SOBRE EL ESTADO DE LAS CONCIENCIAS
SUEÑO 27.—AÑO DE 1860.
Durante las noches correspondientes a las fechas comprendidas entre el 28 y el 30 de diciembre de 1860, San Juan Bosco tuvo tres sueños, como él los llama y que nosotros, por cuanto hemos visto, oído y comprobado, podemos calificar con toda seguridad, de auténticas visiones celestiales.
Se trata de un mismo sueño tres veces repetido, aunque acompañado de circunstancias diversas.
He aquí el resumen del mismo, tal como salió de labios del Santo en la noche postrera del año 1860, al relatarlo a todos los jóvenes reunidos para escuchar sus buenas noches.
Me pareció estar durante tres noches en un campo, en Rivalta, en compañía de [San] José Don Cafasso, de Silvio Pellico y del Conde Cays.
La primera noche la pasamos discurriendo sobre ciertos puntos de religión relacionados con los tiempos actuales. La segunda la dedicamos a conferencias morales en las que proponíamos y resolvíamos diversos casos de conciencia, referentes principalmente a la dirección de la juventud.
Al comprobar que durante dos noches consecutivas había tenido el mismo sueño, determiné contarlo a mis queridos hijos si por acaso volvía a soñar lo mismo por tercera vez.
Y he aquí que en la noche del 30 al 31 de diciembre, me pareció estar nuevamente en el mismo lugar y en compañía de los mismos personajes.
Dejando aparte otra preocupación, me vino a la mente el pensamiento de que el día siguiente, último del año, tenía que dar el aguinaldo, o sea, los recuerdos a mis queridos hijos. Por eso, dirigiéndome a [San] José Don Cafasso, le dije-.
—Vos que sois mi gran amigo, déme el aguinaldo para mis hijos.
El me replicó:
—¡Oh!, despacio. Si quieres que te dé el aguinaldo para tus jóvenes, ve primero y diles que preparen y ajusten bien sus cuentas.
Nos encontrábamos a la sazón en una gran sala, en medio de la cual había una mesa. [San] José Don Cafasso, Silvio Pellico y el Conde Cays fueron a sentarse junto a ella. Yo, para obedecer al primero, salí de la habitación y fui a llamar a mis muchachos, que estaban fuera, haciendo cada uno una suma en un papel que tenían en la mano.
Los jóvenes comenzaron a entrar en la sala uno por uno, llevando consigo sus papeles en los que se veían muchas cantidades para sumar; y presentándose a los mencionados personajes, les enseñaban sus cuentas. Aquellos señores comprobaban el resultado, y si la suma era exacta y los números estaban claros, se los devolvían a cada uno. Pero si las cifras estaban emborronadas ni se dignaban mirarlas.
Los primeros representaban a aquellos que tienen sus cuentas ajustadas; los segundos, los de conciencia embrollada. Estos últimos eran bastante numerosos. Los que salían con sus cuentas aprobadas marchaban contentos de la sala y se dirigían al patio a jugar; los otros, en cambio, se iban tristes y angustiados.
Una gran multitud de jóvenes esperaba a la puerta de aquel salón con el papel en la mano a que le llegase el turno.
Largo tiempo duró esta tarea, hasta que finalmente no se presentó nadie.
Parecía que habían desfilado por allí todos los jóvenes, cuando [San] Juan Don Bosco, al ver a algunos que estaban esperando y no se presentaban preguntó a [San] José Don Cafasso:
—¿Y éstos qué hacen?
—Estos, replicó [San] José Don Cafasso, no tienen ningún número escrito en el papel, por tanto no pueden hacer ninguna suma; pues aquí se trata de saber el total de lo que se posee, de lo que se ha hecho, por eso estos jóvenes deben ir primero a llenar el papel de números y que vengan después, que entonces podrán hacer la adición.
De esta manera terminó aquella gran revisión de cuentas.
Entonces salí de la sala con los tres personajes, dirigiéndonos al patio, donde vi un gran número de jóvenes: eran aquellos cuyos papeles estaban llenos de cifras colocadas en orden. Se entretenían en correr, saltar y jugar en medio de una alegría extraordinaria. Eran tan felices como otros tantos príncipes. No se pueden imaginar la alegría que yo experimentaba al verlos tan gozosos.
