreglo a la razón, no según el apetito sensitivo. Si Dios diese a una bestia el uso de razón y ella conforme a la razón obrase, diríamos que procedía como hombre.
Y, al contrario, cuando el hombre procede con arreglo a los sentidos, contra la razón, debe decirse que obra como bestia.
«¡Ah, si tuviesen sabiduría e inteligencia y previesen las postrimerías!» (Dt., 32, 29). El hombre que se guía en sus obras razonablemente prevé lo futuro, es decir, lo que ha de acaecerle al fin de la vida: la muerte, el juicio y, después, el infierno o la gloria.
¡Cuánto más sabio es un rústico que se salva que un monarca que se condena! «Mejor es un mozo pobre y sabio, que rey viejo y necio que no sabe prever lo venidero» (Ecl., 4, 13).
¡ Oh Dios! ¿No tendríamos por loco al que para ganar un céntimo en seguida arriesgase el perder toda su hacienda? Pues el que a trueque de un breve placer pierde su alma y se pone en peligro de perderla para siempre, ¿no ha ser tenido por loco? Tal es la causa de que se condenen muchísimas almas, atender no más que a los bienes y males presentes y no pensar en los eternos.
Dios no nos ha puesto en la tierra para que nos hagamos ricos ni para que busquemos honras o satisfagamos los sentidos, sino para que nos procuremos la vida eterna
(Ro., 6, 22). Y el alcanzar tal fin sólo a nosotros interesa.
Una sola cosa es necesaria (Lc., 10, 42).
Pero los pecadores desprecian este fin, y pensando no más que en lo presente, caminan hacia el término de la vida, se van acercando a la eternidad y no saben a dónde se dirigen. «¿Qué diríais de un piloto—dice San Agustín—a quien se preguntara a dónde va, y respondiese que no lo sabia? Todos dirían que lleva la nave a su perdición.» «Tales son —añade el Santo— esos sabios del mundo que saben ganar haciendas, darse a los placeres, conseguir altos cargos, y no aciertan a salvar sus almas.»
Sabio del mundo fué Alejandro Magno, que conquistó innumerables reinos; pero al poco tiempo murió. Sabio fué el Epulón, que supo enriquecerse; pero murió y fué sepultado en el infierno
(Lc., 16, 22).
Sabio de ese modo fué Enrique VIII, que acertó a mantenerse en el trono, a pesar de su rebelión contra la Iglesia. Pero al fin de sus días reconoció que había perdido su alma, y exclamó:
¡Todo lo hemos perdido! ¡Cuántos desventurados gimen ahora en el infierno! ¡Ved —dicen— cómo todos los bienes del mundo pasaron para nosotros como una sombra, y ya no nos quedan más que perdurable dolor y eterno llanto!
(Sb., 5, 8).
«Ante el hombre, la vida y la muerte; lo que le pluguiere, le será dado»
(Ecl., 15, 18). ¡Oh cristiano! Delante de ti se hallan la vida y la muerte, es decir, la voluntaria privación de las cosas ilícitas para ganar la vida eterna, o el entregarte a ellas y a la eterna muerte... ¿Qué dices? ¿Qué escoges?... Procede como hombre, no como bruto. Elige como cristiano que tiene fe y dice: «¿Qué aprovecha al hombre si ganare todo el mundo y perdiere su alma?»
(Mt., 16, 26).
AFECTOS Y SÚPLICAS
¡ Oh Dios mío! Me disteis la razón, la luz de la fe, y con todo, he obrado como un irracional, trocando vuestra divina gracia por los viles placeres mundanos, que se disiparon como el humo, dejándome sólo remordimientos de conciencia y deudas con vuestra justicia!
¡ Ah Señor, no me juzguéis según lo que merezco
(Salmo 142, 2), sino según vuestra misericordia! Iluminadme, Dios mío; dadme dolor de mis pecados y perdonádmelos. Soy la oveja extraviada, y si no me buscáis, perdido quedaré
(Sal. 118, 176).
Tened piedad de mí, por la Sangre preciosa que por mi amor derramasteis. Duélame, ¡oh Sumo Bien mío!, de haberos abandonado y de haber voluntariamente renunciado a vuestra gracia. Morir quisiera de dolor; aumentad Vos mi contrición profunda, y haced que vaya al Cielo y ensalce allí vuestra infinita misericordia...
Madre nuestra María, mi refugio y esperanza, rogad por mí a Jesús; pedidle que me perdone y me conceda la santa perseverancia.