PREDICCIÓN DE UNA MUERTE
SUEÑO 36.—AÑO DE 1862. PARTE I
Escribe Don Bonetti:
«El 21 de marzo por la noche, [San] Juan Don Bosco subió a su pequeña tribuna para dar las buenas noches a los jóvenes. Después de hacer una breve pausa, como para tomar aliento, comenzó:
Tengo que contarles un sueño. Figúrense la hora del recreo en el Oratorio en la que se oyen animadísimos gritos de júbilo por todas partes. Me parecía estar apoyado en la ventana de mi habitación observando a mis jóvenes, que iban y venían por el patio y se divertían alegremente jugando, corriendo y saltando.
Cuando de pronto oí un gran estrépito a la entrada de la portería y dirigiendo allá la mirada vi entrar en el patio a un personaje, de elevada estatura, de frente espaciosa, con los ojos extrañamente hundidos, larga barba y unos cabellos también blancos y ralos que desde la cabeza calva le caían sobre los hombros.
Apareció envuelto además en un lienzo fúnebre que apretaba contra el cuerpo con la mano izquierda, mientras que en la derecha llevaba una antorcha de una llama de un color azul oscuro. Este personaje caminaba lentamente, con gravedad. A veces se detenía y con la cabeza y el cuerpo inclinado miraba a su alrededor como si buscase algo que se le hubiese perdido.
En esta actitud recorrió el patio dando algunas vueltas y pasando por entre los jóvenes que continuaban su recreo.
Yo me encontraba estupefacto, pues no sabía quién fuese, por lo que no le quitaba la vista de encima.
Al llegar al sitio por donde ahora se entra en el taller de carpintería, se detuvo delante de un joven que estaba para lanzarse contra otro del bando contrario de la partida de marro y extendiendo su largo brazo acercó la tea a la cara del muchacho.
—Este es— dijo, e inclinó y levantó dos o tres veces la cabeza.
Sin más, lo detuvo en aquel ángulo y le presentó un papelito que sacó de entre los pliegues del manto.
El joven tomó el billetito, lo desdobló y comenzó a leer mientras cambiaba de color, quedándose completamente pálido y preguntando seguidamente:
—¿Cuándo? ¿Pronto o tarde?
Y el viejo, con voz sepulcral, le replicó:
—Ven. Ya ha sonado la hora para ti.
—¿Puedo al menos continuar el juego?
—Aun durante el juego puedes ser sorprendido.
Con esto aludía a una muerte repentina.
Tal joven temblaba, quería hablar, excusarse, pero no podía.
Entonces el espectro, dejando caer una punta de su manto, señaló con la mano izquierda el pórtico.
—¿Ves allí? —dijo al joven—. Aquel ataúd es para ti. Pronto, ven.
Se veía la caja mortuoria colocada en el centro del portal que da entrada a la huerta.
—No estoy preparado; soy aún demasiado joven— gritaba el muchacho.
Pero el otro, sin proferir una palabra más, salió de prisa del Oratorio, de forma más precipitada de la que había entrado.
Cuando se ausentó el espectro y mientras pensaba yo quién pudiera ser, me desperté».
«De lo que les acabo de decir pueden deducir que uno de vosotros debe prepararse, porque el Señor le llamará muy pronto a la eternidad.
Yo, que contemplé aquella escena, sé quién es, pues lo vi cuando el espectro le presentó el papelito; está aquí presente, escuchándome, pero no diré su nombre a nadie hasta que haya muerto.
Con todo, haré cuanto esté de mi parte para prepararlo a bien morir. Ahora que cada uno reflexione, pues a lo mejor mientras se va repitiendo: tal vez sea fulano, le podría tocara quien esto dice.
Yo les he dicho ya las cosas tales y como son, pues de no haberlo hecho, el Señor podría pedirme cuenta el día de mañana diciéndome:
—¡Perro! ¿Por qué no ladraste a su tiempo? Que cada uno piense en ponerse bien con Dios especialmente en estos tres días que restan para la Novena de la Anunciata.
Hagamos con este fin oraciones especiales y que cada uno, en éste tiempo, rece al menos una Salve a María Santísima, por el que tiene que morir. Así al partir de esta vida se encontrará con algunos centenares de Salves que le serán de gran provecho».
Al bajar de su tribuna, algunos jóvenes le preguntaron privadamente más detalles sobre el sueño que acababa de referir, rogándole que, ya que no quería decir el nombre del que había de morir, al menos indicase si la muerte anunciada sería pronto o tarde. El siervo de Dios contestó que tal vez no pasarían dos solemnidades que comenzasen con P sin que aquel vaticinio se cumpliese.
—Podría suceder —dijo— que no pasasen ni siquiera una y que el tal muriese dentro de dos o tres semanas.
Este relato hizo estremecer a todos, pues cada uno temía ser el jovencito indicado en el sueño.