Pero había un cierto número de jóvenes que no participaban de los juegos de los demás sino que se distraían contemplando a sus compañeros. Entre ellos, había unos que tenían una venda en los ojos, otros una densa niebla, otros una nube oscura alrededor de la cabeza. Algunos echaban humo por la cabeza, otros tenían el corazón lleno de tierra, otros vacío de las cosas de Dios. Yo los vi y los conocí perfectamente; de forma que podría nombrarlos uno a uno desde el primero al último.
Entretanto me di cuenta de que en el patio faltaban muchos de mis muchachos y me dije para mí después de haber reflexionado un poco: ¿Dónde están aquellos que tenían el papel completamente en blanco?
Mirando hacia una y otra parte, al fin fijé la vista en un rincón del patio y ¡oh, terrible espectáculo! Vi a uno de los jóvenes tendido en el suelo y pálido como la muerte. Otros estaban sentados sobre un escaño bajo y sucio, otros echados sobre un jergón de paja, otros tirados sobre el desnudo suelo, otros recostados sobre las mismas piedras. Eran todos aquellos que no tenían sus cuentas ajustadas.
Les aquejaba una grave enfermedad que les afectaba bien a los ojos, a la lengua, a los oídos; los órganos atacados aparecían roídos de gusanos. Había uno que tenía la lengua completamente podrida, otro con la boca llena de fango y otro de cuya garganta salía un hedor insoportable.
Diversas eran las enfermedades de algunos infelices. Quién tenía el corazón carcomido, débil, corrompido; quién padecía una úlcera, quién otra; había uno en un completo estado de descomposición. Aquello parecía un verdadero hospital. En presencia de semejante espectáculo quedé completamente desconcertado, sin poder dar crédito a cuanto estaba viendo. Entonces exclamé:
—¡Oh! Pero ¿qué es esto?
Y acercándome a uno de aquellos desgraciados, le pregunté:
—Pero ¿no eres tú N. N.?
—Sí —me replicó— yo soy.
—¿Y cómo es que te encuentras en un tan deplorable estado?
—¿Qué quieres?, —me dijo—. Harina de mi costal. ¡Ya ves! Este es el fruto de mis desórdenes.
Me acerqué a otro y obtuve la misma respuesta. Tal espectáculo me producía en el corazón el efecto de una agudísima espina, cuyo dolor se me hizo más tolerable al contemplar lo que seguidamente les voy a contar.
Con el corazón lleno de dolor me dirigí a [San] José Don Cafasso y le pregunté en tono de súplica:
—¿Qué remedio debo emplear para curar a estos mis pobres hijos?
—Usted sabe como yo lo que se debe hacer —me replicó [San] José Don Cafasso—. No necesita que se lo diga. Medite un poco. Ingeníese.
Después me hizo señal de que le siguiese y acercándose al palacio del cual habíamos salido, abrió una puerta. He aquí que entonces me encontré en un magnífico salón, adornado de oro, de plata y de toda suerte de filigranas; iluminado por millares de lámparas cada una de las cuales despedía una luz tal que mi vista no podía resistir su resplandor.
Tanto la anchura como la longitud de aquel local eran, considerables. En medio de aquel salón, verdaderamente regio, había una amplia mesa colmada de confituras de todas las especies.
Había almendras recubiertas de azúcar de un tamaño extraordinario; bizcochos descomunales, de manera que uno solo habría sido suficiente para saciar a un joven. Al ver esto intenté salir precipitadamente para llamar a mis jóvenes e invitarles a que viniesen a ver aquella mesa, y para que contemplasen el magnífico espectáculo que ofrecía aquel salón.
Pero [San] José Don Cafasso me detuvo inmediatamente exclamando:
—¡Despacio! No todos pueden comer de estos bizcochos y de estas almendras. Llamad solamente a los que tienen sus cuentas en orden.
Así lo hice y en un instante la sala se vio llena de muchachos.
