EL SUEÑO A LOS VEINTIÚN AÑOS
SUEÑO 8.—AÑO DE 1831.
Hasta llegar al sacerdocio, el clérigo Bosco solía subir todos los días a la colina que dominaba la viña propiedad del señor Turco, pasando muchas horas a la sombra de los árboles que la coronaban.
En dicho lugar se dedicaba a estudiar las materias que no había podido ver durante el año escolástico; especialmente la Historia del Antiguo y del Nuevo Testamento de Calmet, la Geografía de los Santos Lugares y los rudimentos de la lengua hebrea, consiguiendo notables conocimientos sobre cada una de estas disciplinas.
Aún en el 1884 se recordaba de los estudios hechos sobre dicha lengua y así lo oímos en Roma, con gran estupor, discutir sobre esta materia con un sacerdote profesor de hebreo y hablar sobre el valor gramatical y el significado de ciertas frases de los Profetas, confrontando varios textos paralelos de diversos libros de la Biblia.
Ocupábase también de la traducción del Nuevo Testamento del griego y de preparar algunos sermones. Previendo la necesidad que tendría en el futuro de las lenguas modernas, se dio en este tiempo al estudio de la lengua francesa.
Después del latín y del italiano, profesó una predilección especial a los idiomas hebreo, griego y francés. Muchas veces le oímos decir:
—Mis estudios los hice en la viña de José Turco, en la Renenta.
Y la finalidad que perseguía al estudiar, era hacerse digno de su vocación, capacitándose para instruir y educar a la juventud.
En efecto, como un día se acercase a José Turco, con el cual le unía una estrecha amistad, mientras trabajaba en la viña, éste comenzó a decirle:
—Ahora eres clérigo y pronto serás sacerdote. ¿Que harás entonces?
Juan le contestó:
—No siento inclinación hacia el cargo de párroco o de vicario-coadjutor; en cambio me gustaría congregar a mí alrededor a muchos jovencitos abandonados para instruirlos y educarlos cristianamente.
Habiéndose encontrado otro día con el mismo, Juan le confió que había tenido un sueño en el cual se le indicaba que al correr de los años se establecería en cierto lugar, donde recogería un gran número de jovencitos para instruirlos y orientarlos por el camino de la salvación. Nada dijo del sitio que le había sido indicado, pero parece ser que aludiese a cuanto contó por primera vez a sus hijos del Oratorio en el año de 1858, entre los cuales se hallaban presentes Cagliero, Rúa, Francesia y otros.
Le pareció ver el valle que se extendía al pie de la granja de Susambrino convertido en una gran ciudad, por cuyas calles y plazas discurrían grupos de muchachos alborotando, jugando y blasfemando.
Como sentía un gran horror a la blasfemia y estaba dotado de un carácter un poco vivo e impetuoso, se acercó a aquellos muchachos echándoles en cara su proceder y amenazándoles con pasar a los hechos si no cesaban de proferir blasfemias.
Y como en efecto, aquellos jovenzuelos prosiguiesen en sus insultos contra Dios y contra la Santísima Virgen, Juan comenzó a golpearlos. Más ellos reaccionaron y arrojándose sobre él lo abrumaron a pescozones y puñetazos. Juan entonces se dio a la fuga; pero al punto le salió al encuentro un Personaje, que le intimó a que se detuviese, ordenándole que volviese entre aquellos rapazuelos y les persuadiese de que fuesen buenos y evitasen el mal.
Hizo después referencia a los golpes que había recibido, objetando que si volvía entre aquellos muchachos tal vez le sucediera algo peor. Entonces el Personaje le presentó a una nobilísima Señora, que en aquellos momentos se acercaba hacia ellos, y le dijo:
—Esta es mi Madre; aconséjate con Ella.
La Señora, fijando en él una mirada llena de bondad, le habló así:
—Si quieres ganarte a esos rapazuelos, no debes hacerles frente con los golpes, sino que los has de tratar con dulzura y has de usar de la persuasión.
Y entonces, como en el primer sueño vio a los jóvenes trasformados en fieras y después en ovejas y corderillos, al frente de los cuales se, puso como pastor por encargo de aquella Señora.
Este sueño tuvo lugar en las vacaciones del 1838, cuando Juan acababa de terminar el primer curso de Teología; contaba, pues, entonces Don Bosco, veintiún años, por eso a este sueño se le conoce con el nombre de "El sueño de los veintiún años", no siendo otra cosa que la confirmación del que había tenido a los nueve años. Manifestándole así la Providencia de una manera superabundante la finalidad y el carácter de su futura misión.
Don Lemoyne, después de hacer el relato del sueño, añade estas palabras: "Probablemente fue en esta ocasión cuando Don Bosco vio el Oratorio con todas sus dependencias, preparadas para acoger a sus muchachos.
En efecto: Don Bosio, natural de Castagnole, párroco de Levone Canavés, compañero de Don Bosco en el Seminario de Chieri, habiendo visitado por primera vez el Oratorio en 1890, al llegar al patio central del Oratorio y estando rodeado de los miembros del Capítulo Superior de la Pía Sociedad de San Francisco de Sales, girando la vista a su alrededor y observando el conjunto de los edificios, exclamó:
"De todo esto que ahora estoy viendo, nada me resulta nuevo. Don Bosco, cuando estábamos en el Seminario me lo describió todo, como si estuviese viendo con sus propios ojos cuanto describía y como yo lo estoy viendo ahora, comprobando al mismo tiempo la exactitud de sus palabras». Y al decir esto se sintió presa de una profunda emoción al recordar al compañero y al amigo.
También el teólogo Cinzano aseguraba a Don Joaquín Berto y a otros sacerdotes, que el joven Bosco le había asegurado, plenamente convencido de ello, que en el porvenir tendría a su disposición numerosos sacerdotes, clérigos, jóvenes estudiantes y artesanos y una hermosa banda de música.
He aquí las palabras con que cierra Don Lemoyne el Capítulo XLVII del primer tomo de las Memorias Biográficas:
"Al llegar aquí no podemos por menos de echar una mirada retrospectiva al progresivo y racional sucederse de los varios y sorprendentes sueños.
A los nueve años se le da a conocer la grandiosa misión que le será confiada; a los dieciséis se le prometen los medios materiales, indispensables para albergar y alimentar a innumerables jovencitos; a los diecinueve, una orden imperiosa le hace saber que no es libre de aceptar o rechazar la misión que se le encomienda; a los veintiuno se le manifiesta claramente la clase de jóvenes de cuyo bien espiritual deberá cuidarse; a los veintidós se le señala una gran ciudad, Turín, en la cual deberá iniciar sus apostólicas tareas y sus funciones.
No finalizando aquí estas misteriosas indicaciones, sino que continuarán de una manera intermitente hasta que la obra de Dios quede establecida".