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LOS SUEÑOS DE
SAN JUAN BOSCO

San Juan Bosco

Fuente: Reina del Cielo

PARTE 1 de 3 »

Partes: [ 1 ] [ 2 ] [ 3 ]


1.- La misión futura: «Gran sueño», a la edad de 9 años

2.- Amonestación del Cielo

3.- Mirando hacia el porvenir

4.- El tema mensual

5.- Enfermedad de Antonio Bosco

6.- Sobre la elección de estado

7.- Sacerdote y Sastre

8.- El sueño a los 21 años

9.- La Pastorcilla y el rebaño

10.- El porvenir del Oratorio

11.- Los Mártires de Turín

12.- Suerte de dos jóvenes que abandonan el Oratorio

13.- Entrevista con Comollo y precio de un Cáliz

14.- El emparrado

15.- Encuentro con Carlos Alberto

16.- El porvenir de Cagliero

17.- El globo de fuego

18.- Grandes funerales en la corte, parte a

18.- Grandes funerales en la corte, parte b

19.- Las 22 lunas

20.- La rueda de la fortuna

21.- Mamá Margarita

22.- Los panes

23.- La marmotita

24.- El gigante fatal

25.- Documentos comprometedores

26.- Las catorce mesas

27.- Sobre el estado de las conciencias

28.- Mortal amenaza

29.- Un paseo al Paraíso

29.- Un paseo al Paraíso, parte b

29.- Un paseo al Paraíso, parte c

29.- Un paseo al Paraíso, parte c

30.- La linterna mágica, parte a

30.- La linterna mágica, parte b

30.- La linterna mágica, parte c

30.- La linterna mágica, parte d

31.- Las dos casas

32.- Las dos pinos

33.- El pañuelo de la virgen

34.- Las distracciones de la iglesia

35.- Los jugadores

36.- Predicción de una muerte, parte I

36.- Predicción de una muerte, parte II

37.- Las dos columnas

38.- El sacrilegio

39.- El caballo rojo

40.- La serpiente y el Ave María

41.- Los colaboradores de Don Bosco

42.- Asistencia a un niño muribundo

43.- El elefante blanco

44.- El bolso de la virgen

45.- Una muerte profetizada

46.- El foso y la serpiente

47.- Los cuervos y los niños

48.- Las diez colinas, parte a

48.- Las diez colinas, parte b

49.- La viña, parte a

49.- La viña, parte b


LA LINTERNA MÁGICA

SUEÑO 30.—AÑO DE 1861 PARTE II

En la noche del tres de mayo el [Santo] proseguía su relato.

A través de aquel cristal pudo ver la vocación de cada uno de sus alumnos. En esta ocasión fue conciso y categórico en sus palabras. No dio nombre alguno, dejando para otra ocasión las preguntas que hizo a su guía y las explicaciones que oyó de labios de este en relación con ciertos símbolos y alegorías que habían desfilado ante su vista.

El clérigo Ruffino nos legó algunos nombres sirviéndose de las confidencias que le hicieran algunos de los mismos jóvenes a quienes [San] Juan Don Bosco había dicho lo que sobre ellos había visto en el sueño, dejando constancia de ello. Dicha nota llevaba fecha de 1861.

Nosotros entretanto continúa Don Lemoynepara mayor claridad en la exposición y para evitar demasiadas repeticiones, formaremos un todo único, introduciendo en el relato los nombres omitidos y las explicaciones consiguientes; pero éstas, en la mayoría de los casos, no serán presentadas en forma dialogada. Con todo seremos exactos, citando literalmente cuanto escribió el cronista.

[San] Juan Don Bosco, pues, comenzó a decir:

El desconocido continuaba junto al aparato de la rueda y de la lente. Yo me sentía muy contento por haber visto a tantos jovencitos que vendrían a vivir con nosotros, cuando me fue dicho:

—¿Quieres contemplar algo más hermoso?

—Sí, sí, veamos.

—¡Da una vuelta a la rueda!

Así lo hice, mirando después a través de la lente. Vi a todos mis jóvenes divididos en numerosos grupos, algo distante los unos de los otros y ocupando una amplia extensión. Hacia una parte divisé un terreno sembrado de legumbres y hortalizas y cubierto en parte de pastos, en cuyos linderos crecían algunas hileras de vides silvestres. En dicho campo, los jóvenes de uno de los grupos trabajaban la tierra empleando azadas, palas, bieldos de dos puntas, picos y rastrillos. Estaban además divididos en cuadrillas que tenían sus respectivos jefes.