Entonces me dispuse a partir y distribuir aquellos bizcochos y aquellas pastas y almendras artísticamente confeccionados. Pero [San] José Don Cafasso se opuso diciendo:
—¡Calma, calma! No todos los que están aquí son dignos de gustar estos confites; no todos pueden participar de ellos. Y me indicó quiénes eran los indignos.
Entre éstos nombró en primer lugar a los que estaban cubiertos de llagas, los cuales no se encontraban en la sala con los demás porque no tenían sus cuentas ajustadas. Después me indicó los que, a pesar de tener sus cuentas en orden, tenían una niebla delante de los ojos, o el corazón lleno de tierra o vacío de las cosas del cielo.
Yo le dije inmediatamente con aire de súplica:
—Dejad que dé un poco a estos últimos; también son hijos míos muy queridos, tanto más que hay mucha abundancia de confites y no hay peligro alguno de que lleguen a faltar.
—No, no —continuó diciendo—, sólo los que tienen la boca sana pueden gustarlos; los demás, no; no están en condiciones de saborear tales dulzuras; pues como tienen la boca enferma y llena de amargura, las cosas dulces les producirían repugnancia y, por tanto, no las pueden comer.
Me resigné a hacer lo que me decía y seguidamente comencé a distribuir los dulces sólo entre aquellos que me habían sido indicados. Una vez que hube repartido entre ellos bizcochos y almendrados en abundancia, comencé nuevamente la distribución, dando a cada uno una buena cantidad.
Os aseguro que sentía gran complacencia al ver a mis jóvenes comer con tanto gusto aquellas golosinas. En el rostro de cada uno se reflejaba una gran alegría; no parecían los muchachos del Oratorio; tan transfigurados estaban.
Los que permaneciendo en la sala se habían quedado sin dulces, estaban en un rincón de la misma, tristes y disgustados. Lleno de compasión hacia ellos, me dirigí nuevamente a [San] José Don Cafasso y le rogué con insistencia me permitiese distribuir también algunos dulces entre éstos, para que los pudiesen probar.
—No, no —replicó Don Cafasso—, éstos no pueden comerlos. Haced primero que sanen de sus dolencias y los podrán saborear también ellos.
Yo miraba a aquellos pobrecillos. También observaba a los muchos que habían quedado fuera llenos de melancolía y a los cuales no se les había dado nada. Los reconocí a todos y para mayor tormento mío me di cuenta de que algunos tenían el corazón carcomido.
Continué, pues, diciendo a [San] José Don Cafasso:
—Dígame, ¿qué remedio debo emplear; qué debo hacer para curar a estos mis hijitos?
Nuevamente me replicó:
—¡Reflexione, ingeníeselas; Vos sabéis lo que tenéis que hacer!
Entonces le pedí que me diese el aguinaldo prometido para mis jóvenes.
—¡Bien —replicó—, se lo daré!
Y adoptando la actitud de una persona que se dispone a partir, dijo tres veces en tono cada vez más elevado:
—¡Estén atentos, estén atentos, estén atentos!
Y diciendo esto desapareció con sus compañeros y se desvaneció el sueño.
Sí en todo esto hay algo que pueda ser útil a nuestras almas —continuó [San] Juan Don Bosco—, aprovechémoslo. No me agradaría con todo, que alguno contara algo fuera de casa. Yo se los he referido a Vosotros porque son mis hijos, pero no quiero que Vosotros lo deis a conocer a los demás. Entretanto os puedo asegurar que os tengo todavía presente a cada uno de Vosotros tal como os vi en el sueño; sabría decir quién estaba enfermo, quién no; quién comía, quién no. Ahora no quiero ponerme a manifestar aquí en público el estado de cada uno, sino que lo diré en particular a quien así lo desee.
El aguinaldo que les doy en general a todos los del Oratorio, es el siguiente: Frecuente y sincera confesión; frecuente y devota Comunión.
Permítasenos —escribe Don Lemoyne— hacer tres reflexiones sobre este sueño.
