Friday April 26,2024
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EL PERDÓN DE UNA CULPA

Un virtuoso ermitaño vivía en la cumbre de una montaña, consagrado a la oración y a la penitencia. Sólo de vez en cuando descendía al valle, para subir a cuestas un cántaro de agua, con que regaba las miserables y raquíticas plantas, que crecían en las grietas de las rocas, y que le servían de alimento y para apagar la sed de las pobres avecillas, y de algunos animales que vagaban hambrientos por la montaña y que, conociendo su bondad, lejos de huir de él, le lamían las manos.

Mientras vivió en el mundo, antes de retirarse a la vida contemplativa, era ya un modelo de virtud; pero deseando alcanzar la perfección posible en esta vida para merecer la gloria eterna, había renunciado para siempre a los placeres y a la cómoda posición que disfrutaba en la sociedad.

Desde que se consagró a la vida solitaria, Dios, que veía la pureza de su corazón, le enviaba todos los días un ángel con el pan necesario para su alimento.
Así pasaron largos años.

El ángel no dejó de ir ni un solo día a la solitaria gruta.
Hacía más de treinta años que el ermitaño hacía penitencia, y había cumplido ya los setenta y  cinco, cuando una mañana vio a lo lejos una tropa que llevaba a la horca a un mísero criminal.

- ¡Buen sujeto será ése cuando lo ahorquen - pensó el ermitaño.
Y añadió: - ¡Qué el demonio lo lleve al  infierno, ya que sólo ha sabido hacer daño en el mundo!

Por la tarde, cuando subió como de costumbre con su cántaro de agua, no encontró su pan acostumbrado en la piedra que le servía de mesa. El ángel divino había faltado aquel día.

Comprendió el ermitaño que había desagradado a Dios, e hizo su examen de conciencia; pero no recordó haber cometido ningún pecado. Sin embargo, se postró humildemente, y pasó toda la noche rezando y golpeándose el pecho con una piedra.
Al amanecer del siguiente día, hallándose muy afligido por haber ofendido al Rey de los cielos, oyó el alegre cántico de un pajarillo.

- ¡Dichoso tú! -le dijo el ermitaño-; ¡bien se conoce que no has ofendido a Dios, y que
estás contento de ti mismo!
El pajarillo continuó cantando y revoloteando alrededor del anciano. Éste, que conocía el idioma de las aves, porque los justos lo saben todo, le dijo:

Oye, pajarito, ¿podrías decirme qué pecado he cometido yo? Quería saberlo para
arrepentirme y hacer la debida penitencia de mi culpa.

Voy a decírtelo, -respondió el pájaro-. Has lanzado una maldición al infeliz criminal que
ejecutaron ayer y que no te había hecho ningún daño; por eso está Dios ofendido contigo... Si te arrepientes, te perdonará.

En aquel momento, volvió a aparecer el ángel y entregó al viejo ermitaño una rama seca.
Después le dijo:
- Ya sabes cuál es tu pecado.
Ahora oye la penitencia que te impone Dios. Escucho - dijo el ermitaño, cayendo de rodillas y postrando su frente en el polvo.

Vas a volver al mundo  del que saliste, y a mendigar de puerta en puerta el pan
de cada día. Si de noche te dan hospitalidad en alguna casa caritativa, de ésas que
tan poco abundan, Dios te prohibe permanecer en ella al día siguiente. Para dormir no
apoyarás tu cabeza, sino en una rama seca, aunque te ofrezcan buenas almohadas. Hasta que broten de la rama seca tres retoños verdes, tu pecado no habrá tenido expiación; pero si aquello sucede, en el mismo instante quedarás perdonado.

 Al conocer el ermitaño su pecado, dio gracias a Dios, alabó su justicia, y dispuesto a la penitencia, emprendió la peregrinación que el ángel le ordenaba.
¡Cuántas veces le humillaron, dándole groseramente con la puerta en las narices, aquéllos a quienes pedía un pedazo de pan por amor de Dios!
Otras veces le daban como limosna insultos y sarcasmos, precisamente cuando se hallaba más fatigado y hambriento.

