EL PAÑUELO DE LA VIRGEN
SUEÑO 33.—AÑO DE 1861.
En la noche del 18 de junio, [San] Juan Don Bosco contó a los jóvenes la siguiente historia o sueño, como lo definió en otra ocasión. Su forma de narrar era siempre tal que bien pudo decir el clérigo Ruffino al recordarla lo que Baruch de las visiones de San Jeremías: «Pronunciaba con la boca estas palabras como si las estuviese leyendo y yo las escribía en el libro con la tinta» (Baruch XXXVI).
[San] Juan Don Bosco, pues, habló así:
«Era la noche del 14 al 15 de junio. Después que me hube acostado, apenas había comenzado a dormirme, siento un gran golpe en la cabecera, algo así como si alguien diese en ella con un bastón. Me incorporé rápidamente y me acordé de seguida del rayo; miré hacia una y otra parte y nada vi. Por eso, persuadido de que había sido una ilusión y de que nada había de real en todo aquello, volví a acostarme.
Pero apenas había comenzado a conciliar el sueño cuando, he aquí que el ruido de un segundo golpe hiere mis oídos despertándome de nuevo. Me incorporo otra vez, bajo del lecho, busco, observo debajo de la cama y de la mesa de trabajo, escudriño los rincones de la habitación; pero nada vi.
Entonces, me puse en las manos del Señor, tomé agua bendita y me volví a acostar. Fue entonces cuando mi imaginación, yendo de una parte a otra, vio lo que ahora os voy a contar.
Me pareció encontrarme en el pulpito de nuestra iglesia dispuesto a comenzar una plática. Los jóvenes estaban todos sentados en sus sitios con la mirada fija en mí, esperando con toda atención que yo les hablase. Mas yo no sabía de qué tema tratar o cómo comenzar el sermón. Por más esfuerzos de memoria que hacía, esta permanecía en un estado de completa pasividad.
Así estuve por espacio de un poco de tiempo, confundido y angustiado, no habiéndome ocurrido cosa semejante en tantos años de predicación. Mas, he aquí que poco después veo la iglesia convertida en un gran valle. Yo buscaba con la vista los muros de la misma y no los veía como tampoco a ningún joven. Yo estaba fuera de mí por la admiración, sin saberme explicar aquel cambio de escena.
—Pero ¿qué significa todo esto?, —me dije a mí mismo—. Hace un momento estaba en el pulpito y ahora me encuentro en este valle. ¿Es que sueño? ¿Qué hago?
Entonces me decidí a caminar por aquel valle. Mientras lo recorría busqué a alguien a quien manifestarle mi extrañeza y pedirle al mismo tiempo alguna explicación. Pronto vi ante mí un hermoso palacio con grandes balcones y amplias terrazas o como se quieran llamar, que formaban un conjunto admirable. Delante del palacio se extendía una plaza.
En un ángulo de ella, a la derecha, descubrí un gran número de jóvenes agrupados, los cuales rodeaban a una Señora que estaba entregando un pañuelo a cada uno de ellos.
Aquellos jóvenes, después de recibir el pañuelo subían y se disponían en fila uno detrás de otro en la terraza que estaba cercada por una balaustrada.
Yo también me acerqué a la Señora y pude oír que en el momento de entregar los pañuelos, decía a todos y a cada uno de los jóvenes estas palabras:
—No lo abran cuando sople el viento, y si este los sorprende mientras lo están extendiendo, vuélvanse inmediatamente hacia la derecha, nunca a la izquierda.
Yo observaba a todos aquellos jóvenes, pero por el momento no conocí a ninguno. Terminada la distribución de los pañuelos, cuando todos los muchachos estuvieron en la terraza, formaron unos detrás de otros una larga fila, permaneciendo derechos sin decir una palabra.
Yo continué observando y vi a un joven que comenzaba a sacar su pañuelo extendiéndolo; después comprobé cómo también los demás jóvenes iban sacando poco a poco los suyos y los desdoblaban, hasta que todos tuvieron el pañuelo extendido.
Eran los pañuelos muy anchos, bordados en oro con unas labores de elevadísimo precio y se leían en ellos estas palabras, también bordadas en oro: Regina virtutum.
