| Autor: Pedro García, Misionero Claretiano  | Fuente: catholic.net 
          Que nunca nos falte María
  Una hermosa canción a la Virgen empieza con estas palabras: 
 "Tú eres, María, la Madre de Dios; Tú eres la Madre que Cristo nos dio..."
 
 Palabras tan sencillas, que las dice un niño. Palabras tan profundas, que no  las sobrepasa el mayor teólogo.
 
 No se puede decir nada más de la Virgen, ni tampoco se puede decir menos. Esas  palabras resumen y nos dan todo lo que se ha dicho, se dice y se puede decir de  María. María es totalmente Madre: Madre de Dios y Madre nuestra.
 
 En los designios de Dios, Jesucristo fue la primera idea que Dios tuvo en la  creación. Todo lo hizo en orden a su Hijo, que un día se haría hombre.
 
 Jesucristo, ¿sería hombre verdadero? ¿no iba a ser un engaño? ¿tenía que ser  hermano nuestro?...
 
 Entonces, tenía que tener nuestra misma naturaleza. Tenía que ser un  descendiente de Adán. Tenía que nacer de una mujer. Y María fue la elegida para  ser la Madre del Dios hecho hombre.
 
 ¡Y cómo se quiso lucir Dios en su Madre! ¡Cómo se la preparó! ¡Cómo la preservó  de toda mancha de pecado! ¡Cómo la quiso siempre Virgen, para no compartir con  nadie su paternidad divina! La hizo totalmente pura, totalmente hermosa,  totalmente agraciada. La hizo --es palabra de Dios en el Evangelio-- la llena  de gracia, la bendita entre todas las mujeres.
 
 Pero Dios hizo algo más en María. Al hacerla Madre suya, María se convirtió  también en Madre de todos los redimidos, en la Madre espiritual de todos los  hombres. ¿Cómo es esto?...
 
 Jesús, en el momento supremo de la Redención, en el Calvario, la proclama sin  atenuantes Madre nuestra.
 - Mujer, ahí tienes a tu hijo. Y tú, Juan, ahí tienes a tu madre.
 
 Para entender el pensamiento de Jesús, vamos nosotros ahora a hacerle a hablar  a Él desde la cruz en que está agonizando. Que nos explique su intención. Y  oímos que dice a su Madre:
 
 - ¡Mujer! ¡María! ¡Madre! Tú no tienes más que un hijo, yo, tu Jesús. Pero yo,  tu Jesús, no soy una cabeza sin miembros. Soy un Jesús entero. Soy la cabeza y  soy todos mis miembros. Estos miembros míos son la multitud de hombres y de  mujeres que yo he conquistado con mi sangre. Si yo soy tu Hijo, tu Jesús,  también tú eres entonces la Madre de todos ellos, porque yo y ellos no somos  más que un Jesús, uno solo, el que tú concebiste en tus entrañas: a mí me  llevaste físicamente; a ellos, espiritualmente, porque ellos y yo somos el  único Jesús, tu Jesús.
 
 La Iglesia de Jesucristo ha creído siempre esto, y esto es lo que sentimos nosotros.  ¡Somos hijos de María, porque somos un solo Cristo con Jesús!... Y María,  entonces, es intercesora nuestra ante Jesucristo y ante el Padre. Es Abogada  nuestra. Porque nos ama con Corazón de Madre.
 
 María, por otra parte, siendo Ella también una redimida por Jesucristo, aunque  de una manera tan singular, ha sido ya glorificada plenamente en el Cielo,  hecha por Dios el Modelo de la Iglesia en la peregrinación de la fe, e Imagen  de nuestra glorificación final.
 
 María va a ocupar un lugar muy distinguido en nuestros mensajes, nacidos del  amor y que nos llevarán al amor de nuestra Madre, a la que decimos ya desde  ahora:
 - Quiero cantarte María, - como canta el ruiseñor. - Tú, adivina en cada nota -  el latir del corazón.
 
 Al fin y al cabo, no vamos a hacer sino cumplir la profecía y el encargo del  Evangelio, de llamarla ¡Dichosa!, porque, como dijo Ella inspirada por el  Espíritu, todas las gentes me llamarán bienaventurada.
 
 La devoción a María ha sido considerada siempre en la Iglesia como una señal  segura de salvación.
 No se equivoca ciertamente la piedad cristiana cuando piensa así.
 
 Porque nunca se pierde nadie que se ve estrechado por los brazos de la madre.
 
 Eso de que Jesús nos entregara a María como hijos cuando Él pendía de la cruz,  no era un gesto vacío de significado. Si Jesús nos la daba por Madre, ¿de qué  nos iba a servir si no se empeñaba Ella en el negocio de nuestra salvación?
 
 Convencidos de esta realidad, nosotros la veneramos, la invocamos, la  obsequiamos, la amamos con todo el corazón. Así lo hemos hecho desde niños y  así lo haremos siempre. Si María es nuestra Madre, no necesitamos razones para  perdernos de amores por Ella...
 
 ¿Y cómo nos responde María?...
 Corre por ahí el cuento de la princesa oriental, en la India misteriosa.
 
 Junto a su castillo de oro se halla el hermoso jardín. Pero un día empezaron a  marchitarse las flores, a secarse las plantas, a desaparecer el césped, a  cubrirse de lodo las acequias, a cegarse las fuentes. Los pájaros ya no  anidaban en los árboles ni cantaban por el cielo azul. Había desaparecido toda  belleza. Y todo..., porque la hermosa princesa dejó de visitar el jardín. Los  criados fueron a decirle acongojados:
 - ¡El jardín se muere! ¿Por qué no regresas a él?...
 
 La princesa linda volvió a pasear entre la maleza, la suciedad y el desorden, y  el jardín recobró su antiguo esplendor y todos sus encantos.
 
 Esto será María en nuestros mensajes. Porque hablar de María, rezar a María,  cantar a María, estar con María, es hacer presente a la gentil Princesa en el  jardín del corazón. ¡Y cómo se conserva lleno de poesía, si nunca se ausenta de  él la Virgen y lo cuida con sus delicadas manos!....
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