MAMA MARGARITA
SUEÑO 21 .—AÑO DE 1860.
Era el 25 de noviembre de 1856.
Aquella mañana los jóvenes del Oratorio, apenas levantados, se enteraron de la terrible noticia: ¡Mamá Margarita había muerto! Algunos no lo querían creer. ¡Era una desgracia que les tocaba tan de lleno! ¿Qué podrían hacer sin ella?
San Juan Bosco tenía los ojos enrojecidos. No parecía el mismo... ¡Cuánto debía haber llorado!
Un grupo de jovencitos se acercó al buen Padre. Necesitaba que lo animasen e intentaba animar a los demás. Muchos de aquellos muchachos lloraban. San Juan Bosco dijo algunas palabras de consuelo a los que le rodeaban:
—¡Hemos perdido a nuestra Madre! Pero estoy seguro de que ahora nos ayudará desde el Paraíso. ¡Era una santa! ¡Mi madre era una santa!
«San Juan Bosco —abrumado por el dolor— después de los funerales de su madre, se dirigió a su casa, siendo hospedado por su amigo el canónigo Rosaz, que le había brindado, en tan doloroso trance, el alivio de su compañía. Pero no se detuvo con él más que un día, y al regresar a Turín, continuó rezando fervorosamente y haciendo rezar mucho por el alma de su madre.
De ella hablaba siempre con afecto filial, haciendo resaltar, tanto en público como en privado, sus raras virtudes. Dispuso que uno de sus sacerdotes recogiese los hechos edificantes de su vida y los publicase en su recuerdo, para edificación de todos.
En los últimos años de su vida, aun daba muestras el Santo de lo vivo que se conservaba en su corazón el amor hacia la madre, pues al evocarla lloraba de emoción y los que le asistían de noche recordaban que en sus horas de somnolencia, con frecuencia se le oía llamar a la madre.
Varias veces la vio en sueños; sueños que quedaron profundamente grabados en su mente y que a veces nos solía narrar».
En el mes de agosto de 1860, le pareció encontrarla cerca del Santuario de la Consolata, a lo largo de la cerca del Convento de Santa Ana, en la misma esquina de la calle, mientras él regresaba al Oratorio. Su aspecto era bellísimo.
—¿Cómo? ¿Vos aquí?, —le dijo San Juan Bosco—. Pero ¿no habéis muerto?
—He muerto, pero vivo —replicó Margarita—.
—¿Y es feliz?
—Felicísima.
San Juan Bosco, después de algunas otras cosas, le preguntó si había ido al Paraíso inmediatamente después de su muerte. Margarita respondió que no. Después quiso que le dijese si en el Paraíso estaban algunos jóvenes cuyos nombres le indicó, respondiendo Margarita afirmativamente.
—Y ahora dígame —continuó San Juan Bosco—, ¿qué es lo que goza en el Paraíso?
—Aunque te lo dijese no lo comprenderías.
—Déme al menos una prueba de su felicidad. Hágame siquiera saborear una gota de ella.
Entonces vio a su madre toda resplandeciente, adornada con una preciosa vestidura, con un aspecto de maravillosa majestad y seguida de un coro numeroso. Margarita comenzó a cantar. Su canto de amor de Dios, de una inefable dulzura, inundaba el corazón de dicha elevándolo suavemente a las alturas.
Era una armonía expresada como por millares y millares de voces que hacían incontables modulaciones, desde las más graves y profundas, hasta las más altas y agudas, con una variedad de tonalidades y vibraciones, desde las más fuertes hasta las casi imperceptibles, combinadas con un arte y delicadeza tal que lograban formar un conjunto maravilloso.
San Juan Bosco, al percibir aquellas finísimas melodías, quedó tan embelesado que le pareció estar como fuera de sí, y ya no supo qué decir ni qué preguntar a su madre.
Cuando hubo terminado el canto, Margarita se volvió a su hijo diciéndole:
—Te espero en el Paraíso, porque nosotros dos hemos de estar siempre juntos.
Proferidas éstas palabras, desapareció.