Les presidía el Caballero Oreglia de Sara Esteban, el cual distribuía entre ellos herramientas de labor de toda suerte y obligaba a trabajar a los que no tenían ganas de hacerlo. A lo lejos, al fondo de aquel terreno, vi a algunos jóvenes arrojando la simiente a la tierra.

El segundo grupo se encontraba en la otra parte, en un extenso campo de trigo cubierto de doradas espigas. Un largo foso servía de lindero entre este y los demás campos cultivados que se veían por doquier y cuyos límites se perdían en el horizonte lejano. Los jóvenes que trabajaban en él se dedicaban a recoger las mieses, pero no todos realizaban la misma labor. Unos segaban y hacían grandes gavillas; otros las amontonaban; quiénes espigaban, quién conducía un carro; este trillaba, aquél arreglaba las hoces, el otro las distribuía, el de más allá tocaba la guitarra. Les aseguro que era un hermoso es­pectáculo de sorprendente variedad.

En aquel campo, a la sombra de añosos árboles, se veían nume­rosas mesas con el alimento necesario para toda aquella gente; y más allá, a poca distancia, un amplio y magnífico jardín cercado, de abundante sombra y cubierto de macizos de las más bellas y variadas flores.

La separación entre los que labraban la tierra y los segadores representaba a los que abrazan el estado eclesiástico y a los que no siguen esta vocación. Yo, con todo, no entendía aquel misterio y volviéndome a mi guía, le dije:                                 

—¿Qué significa esto? ¿Quiénes son los que cavan?

—¿Aún no lo entiendes?, —me replicó)—. Los que cavan son los que trabajan solamente para sí mismos, esto es, los que no son llamados al estado eclesiástico sino al laical.

Y  entonces comprendí inmediatamente que aquellos trabajado­res eran los artesanos, a los cuales en su estado, les basta pensar en la salvación de la propia alma, sin que tengan especial obligación de dedicarse a la de los demás.

—¿Y los segadores que se encuentran en la otra parte del campo?—, repliqué.

Y  pronto supe que eran los llamados al estado eclesiástico, de forma que ahora sabría decir quién se hará sacerdote y quién segui­rá otra carrera.

Mientras contemplaba yo con verdadera curiosidad aquel campo de trigo, vi que Provera distribuía las hoces entre los segadores, lo que significaba que podría llegar a ser Rector de un Seminario o Director de una Comunidad religiosa o de una casa de estudios o algo más. Ha de notarse que no todos los que trabajaban recibían la hoz de sus manos, ya que los que acudían a él eran solamente los que formarían parte de nuestra Congregación; los demás la recibían de otros distribuidores que no eran de los nuestros, lo que quería indicar que estos últimos se harían sacerdotes, pero para dedicarse al Sagrado Ministerio fuera del Oratorio. La hoz es símbolo de la palabra de Dios.

Provera no entregaba la hoz inmediatamente a quienes se la pe­dían. A algunos les ordenaba que fuesen antes a comer; y, en efecto, estos iban a tomar un bocado aquí y allá: símbolo de la piedad y del estudio.

A Santiago Rossi le mandó que fuese a tomar un bocado. Aquellos a quienes se les daba esta orden se dirigían a un bosquecillo donde estaba el clérigo Durando muy ocupado, entre otras cosas, preparando las mesas para los segadores y dándoles de comer. Esta ocupación indicaba a los destinados de una manera especial a promover la devoción al Santísimo Sacramento.

Mateo Calliano era el encargado de dar de beber a los segadores.

Costamagna segundo se presentó también pidiendo una hoz, pero Provera lo mandó al jardín por dos flores. Lo mismo sucedió a Quattróccolo. A Rebuffo se le ordenó que fuese por tres flores, pro­metiéndosele, en cambio, que después se le entregaría la hoz. También estaba allí Olivero.

Entre tanto los jóvenes se habían desparramado por entre las es­pigas. Muchos estaban alineados; otros, delante de un cantero ancho; algunos, junto a otro más estrecho. Don Ciattino, párroco de Maretto, segaba con la hoz que le había entregado Provera. Lo mismo hacían Francesia y Vibert, Perucati, Merlone, Momo, Garino, Iarach, los cuales habrían de dedicarse a la salvación de las almas mediante el ministerio de la predicación, si correspondían a su vocación.