Muchos vagos le tiraban piedras, sin tener compasión de su vejez ni de su desgracia.
Pasó días enteros sin tener para llevarse a la boca ni una migaja de pan.
Sin embargo, ni aun con el pensamiento, murmuraba contra su dura suerte.
Al contrario, reconocía la gravedad de la falta que había cometido maldiciendo a un desgraciado, pues lo había hecho cuando él recibía de Dios el alimento diario, beneficio que tal vez no gozaría aquel delincuente.

El anciano ermitaño pasó una vez dos días seguidos sin encontrar quién le diera ni un vaso de agua. Estaba desfallecido.
En cuantas casas llamó fue maltratado, y en alguna lo amenazaron con echarle al perro.
Cuando llegó la noche, se  arrastró penosamente hasta el bosque vecino y fue a tocar a una caverna en la que había visto luz. Entró en ella y encontró una vieja, que estaba preparando una cena.

Buena señora –dijo humildemente el ermitaño al verla-, ¿podría usted darme un
poco de pan, y dejarme pasar aquí la noche?

Le daré a usted pan - contestó la vieja-; pero pasar aquí la noche, es imposible.

¡Por caridad! Precisamente por caridad le aconsejo a usted que se vaya
de aquí... Tengo tres hijos que son bandoleros y no tardarán en venir, pues es hora de cenar; si le encuentran a usted aquí, lo matarán, y quizá a mí también por haberlo recibido.

¿Serían capaces de matar a un pobre anciano, inofensivo y enfermo?

Ya le he dicho a usted cuál es su profesión... Ésta es una cueva de ladrones, y aquí no
entra nadie sin que peligre su vida.

No me despida usted de ese modo... Mi edad no me permite pasar esta noche tan
fría a la intemperie, con la tempestad que se aproxima, y entre lobos que me devorarán.

La vieja tenía en el fondo buenos sentimientos y compadecida, condujo al
ermitaño a un rincón oscuro donde pudiera hallar algún reposo su fatigado cuerpo.
Cuando la vieja vio que apoyaba su cabeza en la rama seca del árbol que llevaba consigo y que estaba llena de nudos, le preguntó por qué no la ponía sobre un montón de paja que ella le había dado.
El ermitaño entonces le contó el pecado que había cometido, y la penitencia que le había impuesto Dios.

Al oír esto, la vieja empezó a sollozar, y dijo muy afligida:
- Pues si Dios te castiga así sólo por un mal pensamiento, ¿qué hará con mis hijos, que
son unos criminales desalmados, cuando se presenten ante su tribunal?
Era ya más de media noche, cuando entraron los bandidos jurando y prorrumpiendo blasfemias, porque no habían hecho nada. El negocio que habían preparado para aquella noche les había salido mal. Su furor creció al ver al viejo ermitaño acostado en un rincón de la cueva.

Madre -dijo uno de ellos-,  ¿por qué has admitido a este hombre?, ¿te has empeñado en que se descubra nuestro escondite?, ¿no te hemos prohibido que recibas a nadie?

No tengan cuidado, hijos míos, -contestó la vieja-, es un

pobre ermitaño que está haciendo penitencia para expiar una falta.
- Ven acá, viejo tuno, -dijo uno de los salteadores, agarrando brutalmente de una oreja al ermitaño;- cuéntanos tus crímenes y eso nos divertirá un rato; así sabremos si eres tan pillo como nosotros.

El anciano ermitaño les contó su historia, la falta que le había hecho incurrir en el desagrado de Dios, y el castigo que le había impuesto.
Aunque aquellos perversos eran hombres acostumbrados al crimen y empedernidos en el mal, Dios les tocó en el corazón, por la elocuencia de aquel anciano.
Al oírle derramaron lágrimas, reconocieron sus delitos, midieron la gravedad de sus
culpas y penetró en sus almas el arrepentimiento.
Se arrepintieron tanto, que juraron cambiar de vida, y así lo hicieron.

A la mañana siguiente, llamaron al ermitaño creyéndole dormido, y le encontraron inmóvil, con los ojos abiertos, el semblante apacible y una dulce sonrisa en los labios.
En vano le llamaron repetidas veces: el anciano no despertaba.
Entonces comprendieron que había muerto; le cerraron piadosamente los ojos, y vieron con sorpresa que de la rama seca habían brotado tres retoños verdes, símbolo de los tres pecadores arrepentidos que él había llevado a la senda del bien.
Dios había perdonado al pecador, llevándoselo al cielo.
S. Calleja