Como en otras ocasiones, la narración de [San] Juan Don Bosco causó un gran bien y como cada uno pensaba en sus asuntos, desde el día siguiente las confesiones comenzaron a ser más numerosas que de costumbre; muchos jóvenes durante varios días asediaron a [San] Juan Don Bosco preguntándole por cuenta propia, si eran ellos los que debían morir en breve.
Insistentes fueron las preguntas, pero el buen padre cambiaba de conversación y nada decía sobre el particular.
Dos ideas quedaron fijas en la mente de todos, a saber: que la muerte sería repentina; que la predicción se verificaría antes de que se celebraran dos solemnidades que comenzaran por P, esto es: Pascua y Pentecostés. La primera caía aquel año el 20 de abril.
La expectación en el Oratorio era enorme cuando el 16 de abril —continúa la Crónica de Don Bonetti— moría en su casa el joven Luis Fornasio.
Hay algunas cosas que notar a este respecto.
Cuando [San] Juan Don Bosco dijo que uno había de morir, este joven que en un principio no era de mala conducta, comenzó a vivir como un verdadero modelo.
En los primeros días le pidió a [San] Juan Don Bosco le permitiera hacer su confesión general. El siervo de Dios no quería acceder porque la había hecho ya una vez, pero como el muchacho insistió, el buen padre determinó complacerlo.
La hizo dos o tres veces. El mismo día que pidió este favor o en la misma fecha en que comenzó su confesión, empezó a sentirse mal.
Permaneció unos días en el Oratorio algo molesto. Habiendo venido dos de sus hermanos a visitarlo y enterados de su malestar, pidieron a [San] Juan Don Bosco que dejara a Luis ir a casa durante algún tiempo.
[San] Juan Don Bosco concedió el permiso.
Aquel mismo día o el día anterior, Fornasio había terminado de hacer su confesión general, recibiendo la Sagrada Comunión.
Fue a su casa, estuvo unos días levantado, pero después guardó cama.
La gravedad del mal se acentuó atacándole a la cabeza, privándole de la razón y del uso de la palabra, de forma que ya no pudo ni confesar ni comulgar más.
[San] Juan Don Bosco fue a Borgaro a visitarlo; Fornasio lo reconoció, quería hablarle pero no podía, siendo tal el sentimiento que se apoderó de él que comenzó a llorar y con él toda la familia. Al día siguiente moría.
Al saberse en el Oratorio la noticia de este fallecimiento, varios clérigos preguntaron a [San] Juan Don Bosco si Fornasio era el joven que había visto en el sueño recibiendo el papelito de manos del espectro, y el siervo de Dios dio a entender que no era él.
Con todo, muchos estaban convencidos de que la profecía se había cumplido en la persona de Fornasio.
Aquella misma noche del 16 de abril, [San] Juan Don Bosco dio a conocer a los alumnos la triste noticia, describiendo la muerte de Luis Fomasio haciendo observar, al mismo tiempo, que aquel acontecimiento daba a todos una gran lección.
—El que tiene tiempo que no aguarde a más adelante. No nos dejemos engañar por el demonio con la esperanza de ajustar las cosas de nuestra alma en punto de muerte.
Como le preguntaran públicamente si Fornasio era el que debía morir, respondió que por entonces no quería decir nada. Añadió, sin embargo, que era costumbre en el Oratorio que los jóvenes muriesen de dos en dos y que uno llamase al otro, que por eso todos debían estar en guardia poniendo en práctica el aviso del Señor de estar preparados: Estote parati quia qua hora non putatis Filius hominis veniet.
Al bajar de la tribuna dijo claramente a algún sacerdote y a un clérigo, que no era Farnasio quien en el sueño había recibido el billetito de manos del espectro.
El 17 de abril, durante el recreo después del almuerzo, [San] Juan Don Bosco se encontraba en el patio rodeado de cierto número de jóvenes, los cuales le preguntaron con interés:
—Díganos el nombre del que tiene que morir.
El siervo de Dios sonriendo hizo señal con la cabeza de que no lo diría, pero los jóvenes insistieron.
—Si no nos lo quiere decir a nosotros, dígaselo al menos a [Beato] Miguel Don Rúa.
[San] Juan Don Bosco seguía resistiéndose.
—Díganos al menos la inicial del nombre— presionaban algunos.
—¿Quieren saberlo? —dijo al fin—. Pues se los diré: El que recibió el papelito de manos del personaje tiene un nombre que comienza con la misma letra que el nombre de María.
Lo que [San] Juan Don Bosco acababa de decir no tardó en saberse en toda la casa.
Los jóvenes pretendían esclarecer el misterio, mas era cosa difícil, pues había más de treinta alumnos cuyo apellido comenzaba por M. No faltaron, sin embargo, los espíritus desconfiados. Había en casa un enfermo gravé llamado Luis Marchisio, de cuya curación se dudaba mucho; y, en efecto, el 18 de abril fue llevado a casa de sus familiares.
Algunos, sospechando que [San] Juan Don Bosco aludiese a Marchisio, decían: —Si es Marchisio, también yo sabría adivinar que uno tiene que morir y que su nombre comienza por la misma letra que el nombre de María.
[Contínua parte II]