14.2 Si el árbol cayere hacia el austro
PUNTO 2
«Si el árbol cayere hacia el austro o hacia el aquilón, en cualquier lugar en que cayere, allí quedará» (Ecl., 11, 3). Donde caiga, en la hora de la muerte, el árbol de tu alma, allí quedará para siempre. No hay, pues, término medio: o reinar eternamente en la gloria, o gemir esclavo en el infierno. O siempre ser bienaventurado, en un mar de inefable dicha, o estar siempre desesperado en una cárcel de tormentos.
San Juan Crisóstomo, considerando que aquel rico calificado de dichoso en el mundo luego fue condenado al infierno, mientras que Lázaro, tenido por infeliz, porque era pobre, fue después felicísimo en el Cielo, exclama:
«¡ Oh infeliz felicidad, que produjo al rico eterna desventura!... ¡Oh feliz desdicha, que llevó al pobre a la felicidad eterna!»
¿De qué sirve atormentarse, como hacen algunos, diciendo: «¿Quién sabe si estaré condenado o predestinado?...»
Cuando cortan el árbol,¿hacia dónde cae?... Cae hacia donde está inclinado...
¿A qué lado te inclinas, hermano mío?...
¿Qué vida llevas?...
Procura inclinarte siempre hacia el austro, consérvate en gracia de Dios, huye del pecado, y así te salvarás y estarás predestinado al Cielo.
Y para huir del pecado, tengamos presente siempre el gran pensamiento de la eternidad, que así, con razón, le llama San Agustín.
Este pensamiento movió a muchos jóvenes a abandonar el mundo y vivir en la soledad, para atender sólo a los negocios del alma. Y en verdad que acertaron, pues ahora, en el Cielo, se regocijan de su resolución, y se regocijarán eternamente.
A una señora que vivía alejada de Dios, la convirtió el Santo M. Avila sin más que decirle: «Pensad, señora, en estas dos palabras: siempre y jamás.» El Padre Pablo Séñeri, por un pensamiento de la eternidad que tuvo un día, no pudo conciliar luego el sueño, y se entregó desde entonces a la vida más austera.
Dresselio refiere que un obispo, con ese pensamiento de la eternidad, llevaba santísima vida, diciendo mentalmente: «A cada instante estoy a las puertas de la eternidad.» Cierto monje se encerró en una tumba, y exclamaba sin cesar: «¡Oh eternidad, eternidad!...»
«Quien cree en la eternidad —decía el citado Santo Avila— y no se hace santo, debiera estar encerrado en la casa de locos.»
AFECTOS Y SÚPLICAS
¡Ah Dios mío, tened piedad de mí!... Sabia que pecando me condenaba yo mismo a eterno dolor, y con todo, quise oponerme a vuestra voluntad santísima... ¿Y por qué?...
Por un miserable placer... Perdonadme, Señor, que yo me arrepiento de todo corazón. No me rebelaré nunca más contra vuestra santa voluntad.
¡Desdichado de mí si me hubierais enviado la muerte en el tiempo de mi mala vida! Hallárame en el infierno aborreciendo vuestra voluntad. Mas ahora la amo, y quiero amarla siempre. Enseñadme y ayudadme a cumplir en lo sucesivo vuestro divino beneplácito (Sal. 142,10).
No he de contradeciros más, ¡oh Bondad infinita!; antes bien, os dirigiré solamente esta súplica: «Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el Cielo.» Haced que cumpla perfectamente vuestra voluntad, y nada más pediré. ¿Pues qué otra cosa queréis, Dios mío, sino mi bien y mi salvación?
¡Ah Padre Eterno! Oídme por amor de Jesucristo, que me enseña lo que he de pediros, como en su nombre os pido: Fiat voluntas tua! Fiat voluntas tua! «¡Hágase tu voluntad!...»
¡Oh dichoso de mí si paso la vida que me resta y muero haciendo vuestra santa voluntad!....
¡Oh María, bienaventurada Virgen, que hicisteis siempre con toda perfección la voluntad de Dios, alcanzadme por vuestros méritos que la cumpla yo hasta el fin de mi vida!