Quiénes segaban más, quiénes menos. Bondioni trabajaba desesperadamente, pero nada violento puede ser de mucha duración. Otros manejaban las hoces con todas sus fuerzas, sin lograr cortar la mies. Vascheti empuñó una hoz y comenzó a segar hasta que se salió fuera del campo yéndose a trabajar a otra parte. A otros varios les sucedió lo mismo. Entre los que segaban había muchos que no tenían la hoz afilada; a algunas hoces les faltaba la punta. Algunos las tenían tan gastadas que al querer emplearlas destrozaban y estropeaban la mies.

A Domingo Ruffino se le encargó de segar un bancal muy ancho; su hoz cortaba muy bien, pero le faltaba la punta, símbolo de la humildad: era el deseo de ocupar el grado más elevado entre los iguales. Acudió a Francisco Cerrutti para que se la arreglara. En efecto, vi a Cerrutti arreglando algunas hoces; señal de que debía de inculcar en los corazones ciencia y piedad, lo que quería decir que sería enseñante, por eso se le veía manejar diestramente el martillo. Golpear con esta herramienta quería decir dedicarse a la enseñanza del clero. Provera le presentaba las hoces estropeadas. Don Ronchetti y otros recibían las que necesitaban ser afiladas, pues se dedicaban a esto.

El oficio de afilar representaba a los que se encargaban de formar al clero en la piedad. Viale fue a coger una hoz que no estaba afilada, pero Provera le dio otra que acababa de ser pasada por la piedra. Vi también a un herrero preparando las herramientas de metal empleadas en la agricultura: era Costanzo.

Mientras todos se entregaban con ardor, cada uno a su trabajo, Fusero hacía las gavillas, lo que indicaba la conservación de las conciencias en la gracia de Dios; pero, detallando aún más y viendo en las gavillas representados a los simples fieles, no destinados al estado religioso, se sobrentendía que ocuparía en el porvenir un puesto de enseñante en la instrucción de los clérigos.

Había algunos que le ayudaban a atar las gavillas y recuerdo haber visto entre otros a Don Turchi y a Ghivarello. Esto representa a los destinados a poner orden en las conciencias, especialmente mediante la práctica del ministerio de la Confesión, entre los adeptos o aspirantes al estado eclesiástico.

Otros transportaban gavillas en un carro, símbolo de la gracia de Dios. Los pecadores convertidos han de montar en este carro para seguir la recta vía de la salvación, que tiene como término el cielo.

El carro comenzó a moverse cuando estuvo completamente cargado de gavillas. Tiraban de él, no los jóvenes, sino dos bueyes, símbolo de la fuerza o esfuerzo perseverante. Algunos iban conduciéndolo. Delante de todos ellos [Beato] Miguel Don Rúa, que era el que guiaba, lo que quiere decir que su misión sería dirigir las almas hacia el cielo. Don Savio seguía detrás con una escoba recogiendo las espigas y las gavillas que se caían.

Esparcidos por el campo estaban los espigadores, entre los cuales Juan Bonetti y José Bongiovanni; esto es: los que atendían a los pecadores obstinados. Bonetti especialmente está designado por el Señor para buscar a los desgraciados que han escapado de la hoz de los segadores.

Fusero y Anfossi amontonaban gavillas en el campo, para que fuesen trilladas a su debido tiempo: esto tal vez quería decir que a su debido tiempo desempeñarían alguna cátedra.

Otros, como Don Alasonatti, ataban las gavillas, representación de los que administran el dinero, vigilan para que se cumplan las reglas; enseñan las oraciones y el canto sagrado, cooperando, en suma, moral y materialmente, a encaminar a las almas hacia la meta de la salvación.

Un espacio de terreno estaba preparado como para trillar las gavillas en él. Don Juan Cagliero, que se había dirigido al jardín en busca de algunas flores, las distribuía entre los compañeros y él con un ramito en la mano se encaminó hacia la era para comenzar la faena. Esta labor simboliza a los destinados por Dios para la instrucción del pueblo llano.

A lo lejos se divisaban algunas negras humaredas que levantaban sus penachos al cielo. Era el efecto de la labor de los que recogían los rastrojos y sacándolos fuera del campo sembrado de espigas, los amontonaban y les prendían fuego. Esto simboliza a los destinados a separar a los buenos de los malos, labor reservada a los directores de nuestras futuras casas. Entre éstos estaban Don Francisco Cerrutti, Tamietti, Domingo Belmonte, Pablo Albera y otros que actual­mente cursan sus primeros estudios, siendo aún muy jóvenes.