La primera empleando palabras de Don Ruffino: "[San] Juan Don Bosco —dice— cuenta solamente el resumen de sus sueños, lo que se refiere e interesa a los jóvenes, si hubiese querido narrar el sueño completo en cada circunstancia, habría necesitado de un grueso volumen. Todas las veces que se le preguntó prudentemente sobre alguno de sus sueños o visiones se obtuvieron numerosísimas ideas nuevas y nuevos detalles que duplicaban o triplicaban la materia.
E incluso, cuando no era interrogado, en ciertas ocasiones dejaba escapar palabras que indicaban sus conocimientos sobre muchos acontecimientos futuros, de una manera confusa, sin saber dar más explicaciones sobre los mismos».
Estas palabras fueron escritas por Don Ruffino en fecha de 30 de enero de 1861 y de ellas se infiere que anteriormente [San] Juan Don Bosco había narrado otros muchos sueños, cuyos textos originales se perdieron, o, al menos, que los que hemos esbozado en los volúmenes precedentes, fueron por él desarrollados con mucha amplitud y abundancia de pensamientos y amonestaciones.
Por lo demás, hemos de hacer nuestras estas afirmaciones, pues nosotros mismos, más de cien veces al escuchar estos relatos de labios de [San] Juan Don Bosco, llegamos a las mismas conclusiones.
La segunda sugerencia es de [Beato] Miguel Don Rúa y se refiere a la realidad de los conocimientos que [San] Juan Don Bosco adquiría durante tales sueños, sobre el estado de las conciencias de sus jóvenes.
«Tal vez alguno —escribe— podría suponer que [San] Juan Don Bosco, al poner de manifiesto la conducta de los jóvenes y otras cosas ocultas, pudiese servirse de revelaciones hechas por los mismos jóvenes o por los asistentes. Yo, en cambio, puedo asegurar con toda certeza que jamás, en los muchos años que viví a su lado, que ni yo, ni ninguno de mis compañeros pudimos darnos cuenta de tal cosa.
Por otra parte, siendo nosotros entonces jóvenes y estando en medio de los jóvenes, al cabo de breve tiempo podríamos haber descubierto con mucha facilidad que el [Santo] hacía uso de confidencias hechas por alguno de la casa, ya que los muchachos difícilmente saben guardar un secreto.
Era tan común entre nosotros la persuasión de que [San] Juan Don Bosco nos leía los pecados en la frente, que cuando alguno cometía una falta procuraba evitar el encuentro con él, hasta después de haberse confesado; y esto sucedía mucho más frecuentemente después de la narración de un sueño. Tal persuasión nacía en los alumnos del hecho que yéndose a confesar con él, aunque se tratase de jóvenes que le eran desconocidos, encontraba en ellos y ponía de manifiesto culpas en las que no habían reparado o que pretendían ocultar.
Finalmente haré observar que además del estado de las conciencias, [San] Juan Don Bosco anunciaba en los sueños cosas que era imposible conocer naturalmente con sólo los medios humanos; por ejemplo, la predicción de algunas muertes y otros hechos futuros.
Por mi parte, a medida que avanzaba en edad, al considerar estos hechos y revelaciones de [san] Juan Don Bosco, tanto más me convencía de que estuvo dotado por el Señor del espíritu de profecía.
La tercera reflexión es la nuestra —dice Don Lemoyne— y es que de este sueño se deduce que [San] José Don Cafasso hacía el papel de juez de todo lo referente a la religión y a la moralidad; Silvio Pellico dictaminaba sobre la diligencia en el cumplimiento de los deberes escolásticos y profesionales, y el Conde Cays, sobre obediencia y disciplina.
En los dulces nos parece descubrir el alimento de aquellos que comienzan a andar por los caminos del Señor, y en la pasta de almendras a los que están ya en vía de mayor perfección. De unos y de otros se podría decir con el Salmista: "Los alimentó con el mejor de los trigos y los sació con la miel que salía de la piedra".
El sueño que acabamos de ofrecer a los lectores está tomado de la Crónica de Don Ruffino y de las Memorias personales de Don Bonetti.