Cuando he aquí que del septentrión, esto es, de la izquierda, comenzó a soplar suavemente un poco de aire, que fue arreciando cada vez más hasta convertirse en un viento impetuoso. Apenas comenzó a soplar este viento, vi que algunos jóvenes doblaban el pañuelo y lo guardaban; otros se volvían del lado derecho.
Pero una parte permaneció impasible con el pañuelo desplegado. Cuando el viento se hizo más impetuoso comenzó a aparecer y a extenderse una nube que pronto cubrió todo el cielo. Seguidamente se desencadenó un furioso temporal, oyéndose el fragoroso rodar del trueno; después comenzó a caer granizo, a llover y finalmente a nevar.
Entretanto, muchos jóvenes permanecían con el pañuelo extendido, y el granizo, cayendo sobre él, lo agujereaba traspasándolo de parte a parte; el mismo efecto producía la lluvia, cuyas gotas parecía que tuviesen punta; el mismo daño causaban los copos de nieve. En un momento todos aquellos pañuelos quedaron estropeados y acribillados perdiendo toda su hermosura.
Este hecho despertó en mí tal estupor que no sabía qué explicación dar a lo que había visto. Lo peor fue que habiéndome acercado a aquellos jóvenes a los cuales no había conocido antes, ahora, al mirarlos con mayor atención, los reconocí a todos distintamente. Eran mis jóvenes del Oratorio. Aproximándome aún más, les pregunté:
—¿Qué haces tú aquí? ¿Eres tú fulano?
—Sí, aquí estoy. Mire, también está fulano, y el otro y el otro.
Fui entonces adonde estaba la Señora que distribuía los pañuelos; cerca de Ella había algunos hombres a los cuales dije:
—¿Qué significa todo esto?
La Señora, volviéndose a mí, me contestó:
—¿No leíste lo que estaba escrito en aquellos pañuelos?
—Sí: Regina virtutem.
—¿No sabes por qué?
—Sí que lo sé.
—Pues bien, aquéllos jóvenes expusieron la virtud de la pureza al viento de las tentaciones. Los primeros, apenas se dieron cuenta del peligro huyeron, son los que guardaron el pañuelo; otros, sorprendidos y no habiendo tenido tiempo de guardarlo, se volvieron a la derecha; son los que en el peligro recurren al Señor volviendo la espalda al enemigo. Otros, permanecieron con el pañuelo extendido ante el ímpetu de la tentación que les hizo caer en el pecado.
Ante semejante espectáculo me sentí profundamente abatido y estaba para dejarme llevar de la desesperación al comprobar cuan pocos eran los que habían conservado la bella virtud, cuando prorrumpí en un doloroso llanto.
Después de haberme serenado un tanto, proseguí:
—Pero ¿cómo es que los pañuelos fueron agujereados no sólo por la tempestad, sino también por la lluvia y por la nieve? ¿Las gotas de agua y los copos de nieve no indican acaso los pecados pequeños, o sea, las faltas veniales?
—Pero ¿no sabes que en esto non datur parvitas materiae? Con todo, no te aflijas tanto, ven a ver.
Uno de aquellos hombres avanzó entonces hacia el balcón, hizo una señal con la mano a los jóvenes y gritó:
—¡A la derecha!
Casi todos los muchachos se volvieron a la derecha, pero algunos no se movieron de su sitio y su pañuelo terminó por quedar completamente destrozado. Entonces vi el pañuelo de los que se habían vuelto hacia la derecha disminuir de tamaño, con zurcidos y remiendos, pero sin agujero alguno. Con todo, estaban en tan deplorable estado que daba compasión el verlos; habían perdido su forma regular. Unos medían tres palmos, otros dos, otros uno.
La Señora añadió:
—Estos son los que tuvieron la desgracia de perder la bella virtud, pero remedian sus caídas con la confesión. Los que no se movieron son los que continúan en pecado y, tal vez, tal vez, caminan irremediablemente a su perdición.
Al fin, dijo: Nemini dicito, sed tantum ádmone.
La desgracia a que alude [San] Juan Don Bosco en el sueño es el rayo que cayó en el dormitorio de San Luis del Oratorio, en el que descansaban unos sesenta jóvenes artesanos, en la noche del 15 de mayo de 1851.