Todas las escenas anteriormente descritas se desarrollaban al mismo tiempo. Entre aquella multitud de jóvenes vi a algunos que llevaban unas antorchas encendidas para alumbrar a los demás a pesar de que era pleno mediodía. Eran los que habían de servir de ejemplo a los demás obreros del Evangelio, iluminando al clero con su conducta. Entre ellos estaba Pablo Albera, el cual, además de llevar la antorcha, tocaba también la guitarra, indicio de que indicaría el camino a seguir a los sacerdotes animándoles al cumplimiento de su misión. Se aludía a algún otro cargo que ocuparía en la Iglesia.

Mas, en medio de tanto movimiento, no todos los jóvenes al al­cance de mi vista se ocupaban de algún trabajo. Uno de ellos tenía una pistola en la mano, esto es, tenía vocación de militar, pero aún no se había decidido a seguirla.

Algunos otros, con las manos en la cintura, observaban a los segadores, dispuestos a seguir su ejemplo; otros parecían indecisos, pero al considerar la dureza del trabajo, no se resolvían a empuñar la hoz. No faltaban tampoco quienes acudían presurosos a la faena. Algunos, al llegar el momento de tener que comenzar a segar, permanecían ociosos; otros empuñaban la hoz al revés, entre ellos Molino: símbolo de los que hacen lo contrario de lo que deben hacer. Muchísimos se alejaban para coger uvas silvestres, representando a los que pierden el tiempo en cosas extrañas a su ministerio.

Mientras yo contemplaba lo que sucedía en el campo del trigo, vi un grupo de jóvenes cavando la tierra; ofrecían un espectáculo singular. La mayor parte de aquellos muchachos trabajaba con singular interés, mas tampoco faltaban los negligentes. Algunos manejaban la azada al revés; otros golpeaban la tierra, pero la herramienta no penetraba en ella; no faltaban quienes a cada azadonada se les salía el hierro del mango. El mango representa la rectitud de intención.

Observé entonces que algunos que al presente son artesanos, estaban en el campo de los que segaban, y, en cambio, otros que ahora son estudiantes se encontraban entre los que cavaban la tierra. Intenté tomar nota de cuanto veía, pero mi intérprete me mostraba siempre el cuaderno y no me permitía escribir.

Al mismo tiempo vi también a muchos jóvenes que estaban sin hacer nada, no sabían resolverse a ponerse a segar o a cavar la tierra.

Los dos Dalmazzo, Primo Ganglio y Monasterolo con otros muchos, estaban mirando, pero ya habían tomado una decisión.

También me di cuenta de que algunos, saliendo del grupo de los cavadores, mostraban deseos de ir a segar. Uno corrió al campo de trigo tan decidido que no se preocupó antes de adquirir una hoz. Avergonzado de aquel necio proceder, volvió atrás para pedirla. El que las distribuía no quería dársela y el tal le urgía para que se la proporcionase.

—Aún no es tiempo— le respondió el distribuidor.

—Sí que lo es, dámela.

—No; ve antes a coger dos flores del jardín.

—¡Ah!, —exclamó el solicitante encogiéndose de hombros—; iré a coger todas las flores que quieras.

—No, solamente dos.

Se dirigió seguidamente al jardín, pero al llegar a él se dio cuenta de que no había preguntado qué flores eran las que tenía que coger, y se apresuró a desandar él camino.

—Has de cortar —le dijeron— la flor de la caridad y la flor de la humildad.

—Ya las tengo.

—Eso es lo que te dice tu presunción, pero en realidad no las tienes.

Y aquel joven se revolvía en un acceso de cólera y daba saltos impulsado por la ira que le dominaba.

—No es este el momento más oportuno par enfadarse de esa manera —le dijo el distribuidor—, negándose resueltamente a entregarte la herramienta que le había pedido. Ante tal actitud, el infeliz se mordía los puños de rabia.

Al contemplar semejante espectáculo, aparté la vista de la lente a través de la cual había contemplado tantas cosas, sintiéndome lleno de emoción por las aplicaciones morales que me había sugerido mi amigo.
Quise rogarle aún que me diera algunas explicaciones más y él añadió:

—El campo sembrado de trigo representa a la Iglesia: la mies es el fruto de la cosecha; la hoz es el símbolo de los medios empleados para conseguir dicho fruto, sobre todo la palabra de Dios; la hoz sin punta representa la falta de piedad, y sin filo la carencia de humildad; salirse del campo mientras se siega, quiere decir abandonar el Oratorio o la Pía Sociedad.

[Contínua parte II]

 

   

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