Causa verdadero estupor —continúa Don Lemoyne— el comprobar los efectos producidos en los alumnos de [San] Juan Don Bosco durante meses y meses, por el sueño que acabamos de transcribir».
Don Ruffino y Don Bonetti conservaron recuerdo de ello en sus respectivas Memorias, las cuales se complementan recíprocamente.
Su lectura refleja lo que sucedió entonces en el Oratorio en el terreno espiritual; las luchas continuas mantenidas entre la virtud y el vicio, entre el espíritu de Dios y el espíritu de las tinieblas; el sucederse alterno en el campo de las almas, de las victorias y de las derrotas, de las caídas y del resurgir de las mismas; de la labor de un sacerdote dotado de un celo ardiente y que sostenido por una luz especial y por una energía divina, en medio de aquellas formidables y misteriosas batallas, infunde valor y fuerza a quienes luchan varonilmente, socorre a los vencidos y aleja al enemigo obstinado.
He aquí lo que nos dice la Crónica de Bonetti en fecha de 1 de enero de 1861.
«[San] Juan Don Bosco no podía quitarse a los jóvenes de encima. Alguno quería que le dijese si se encontraba entre los enfermos; el otro, si le había visto con el corazón lleno de tierra; un tercero, si sus cuentas estaban en regla o si se encontraba en el número de aquellos que comían los bizcochos y las pastas de almendra.
El, cual padre amoroso, deseoso de complacer a todos, pasó casi todo el día atendiendo a los que, uno tras otro, fueron a preguntarle confidencialmente el estado de la propia alma. Y el [Santo] les indicaba el lugar que ocupaban en el sueño dándoles un aguinaldo particular.
El que dio al clérigo Juan Bonetti, fue el siguiente: "Quaere animas, et dabis animan tuam Domino" ¡Cuánto bien produjera este sueño entre los jóvenes no se puede calcular! Baste saber que incluso aquellos que, hasta entonces, no habían cambiado de manera de pensar, ni se habían dejado influenciar por los buenos ejemplos de los compañeros, ni por los saludables avisos y consejos de los superiores, ni por varias tandas de ejercicios espirituales, al oír este sueño no pudieron resistir más, y todos fueron con empeño a hacer su confesión general con el mismo [San] Juan Don Bosco, el cual sentía su corazón inundado de alegría al comprobar cómo el Señor favorecía de aquella manera a sus queridos hijos.
En esta ocasión, llevado del deseo de que todos los jovencitos se aprovechasen de aquel favor del cielo, nos dijo tales cosas, que no nos quedó lugar a duda de que aquel sueño misterioso era uno de los que el Señor suele infundir de vez en cuando a las almas elegidas».
Y continúa la Crónica de Don Bonetti en la fecha del 10 de enero.
«En el día de hoy un nuevo acontecimiento ha venido a afirmar a los jóvenes en su creencia de que con aquel sueño misterioso, el Señor quiso revelar a [San] Juan Don Bosco el estado de las conciencias de sus hijos.
He aquí una prueba contundente de ello: "Un joven había callado varias veces un pecado en la confesión. En estos días de salud, atormentado por el pensamiento del estado lamentable de su alma, determinó hacer una confesión general, y para ello se presentó a Don Picco el cual, precisamente en aquellos días comenzaba a acudir al Oratorio para ayudar a [San] Juan Don Bosco en las confesiones de los jóvenes.
El muchacho en cuestión hizo una confesión de toda su vida pasada, pero al llegar a aquel pecado que había callado ya varias veces, no se atrevió a confesarlo y lo calló nuevamente. Esta mañana, al bajar [San] Juan Don Bosco de su habitación para ir a la sacristía, se encontró en la escalera al pobre joven y le dijo:
—¿Cuándo vendrás a hacer tu confesión general?
—Ya la he hecho —le respondió—.
—¡No me digas!, —replicó [San] Juan Don Bosco—.
—Sí, la hice anteayer con Don Picco.
—No, no has hecho tu confesión general. Y si no dime: ¿Por qué has callado tal pecado?
