17.2 ¿Desprecias la bondad y paciencia de Dios?
PUNTO 2
Dirá, quizá, alguno: «Puesto que Dios ha tenido para mi tanta clemencia en lo pasado, espero que la tendrá también en lo venidero.» Mas yo respondo: «Y por haber sido Dios tan misericordioso contigo, ¿quieres volver a ofenderle?» «¿De ese modo —dice San Pablo— desprecias la bondad y paciencia de Dios? ¿Ignoras que si el Señor te ha sufrido hasta ahora no ha sido para que sigas ofendiéndole, sino para que te duelas del mal que hiciste?» (Ro., 2, 4).
Y aun cuando tú, fiado en la divina misericordia, no temas abusar de ella, el Señor te la retirará. «Si vosotros no os convirtiereis, entensará su arco y le preparará (Sal. 7, 13). Mía es la venganza, y Yo les daré el pago a su tiempo (Dt., 32, 35). Dios espera; mas cuando llega la hora de la justicia, no espera más y castiga.
Aguarda Dios al pecador a fin de que se enmiende (Is., 30, 18); pero al ver que el tiempo concedido para llorar los pecados sólo sirve para que los acreciente, válese de ese mismo tiempo para ejercitar la justicia (Lm., 1, 15).
De suerte que el propio tiempo concedido, la misma misericordia otorgada, serán parte para que el castigo sea más riguroso y el abandono más inmediato. «Hemos meicinado a Babilonia y no ha sanado. Abandonémosla» (Jer., 51, 9).
¿Y cómo nos abandona Dios? O envía la muerte al pecador, que así muere sin arrepentirse, o bien le priva de las gracias abundantes y no le deja más que la gracia suficiente, con la cual, si bien podría el pecador salvarse, no se salvará.
Obcecada la mente, endurecido el corazón, dominado por malos hábitos, será la salvación moralmen-te imposible; y así seguirá, si no en absoluto, a lo menos moralmente abandonado. «Le quitará su cerca, y será talada...» (Is., 5, 5). ¡Oh, qué castigo! Triste señal es que el dueño rompa el cercado y deje que en la viña entren los que quisieren, hombres y ganados: prueba es de la abandona.
Así, Dios, cuando deja abandonada un alma, le quita la valla del temor, de los remordimientos de conciencia, la deja en tinieblas sumida, y luego penetran en ella todos los monstruos del vicio (Sal. 103, 20). Y el pecador, abandonado en esa oscuridad, lo desprecia todo: la gracia divina, la gloria, avisos, consejos y excomuniones; se burlará de su propia condenación (Pr., 18, 3).
Le dejará Dios en esta vida sin castigarle, y en esto consistirá su mayor castigo. «Apiadémonos del impío...; no aprenderá (jamás) justicia» (Is. 26, 10). Refiriéndose a ese pasaje, dice San Bernardo (6): «No quiero esa misericordia, más terrible que cualquier ira».
Terrible castigo es que Dios deje al pecador en sus pecados y, al parecer, no le pida cuenta de ellos (Sal. 10, 4). Diríase que no se indigna contra él (Ez., 16, 42) y que le permite alcanzar cuanto de este mundo desea (Sal. 80, 13). ¡Desdichados los pecadores que prosperan en la vida mortal! ¡ Señal es de que Dios espera a ejercitar en ellos su justicia en la vida eterna! Pregunta Jeremías (Jer., 12, 1): «¿Por qué el camino de los impíos va en prosperidad?» Y responde en seguida (Jer., 12, 3):
«Congrégalos como el rebaño para el matadero.»
No hay, pues, mayor castigo que el de que Dios permita al pecador añadir pecados a pecados, según lo que dice David (Sal. 68, 28-29): «Ponles maldad sobre maldad. ..
Borrados sean del libro de los vivos»; acerca de lo cual dice San Belarmino: «No hay castigo tan grande como que el pecado sea pena del pecado.»
Más le valiera a alguno de esos infelices que cuando cometió el primer pecado el Señor le hubiera hecho morir; porque muriendo después, padecerá tantos infiernos como pecados hubiere cometido.
(6) Serm. 42, in Cant.
AFECTOS Y SÚPLICAS
Bien veo, Dios mío, que en este miserable estado he merecido que me privaseis de vuestras luces y gracias. Mas por la inspiración que me dais, y oyendo que me llamáis a penitencia, reconozco que todavía no me habéis abandonado. Y puesto que así es, acrecentad, Señor mío, vuestra piedad en mi' alma, aumentadme la divina luz y el deseo de amaros y serviros.
Transformadme, ¡oh Dios mío!, y de traidor y rebelde que fui, mudadme en fervoroso amante de vuestra bondad, a fin de que llegue para mí el venturoso día en que
vaya al Cielo para alabar eternamente vuestras misericordias.
Vos, Señor, queréis perdonarme, y yo sólo deseo que me otorguéis vuestro perdón y vuestro amor. Duéleme, ¡oh Bondad infinita!, de haberos ofendido tanto.
Os amo, ¡oh Sumo Bien!, porque así lo mandáis y porque sois dignísimo de ser amado. Haced, pues, Redentor mío, que os ame este pecador tan amado de Vos, y con tal paciencia por Vos esperado. Todo lo espero de vuestra piedad inefable. Confío en que os amaré siempre en lo sucesivo, hasta la muerte y por toda la eternidad (Sal. 83, 3), y que vuestra clemencia, Jesús mío, será perdurable objeto de mis alabanzas.
Siempre también alabaré, ¡oh María!, vuestra misericordia, por las gracias innumerables que me habéis alcanzado. A vuestra intercesión las debo.
Seguid, Señora mía, ayudándome y alcanzadme la santa perseverancia.