Al oír estas palabras, el jovencito bajó la cabeza y se le llenaron los ojos de lágrimas; después comenzó a llorar desconsoladamente y habiendo bajado a la sacristía hizo su confesión de la manera más consoladora».
El Clérigo Juan Cagliero, que había estado presente cuando [San] Juan Don Bosco relataba el sueño y era amigo de todos los alumnos, habló con este alumno, el cual, aunque de mala gana, le contó cuanto [San] Juan Don Bosco le había dicho.
El [Santo] jamás revelaba a nadie más que al interesado cuanto sabía o conocía por medio de los sueños; pero de las mutuas confidencias que se hacían los jóvenes que habían sido objeto de su exquisita caridad, se ponía siempre en claro que Dios hablaba por su boca.
En la crónica de Don Ruffino correspondiente al 11 de enero se lee:
«Muchos jóvenes están preocupados; bastantes se preparan para hacer una confesión general. Muchísimos desean hablar con [San] Juan Don Bosco, el cual comunica a cada uno de ellos cosas importantísimas relacionadas con lo más íntimo de sus conciencias. A algunos, yo mismo los he visto llorar, como si se les hubiese comunicado una gran desgracia. Otros están contentos porque han podido oír una palabra de seguridad sobre su estado.
Un clérigo, al cual conozco muy bien, le pidió le dijese algo sobre el estado de conciencia en que se encontraba y [San] Juan Don Bosco se lo expuso así:
—No te desanimes, procura apartar tu corazón de las cosas del mundo. Abre bien los ojos para alejar las tinieblas de tu mente y para conocer la verdadera piedad que se opone a la propia gloria. Procura con la medicina de la Confesión remover todo obstáculo que pudiera hacerlo enfermar. Reaviva tu fe, la cual te hará conocer y amar la vida de piedad. Aquí tienes descrito tu estado.
En el Oratorio se siente un gran bienestar. [San] Juan Don Bosco dijo en medio de un gran corro de muchachos en tiempo de recreo:
—Hay jóvenes en la casa que aventajan en piedad a [Santo] Domingo Savio. Uno especialmente, poco conocido, me supo decir después de la Misa, los pensamientos y distracciones que yo tuve durante la misma».
Las crónicas de Bonetti y Ruffino, en fecha 13 de enero continúan:
Un buen número de artesanos, especialmente los encuadernadores, han ido a hacer su confesión general, sin que nadie les incite a ello.
Un alumno, habiéndose encontrado con [San] Juan Don Bosco en el patio, le preguntó:
—Dígame, ¿cómo es que habiéndose confesado casi todos el día de Navidad vio usted a tantos en el sueño en tan deplorable estado?
—Me has preguntado una cosa —replicó el [Santo]— que no te puedo aclarar; yo lo sé, pero, aunque no estoy obligado a secreto, en público no la diré nunca; hay con todo muchas otras que no puedo decirlas ni en privado.
Ese mismo día dijo [San] Juan Don Bosco después de las oraciones:
—Al punto a que han llegado las cosas, me veo obligado a hablar y a descorrer el velo de este sueño. Les dije que lo tuve durante tres noches consecutivas. La primera vez en la noche del 28 de diciembre, repitiéndose en las fechas del 29 y del 30. En la primera noche se trataron puntos y cuestiones de teología referentes al tiempo presente, o sea, cosas de actualidad y les aseguro que recibí muchas ilustraciones del cielo.
La segunda noche hablamos sobre diversos temas de moral, también relacionados con casos de conciencia referentes a jóvenes del Oratorio.
La tercera noche se trataron casos prácticos, por los cuales conocí el estado moral de cada joven en particular.
El primer día no quise hacer caso del sueño porque el Señor nos lo prohíbe en la Sagrada Escritura. Pero en estos días pasados, después de haber hecho algunas experiencias, tras haber hablado con varios jóvenes en particular y de haberles expuesto las cosas tal y como las vi, y de que ellos me asegurasen que todo era como yo les decía, ya no pude seguir dudando, llegando a la convicción de que se trataba de una gracia extraordinaria que el Señor concede a todos los hijos del Oratorio.
Por eso me encuentro en la obligación de decirles que el Señor los llama y les hace sentir su voz y hay de aquellos que cierren sus oídos a sus reclamos!
[San] José Don Cafasso, pues, hizo entrar a todos en una sala y a todos proporcionó un pliego. Algunos tenían sus cuentas ajustadas por completo. Otros nada más que los números, pero les faltaba por hacer la suma.
—¿Y todos aceptaron el pliego que se les ofrecía?, —preguntó el mismo [San] Juan Don Bosco—. No —se respondió a sí mismo— porque muchos se habían quedado fuera, recostados en las vacijas de paja, otros sentados en los escaños; otros tendidos por el suelo o echados sobre el fango: algunos estaban tan cubiertos de heridas y de llagas que causaban repugnancia.
Los que recibieron el papel de manos de [San] José Don Cafasso con las cuentas aprobadas, salieron a hacer recreo, pero no todos jugaban, pues muchos de ellos tenían los ojos rodeados de una niebla que les impedía ver claro; otros los tenían vendados, no faltando quienes mostraban el corazón carcomido.
Los que tenían sus cuentas ajustadas representan a los de conciencia recta.
Los que tenían el papel con los números escritos, pero sin la suma hecha, con los que tienen la conciencia en regla, pero les falta la adición de la última confesión.
Los que tenían los ojos circundados de niebla o vendados, son los que se dejan dominar por el espíritu de soberbia y por el amor propio. Los que estaban tirados por los suelos podría nombrarlos uno a uno y decirles por qué se encontraban sobre las yacijas de paja, sentados en los escaños o en el mismo suelo.
Vi también el interior de los corazones. Muchos los tenían llenos de cosas bellas: de rosas, de azucenas, de fragantísimas violetas. Estas flores simbolizan las distintas virtudes. ¡Otros en cambio!... El corazón carcomido representa a los que alimentan odios, rencores, envidias, antipatías, etc., etc.
Algunos tenían el corazón lleno de víboras, símbolo de los pecados mortales; otros lleno de tierra, representación del apego a las cosas del mundo y a los placeres sensuales.
Bastantes eran también los de corazón vacío, o sea los que a pesar de estar en gracia de Dios y alejados de las cosas del mundo y de los placeres sensuales, al mismo tiempo no procuran llenar el corazón con la piedad y con el santo temor de Dios.
Estos tales viven a la buena y si no caen en el primer lazo que les tiende el demonio no tardarán mucho en malearse.
Por tanto, todos aquellos que no tienen aún en orden las cosas de su alma, ¡ah!, que no aguarden más tiempo a ajustarías. Que vengan a mí y me prometan responder sinceramente a cuanto les pregunte y si no se sienten con ánimo para hablar, hablaré yo por ellos. Por fortuna me encuentro en condiciones de poder decir a cada uno su pasado, su presente y algo del futuro.
Les estoy diciendo cosas que no debiera decir. ¡Ah, queridos jóvenes! Hay un pensamiento que me llena de horror. Les aseguro que jamás habría creído que hubiese en nuestra casa un tan crecido número de jóvenes con las conciencias tan desordenadas, tan desarregladas. ¡Jamás lo hubiera creído!
¡Cuántos con el cuerpo cubierto de llagas y tendidos por los suelos! Créanme que pasé noches y días terribles.
Una palabra de pláceme a aquellos que han pensado ya en arreglar su conciencia; pero, aun hay muchos que no se han determinado a hacerlo.
Al decir esto, se notaba en su voz la emoción que le embargaba y gruesas lágrimas rodaban de sus ojos. No pocos de los jóvenes lloraban también. Las palabras del [Santo] consiguieron el efecto deseado.
En su crónica del 15 de enero, Don Ruffino dejó consignado:
«Los artesanos continúan haciendo su confesión general.
Hoy, algunos hicieron a [San] Juan Don Bosco la siguiente pregunta:
—¿Cómo es que habiendo tenido este sueño en vísperas de la fiesta de Navidad, tardó tanto en contarlo en público?
—Repetiré lo que les dije en otra ocasión —replicó [San] Juan Don Bosco—.
Después de tener este sueño, no quise por una parte dar importancia a cuanto en él había visto, pero por otra me parecía que la tenía, por eso hube de reflexionar durante algunos días sobre la conducta que debía seguir. Después llamé a un joven de los que había visto en el mismo horriblemente cubierto de llagas y le dije:
—Tú te encuentras en tal estado de conciencia. Lo deducía del estado en que lo había visto.
—El tal me respondió que, efectivamente, era así como yo decía. Llamé a otro y me dio la misma respuesta; coincidiendo su contestación con lo que yo había observado. Vi que también se cumplía en un tercero cuanto yo había visto. Entonces no me cupo ya la menor duda.
En aquel sueño se me había manifestado el estado de las conciencias de todos los jóvenes; el estado presente y hasta el futuro de muchos de ellos.
[San] Juan Don Bosco aseguró también a algunos de sus íntimos:
—Adquirí mayores conocimientos teológicos en aquellas tres noches, que durante todo el tiempo de estudio en el Seminario».
Don Ruffino prosigue en su crónica correspondiente al 16 de enero:
«Hablando [san] Juan Don Bosco con algunos después de la comida, les decía:
—Cuando se trata de la ofensa de Dios, no hay que tener nada en consideración con tal de que se llegue a impedirla.
[Beato] Miguel Don Rúa entonces le preguntó:
—¿Lo que nos ha contado es sueño o realidad?
—Ni yo mismo lo sabría precisar —replicó el Santo— . Lo cierto es que cuando hubo terminado, me encontraba sentado en la cama y por cierto que sentía mucho frío.
Y al decir esto, sonreía.
Que cuanto [San] Juan Don Bosco contaba no eran simples sueños, lo demuestran los efectos de sus relatos.
Cuando Francisco Dalmazzo llegó al Oratorio, Don Bosco le preguntó:
¿Qué quieres ser cuando hayas terminado aquí tus estudios?
—Farmacéutico o algo parecido —respondió el jovencito—
—¿No te agradaría ser sacerdote?
—No, no.
—Con todo, quiero hacerte sacerdote.
Dalmazzo miró a [San] Juan Don Bosco sonriendo y replicó:
—¡Oh! No lo conseguirá.
Han pasado ya tres largos meses del curso y Dalmazzo es uno de los más aficionados a [San] Juan Don Bosco, al que dice ya reiteradamente:
—Si a Vos le place, me haré sacerdote».
Continúa la crónica de Don Ruffino en fecha del 26 de enero:
«Parece ser que [San] Juan Don Bosco vio en sueños a otros jóvenes que ahora no están en el Oratorio.
Como le rodeasen algunos de sus confidentes, recordando el [Santo] a ciertos jóvenes que habían estado en el Oratorio y que al presente llevaban mala vida, exclamó:
—¡Oh, si les pudiese hablar! Yo creo que al ver sus faltas puestas al descubierto se enmendarían. Por ejemplo, a Ard... jamás lo he conocido y, sin embargo, le podría decir el estado de su conciencia.
Dicho esto, guardó silencio y después de permanecer algún tiempo pensativo, continuó:
—Sí por la noche pudiese ver como por la mañana, confesaría a un triple número de jóvenes. Por la mañana, mientras confieso a uno, tengo a muchos delante de mi aguardando turno. A todos los tengo confesados, aunque no me hayan hablado.
A este conocimiento sobre el estado de las conciencias, se añadía la bondad con que acogía a los penitentes.
En cierta ocasión fue a confesarse con él cierto joven. Una vez terminada la confesión, el penitente le dijo:
—Tendría todavía una cosa que decirle.
—¿Qué? ¡Habla!
—Desearía que me permitiera besarle los pies.
—No hace falta. Bésame solamente la mano según se acostumbra al sacerdote.
El joven comenzó a llorar copiosamente añadiendo:
—¡Feliz de mi si en el pasado hubiese abierto los ojos como al presente! Vos me habeis hecho ver claro esta noche.
Y se marchó sollozando. Cuando se serenó volvió para tratar con [San] Juan Don Bosco sobre las cosas de su alma».